La admiración supersticiosa de la vitalidad y el rendimiento, en literatura sobre todo, no le [Mircea Eliade] ha abandonado nunca. Quizá vaya demasiado lejos al suponer –aunque muchas razones me lo permiten– que en su subconsciente coloca los libros por encima de los dioses. Más que a éstos, es a aquellos a los que profesa un culto. En todo caso, jamás he conocido a nadie que los ame tanto como él. Nunca olvidaré la fiebre con la que, de regreso en París tras la Liberación, los tocaba, los acariciaba, los hojeaba; en las librerías exultaba, oficiaba; se trataba de una especie de hechizo, de idolatría. Tanto entusiasmo supone un gran fondo de generosidad, sin el cual no puede apreciarse la profusión, la exuberancia, la prodigalidad, todas esas cualidades gracias a las cuales el espíritu imita a la naturaleza y la supera. Yo nunca he podido leer a Balzac; en realidad dejé de leerlo en el umbral de la adolescencia; su mundo se halla vedado para mí, me resulta totalmente inaccesible, no logro entrar en él. ¡Cuántas veces Eliade ha intentado convertirme a Balzac! El había leído toda la Comedia humana en Bucarest; la releía en París en 1947; quizá la relea aún en Chicago. Siempre le ha gustado la novela amplia, abundante, que se desarrolla en varios planos, que imita la melodía «infinita», la novela basada en la presencia masiva del tiempo, en la acumulación de detalles, en la abundancia de temas complejos y divergentes; por el contrario, le ha repelido siempre todo lo que en las Letras es refinado, los juegos anémicos y sutiles que seducen a los estetas, el lado decadente de ciertas producciones desprovistas de savia y de instinto. Pero su pasión por Balzac puede explicarse también de otra manera. Existen dos categorías de espíritus: los que aprecian el proceso y los que aprecian el resultado; a los primeros les atrae el desarrollo, las etapas, las expresiones sucesivas del pensamiento o de la acción; a los segundos la expresión final, con exclusión de todo lo demás. Por temperamento, yo siempre he preferido estos últimos, un Chamfort, un Joubert, un Lichtenberg, que nos dan una fórmula sin revelarnos el camino que les ha conducido a ella, autores que, sea por pudor o por esterilidad, no logran liberarse de la superstición de la concisión, que quisieran decirlo todo en una página, en una frase, en una palabra; a veces lo logran, aunque raramente, debemos reconocerlo: el laconismo debe resignarse al silencio si no quiere caer en la profundidad falsamente enigmática. Pero cuando se aprecia esa forma de expresión quinta-esenciada o, si se prefiere, esclerosada, es difícil desapegarse de ella y admirar otra. A quien haya leído mucho a los aforistas le costará comprender a Balzac; podrá, sin embargo, adivinar las razones de quienes sienten pasión por él, de quienes extraen de su universo una sensación de vida, de dilatación, de libertad, desconocida para el aficionado a las máximas, género menor en el que se confunden perfección y asfixia.
Emil Cioran
Los comienzos de una amistad, 1969
Foto: Mircea Eliade et Emil Cioran, Paris, 1977
© Louis Monier