10/04/2013 12:37:43
A ella le gustaba decir que había nacido de pie. Y bien podría afirmarse que murió, al menos metafóricamente, de pie o con las botas puestas, porque si algo caracterizó a Sara Montiel es que no se jubiló del estrellato ni colgó jamás el marabú.
Su vedetismo genético la llevó a no querer apearse de su personaje. Sara, Sarita o Saritísima se impuso a María Antonia Abad de una forma tan rotunda que era difícil saber (incluso para ella, o tal vez sobre todo para ella) dónde terminaba la diva y dónde empezaba la humilde manchega, hija de una peluquera y un agricultor.
Sara en lo suyo fue única. Por eso ha sido tan imitada. Pero detrás de esa máscara de diva divina había una mujer como todas; con miedo a la soledad y necesidad de amar, aunque su tremendo ego la llevara muchas veces simplemente a dejarse querer. Realidad y fantasía se mezclaron a menudo en el corazón de María Antonia, a quien la insaciable Saritísima condenaba a amarse más a sí misma que a su prójimo.
En su madurez, a Sara Montiel le gustaba presumir de los poemas que un rendido León Felipe le había dedicado a su pie. «Pies bonitos me llamaba», contaba orgullosa. Y en la vejez, le dio por desenterrar un romance con Severo Ochoa para escándalo y escarnio de la familia del premio Nobel.
Ernest Hemingway (a quien ella llamaba con toda naturalidad «Ernesto») y Miguel Mihura fueron algunos de sus amores platónicos. Pero los oficiales son otros. Entre ellos, el director de cine Anthony Mann, veintidós años mayor que ella, o el productor José Vicente Ramírez Olalla.
Cuatro veces se casó y solo una acertó de verdad. Aunque a veces lo olvidara, el verdadero amor de su vida fue el empresario mallorquín Pepe Tous, del que enviudó tras 22 años de convivencia. La gran frustración de Sara fue la maternidad biológica (sufrió más de diez abortos), pero lo compensó con la adopción de Thais y Zeus, una hija muy estudiosa y sensata y un hijo algo más disperso y con aspiraciones artísticas pero que, salvo algún breve distanciamiento, han permanecido siempre al lado de su madre.
Sin embargo, las grandes divas, al igual que la historia, están condenadas a repetirse como parodia si viven lo suficiente. Y Sara vivió bastantes años como para convertirse a sus 74 en una imitación paródica de sí misma. Fue cuando cegada por su propio divismo se casó con el indefinible Tony Hernández, un cubano mitómano de solo 39.
Durante casi un año, más Saritísima que nunca, la actriz defendió en revistas y platós lo indefendible. Hasta que el combustible de las exclusivas se extinguió y aquello terminó como el rosario de la aurora. Apareció entonces en escena Giancarlo Viola, un pícaro y dicharachero italiano, un personaje a la medida de la opereta sentimental de Sara, dispuesto a ofrecer a la actriz un amor vibrante pero intermitente.
En ese ni contigo ni sin ti vivieron unos años, hasta que Sara se sacó de la manga un arquitecto y últimamente un director de orquesta. Si no amó a todos esos hombres, al menos interpretó muy bien el papel. Al fin y al cabo, fue ella, Sara, Sarita, Saritísima la que en una ocasión, después de cantar o más bien frasear el «Fumando espero» declaró flemática: «Yo no tengo voz. Pero la imito muy bien».
(Fuente: elcorreo.com/ Arantza Furundarena)
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