Con rizos de espuma, el horizonte tañe una alfombra melosa. Resuella un rumor abatido y edulcorante que serena los sentidos. Pero esta mirada es apartada por los alelados cuerpos que se esparcen por doquier, apenas sortean la mirada enfrascada en sus móviles. Mientras aparto mi libro y contemplo este panorama pienso que, efectivamente, vivimos en tiempos de una profunda ceguera porque, más allá de retener en nuestras retinas las virtudes, tampoco contemplamos la belleza del entorno, único resorte todavía presente en el envés del término belleza que, a fin de cuentas, son los gestos, la mirada, el comportamiento y la postura frente al mundo. Sin lugar a dudas, un bramido constante nos recuerda que vivimos en tiempos donde la tecnología acapara toda nuestra atención, facilita nuestros contactos con redes sociales, permite exhibirnos , informarnos de acontecimientos giratorios mediante Apps y Hashtags, hallar un rasguño de verdad incierta mediante tweets y redes 2.0, consumir letras, rifeos, contactos, imágenes para verter inmediatamente y suplirlas por otras. Un placebo frente a la soledad que nos dibuja la compañía ilusioria. De un tiempo a esta parte, todos mis amigos poseen un I-Phone o un Kindle, objetos que no dudan en desamparar de sus bolsillos cuando nos hallamos conversando en una mesa o en la espera del silencio. Y no dudo en todas las ventajas que albergan estas herramientas que sustituyen otras ya etiquetadas como atávicas. El móvil suplantó las cartas cinceladas con nuestro pulso y silenció los timbres de nuestros portales. Las redes sociales los gruesos álbumes de fotos, el rumor entre familiarizadas voces; el Youtube o Vimeo hizo irrisoria la parrilla televisiva y las páginas webs masacraron al último quiosquero de nuestra ciudad. Y ahora, el E-Book o Kindle amenaza con devorar a sus padres.
En defensa del libro que también puedo seguir llevando a todas partes...
Sin lugar a dudas, el libro electrónico posee muchas ventajas. Su pantalla no destiñe los ojos con acidez y en sus entrañas se cobija la gula de la funesta Biblioteca de Alejandría. El ávido lector no tiene que apilar libros y ahorra tener que desentrañar el polvo de las estanterías; estanterías que desaparecen de su hogar. Tampoco padece el peso de las páginas cuando tiene la obligación de trasladar las palabras y sus hiladas historias de un lugar a otro. Puede subrayar, cortar, etiquetar, marcar el texto con una minúscula vara de plástico. Y sin embargo, algo se evade y me es imposible adquirir una herramienta como esta. Como un caracol que otea un horizonte desconocido, me asalta el temor y se encogen las antenas con cierto ímpetu. Porque el libro de papel sigue guareciendo algo que ninguna tecnología sería capaz de conseguir. Será el perfume que dejan unas yemas, el mar capaz de impregnar las hojas con salitre; la arena entre las comisuras de las páginas. Quizás sea el subrayado tatuado por tu propio latido, el garabato a pie de página, la marca doblegada por tu tacto, la dedicatoria que has besado en la contraportada. Es la contemplación del tiempo en el color amarillento, la ternura en las manos con cada hojear, su suave ulular cuando se arruga la página. Es convidar un marcapáginas artesanal al latido de una historia y hacer un paréntesis y contemplar un océano que parece huérfano. Es otear en la librería, descubrir un libro descatalogado o uno nuevo, matar las horas tan solo suspirando ese misterioso aroma que desprenden las librerías y las bibliotecas. Sí, quizás sea una rara avis pero considero que los libros de papel poseen una magia, un alalá, un conjuro que ninguna máquina del futuro podrá suplantar jamás. Y es por ello que hago defensa del libro de bolsillo, de papel, de la calma y la mirada, de la belleza y las pequeñas cosas que este enfebrecido mundo execra.