No atendemos lo que vemos, sino que vemos solo lo que atendemos. “No somos, pues, en última instancia, conocimiento, puesto que este depende de un sistema de preferencias que más profundo y anterior existe en nosotros (…) Cada raza y cada época y cada individuo ponen su modulación particular del preferir, y esto es lo que nos separa, nos diferencia y nos individualiza, lo que hace que sea imposible al individuo comunicar enteramente con otro. Solo coincidimos en lo más externo y trivial; conforme se trata de más finas materias, de las más nuestras, que más nos importan, la incomprensión crece, de suerte que las zonas más delicadas y más últimas de nuestro ser permanecen fatalmente herméticas para el prójimo. A veces, como la fiera prisionera, damos saltos en nuestra prisión —que es nuestro ser mismo, con ansia de evadirnos y transmigrar al alma amiga o al alma amada—; pero un destino, tal vez inquebrantable, nos lo impide. Las almas, como astros mudos, ruedan las unas sobre las otras, pero siempre las unas fuera de las otras condenadas a perpetua soledad radical. Al menos, poco puede estimarse a la persona que no ha descendido alguna vez a ese fondo último de sí misma, donde se encuentra irremediablemente sola” (Ortega y Gasset[1]).
[1] Ortega y Gasset: “Teoría de Andalucía y otros ensayos”, O. C. Tº 6, p. 152.