Revista Cine
En defensa de la intolerancia (2007), de slavoj zizek. la trampa del pensamiento único.
Publicado el 31 agosto 2014 por MiguelmalagaUn título tan llamativo como En defensa de la intolerancia solo podía venir de manos de Slavoj Zizek, el filósofo que, junto a Zygmunt Bauman, es el más leído y estudiado en la actualidad. Zizek no es un pensador que frene ante lo políticamente correcto. Él puede sacar partido a fragmentos de pensadores tan heterodoxos como Stalin o Robespierre. El cine también es una gran fuente de inspiración para él. Nuestro mundo, tan globalizado y repleto de toda clase de estímulos e información accesible, necesita de gente sabia que ordene nuestra realidad y sea capaz de interpretarla. Para ello hacen falta dos cualidades: inteligencia y falta de escrúpulos (esto último en el mejor sentido del término, falta de escrúpulos para poder escribir la verdad, o al menos lo que sinceramente se estima como cierto).
Algo que me llama poderosamente la atención de esta obra es que usa continuamente el término postpolítica para describir la época actual. La postpolítica sería algo así como aplicar a la política la famosa frase de El gatopardo: que todo cambie para que todo siga igual. Los políticos y su frenética actividad tienen más presencia que nunca en nuestras vidas, en nuestros medios de comunicación, inmersos en un debate que no parece terminar nunca y que, al vez, casi siempre adolece de falta de profundidad y es intelectualmente pobre. El objetivo es claro: hablar de todo, también de economía, pero respecto a esta última materia, encogerse de hombros y pronunciar oscuros discursos utilizando eufemismos acerca de los mercados, la austeridad y los sacrificios futuros, siempre desde una impotencia mal disimulada que busca eternizar el status quo, sustituyendo la responsabilidad del Estado por la de unos individuos (los ciudadanos, a los que se define como plenamente libres y responsables) que poco pueden hacer para defenderse de las todopoderosas multinacionales, que dominan el mercado (es decir, el mundo), un mercado que, como sucede con las religiones primitivas, necesita constantemente de sacrificios humanos para aplacar sus ciclos de ira destructiva:
"La primera generación de los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamó la atención, allá por los años treinta, sobre el modo en que, precisamente cuando las relaciones del mercado global empezaban a ejercer toda su dominación, de modo que el éxito o fracaso del productor individual pasaban a depender de los ciclos completamente incontrolables del mercado, se extendió, en la "ideología capitalista espontánea", la idea del "genio de los negocios" carismático, es decir, se atribuía el éxito del empresario a algún misterioso algo más que sólo él tenía. ¿No es cada vez más así, ahora, cuando la abstracción de las relaciones de mercado que rigen nuestras vidas ha alcanzado el paroxismo? El mercado del libro está saturado con manuales de psicología que nos enseñan a tener éxito, a controlar la relación con nuestra pareja o nuestro enemigo: manuales, en definitiva, que cifran la causa del éxito en la "actitud". De ahí que se pueda dar la vuelta a la conocida frase de Marx: en el capitalismo de hoy, las "relaciones entre las cosas" objetivas del mercado suelen adoptar la forma fantasmagórica de las "relaciones entre personas" seudo-personalizadas."
Pero para que todo esto sea posible, es mejor hacerlo con un rostro amable. Se debe garantizar la tolerancia, la libertad de pensamiento, de religión. Todo es debatible... menos la política económica, cuyos arcanos pocos conocen y menos todavía son capaces de controlar. Nuestro mundo se parece mucho más al que vaticinó Huxley que al del Gran Hermano de Orwell. Mientras se apela al multiculturalismo, las multinacionales van colonizando distintos países (también el nuestro) para amoldarlos a su imagen y semejanza.
Como persona nacida en el bloque del Este, Zizek se lamenta de las oportunidades perdidas después de la caída del muro de Berlín. El vigoroso movimiento en pos de las libertades, que pretendía convertir a los habitantes de estos países en ciudadanos de pleno derecho de Estados democráticos, al final han conseguido que estos, en su mayoría, se hayan transformado en empobrecidos consumidores de bienes occidentales, cuyos políticos rara vez dan con la tecla (si es que la buscan) del bienestar general. Además, el tan cacareado acceso a la información a veces es oscuro. Hay tanto donde mirar, que lo más lógico es perderse bajo el peso de tantas noticias y opiniones. ¿Quién puede estar seguro de lo que realmente está sucediendo en Ucrania o en Irak? ¿De quienes debemos ser partidarios? ¿Quién es el auténtico beneficiario de estos conflictos?
Hay un término que ha hecho fortuna para referirse al mundo de hoy día: la sociedad del riesgo. Jamás el ser humano ha podido controlar los riesgos inesperados a los que se enfrenta en el día a día, pero nunca se ha enfrentado a la destrucción total del planeta provocada por las acciones humanas. Ni siquiera sabemos si es un riesgo real, pero sí que es una posibilidad cierta. No somos omnipotentes y seguramente jamás llegaremos a serlo. Pero sí que podemos organizarnos mejor, comenzar un debate público sin interferencias y, sobre todo, empezar a pensar qué se hace con la economía, esa ciencia gamberra y descontrolada, que provoca desastres sin responsables. Debemos desterrar ese término con el que se nos bombaredea desde hace ya demasiado, ese fin de las ideologías, que solo nos lleva al callejón sin salida de la preponderancia absoluta de las multinacionales. Pregunten a los expertos del FMI qué hay que hacer ante una situación de crisis económica, siempre responderán lo mismo, sea cual sea la naturaleza de dicha crisis: facilitar el despido, flexibilidad laboral y menos impuestos para los más ricos. Ante esta penosa realidad, la economía también debe politizarse y deben establecerse regulaciones y controles a la misma por parte de gente responsable y no nos vuelva a sorprender en pañales una crisis devastadora como la actual:
"La gran novedad de nuestra época post-política del "fin de la ideología" es la radical despolitización de la esfera de la economía: el modo en que funciona la economía (la necesidad de reducir el gasto social, etc.) se acepta como una simple imposición del estado objetivo de las cosas. Mientras persista esta esencial despolitización de la esfera económica, sin embargo, cualquier discurso sobre la participación activa de los ciudadanos, sobre el debate público como requisito de la decisión colectiva responsable, etc. quedará reducido a una cuestión "cultural" en tomo a diferencias religiosas, sexuales, étnicas o de estilos de vida alternativos y no podrá incidir en las decisiones de largo alcance que nos afectan a todos. La única manera de crear una sociedad en la que las decisiones de alcance y de riesgo sean fruto de un debate público entre todos los interesados, consiste, en definitiva, en una suerte de radical limitación de la libertad del capital, en la subordinación del proceso de producción al control social, esto es, en una radical re-politización de la economía."