
(hoy)
Hay que contar el mundo, no se le pude dar la espalda, creer que no es cosa nuestra; quizá de ahí proviene la literatura, el bendito manejo de las palabras, que son el instrumento con el que podemos descerrajar el rigor de lo real, esa cárcel a la que no se le puede arrebatar un solo barrote, ni un muro siquiera. No hay modo más eficaz que la poesía. Quienes no la leen no podrán asentir, no se les puede pedir que asientan y concedan esa licencia a partir de la cual todo lo demás concurre sin fricciones, limpia y eficazmente. Cuanta más poesía se lee, más alejado está uno de lo que anhela, pero la paradoja consiste en que, en el caso de no leerla, no hay manera de rozar el significado de la realidad, el modo en que la realidad nos arrastra y nos ciega. Porque lo real es un engañoso, no se puede prever, siempre produce asombro. Lo único que le pido al año venidero es que mi capacidad de asombrarme no mengüe. También que haya mucha poesía, no ya la que uno lee o de cuando en cuando, menos de lo que quisiera, le da por escribir. Me pregunto qué mundo tendríamos si la poesía se le incrustara de verdad, si cualquier contingencia estuviese impregnada de poesía. De pronto pensé hoy en qué deseo para el año que empieza mañana y esa palabra ocupó toda mi atención. No es el verso, ni es la rima, ni la trama que las palabras concitan: es el ánimo que la impulsa, el hechizo que la poesía produce, esa transgresión sublime, inasible a veces, que explica el mundo como únicamente ella puede explicarlo, pero no va a ser verdad, será un año en el que la poesía no será relevante, nunca lo fue, a pesar de todo. Pensamos sin metáforas, actuamos sin ellas. No nos arrebata la belleza, son otras cosas las que nos interesan.
(ayer)
En la celebración de la poesía está la celebración del amor. No hay que anteponer nada al amor. Él está por encima de todas las demás consideraciones, pero una de sus herramientas más hermosas es la poesía. De hecho, la poesía lo impregna todo, hace suya cualquier circunstancia, no se arredra ante ningún obstáculo y subsiste a su maravilloso modo, a pesar del arrimo de trabas que la entorpecen y hasta la apartan. No son buenos tiempos para la lírica, menos estos que ahora vivimos, pero no los ha habido mejores. Es el tiempo en que hay más poetas que lectores de poesía. No es malo que así sea. El poeta escribe para sí mismo, cosa que no hace el que hace novelas o cuentos. Una vez ha hecho el poema, el poeta lo arroja el mundo, por si alguien lo acoge y entra dentro. En la poesía se entra, también en el amor. Es una cuestión física. Ambas disciplinas requieren de esa voluntad orgánica. Que celebremos en estos días de zozobra el día mundial de la poesía es conveniente, a pesar de que la poesía siga siendo un bien menor, una sustancia sentimental, un producto que vende poco. No se hace caja de ella y hoy en día a todo se le saca provecho monetario. Los poetas no bajan la guardia. Conozco a muchos, he tomado cervezas con ellos y no hemos hablado ni una palabra de poesía. Incluso prefiero a los poetas que no evidencian su oficio, ni a la primera citan a Baudelaire o a Luis Cernuda. Se descubre que son poetas sin mucho esfuerzo. No es preciso que hayan escrito poemas, ni que tengan libros publicados. Ni siquiera es necesario que declamen de memoria los versos fundamentales, todos tenemos algunos en la cabeza. Es poeta el que es sensible. Lo de la sensibilidad es condición sin la que no habría poesía, ni poetas. En cierta ocasión, vi cómo lloraba alguien de quien no tenía yo noticia de que leyese poesía, por más que la conociera. Es más, recuerdo que confesaba no tener la poesía entre sus (muchos) hábitos poéticos. Lloró sin consuelo. Siempre hay un poema que nos abre en canal, como si fuésemos animales en una mesa de despiece. Es un acto salvaje esa penetración, aunque las palabras acudan con mansedumbre y se cuelen con dulzura. La poesía es vaselina que mengua la brusca fornicación de las horas. Una vez acogidas y templadas, escuchadas con mimo y guardadas, ya no se pierden, son nuestras las palabras, forman parte de nuestra condición humana más íntima, hacen que vivir sea más gozoso. Quien lo probó, lo sabe.
EL PRIMER POEMA
He aquí la claridad primera del día,
la limpieza novicia de la mañana,
el fulgor soberano de los colores.
El azul en su carro de dioses,
el verde con su manto de vida,
el rojo festejando la velocidad de los astros.
He aquí la tierra, su coraje antiguo,
su terquedad sin desagüe.
Al principio,
el ojo no se involucra en el paisaje,
se cuida de no entusiasmarse en ese arrimo,
lo aplaza, tan sólo mide las distancias,
calibra el peso de la luz, la tienta.
Luego ahonda el mirar, envalentona el alcance.
Atisba la suave inclinación de una loma, corre sin brida
cuando percibe el brinco del agua en el fluir de un río.
Es feliz el ojo, sabe a qué ha venido el ojo.
Ahora los árboles, ahora el cielo.
Cree bueno el descanso y descansa.
Crea buena la luz y la agradece de corazón.
De pronto ese esplendor puro, novicio,
muda a una oscuridad sin hondura.
Débil y solo, perplejo, el ojo repasa
todos los prodigios con los que ha sido bendecido.
Ve el azul de la altura y el verde del raso.
Ve el rojo de la sangre y el rosa de las flores.
Sonríe, pues un ojo untado de felicidad
tiene la secreta facultad de la sonrisa y toma aire,
pues un ojo así ungido respira si antojadizamente le place.
En su inocencia ocupada de milagros,
el ojo se obliga a mirar de nuevo.
Ha caído la noche sobre el mundo.
También el miedo, también la duda.
Es lo mismo mirar que no hacerlo.
Los colores se fugaron
por el envés de las palabras que los nombraban.
Las palabras también se fugaron.
Así que el ojo acabó por dormirse.
Lo abatió el desencanto. Lo derrotó el desaliento.
Es lo que tienen los ojos sensibles, los de crianza más esmerada.
Soñó el ojo con un cielo azul que cubría un prado verde.
Azul y verde.
Algunas criaturas aquí y allá, ninguna inquieta,
todas bañadas por un halo de bondad,
como si estuviesen hechas de paz pura,
como si escucharan la balada de un poeta o de un dios.
No supo el ojo con qué combatir la negritud
ni cómo hacer regresar la plácida y cromática vigilia.
Quiso entonces salir de su cautividad y ser criatura.
Quiso tener oído y escuchar el rumor del río
al transcurrir fiero en su cauce.
Quiso correr y saltar y dejar que la sombra del bosque
le diese alivio y nada de cuanto anheló le fue concedido.
Y el ojo se convirtió en memoria.
El azul, el verde.
El cielo, los prados.
El fluir del río, el manso vuelo de los pájaros.
Todo fue suyo.
Suya la luz al clarear la mañana
y suya la tiniebla al irrumpir la noche.
Emilio Calvo de Mora Villar, domingo 21 de marzo de 2021, Día de la Poesía
