Giadalupe Nettel, El segundo texto sigue la narración de las vaciones de su protagonista, en este caso en casa de su abula y la convivencia que allí se instaura con reglas estrictas. Aquí os dejo el enlace al relato completo.
Eva Vázquez
Durante muchos años viajé a Bacalar, una ciudad casi desconocida donde mi abuela paterna tenía una casa junto al mar. En ese entonces, yo vivía en Francia con mi madre, quien trabajaba como jefa de prensa en una agencia de modelos. Papá, en cambio, vivía en México con su segunda mujer. Aunque dejaron muy pronto de vivir juntos, él y mi madre se tuvieron siempre un cariño profundo. Papá era escultor y pasaba por Francia una o dos veces al año por cuestiones de trabajo. Al hacerlo, siempre se hospedaba en nuestro apartamento de la rue Sébastien Bottin. Durante ese par de semanas, se integraba perfectamente a nuestra vida familiar: compartía cama con mi madre y actuaba con ambas como si nunca se hubiera ido. Esos cuantos días al año, y los veranos que pasé junto a su otra familia en la casa de playa, constituyen las pocas ocasiones que tuve de convivir con él. A mis hermanas las veía muy poco, pero creo que llegué a conocerlas profundamente. Durante el curso escolar, intercambiábamos cartas con frecuencia. Nos llamábamos el día de nuestros cumpleaños y en Año Nuevo. La casa de playa de mi abuela, situada en el país de mi padre pero en una ciudad moderadamente turística, era un lugar neutro y por lo tanto adecuado para reunirnos. Habría sido desastroso aparecer de repente donde ellos vivían y ser el blanco de todas las miradas de sus vecinos y amigos. No exagero si digo que en esa playa casi todo era perfecto: el clima, la abundancia de chicos veraneando en los alrededores… todo excepto mi padre y su esposa. Ellos sí que se alejaban de la perfección. No es que se llevaran mal o que faltara cariño hacia nosotras, era su manera infalible de hacerse notar. A diferencia de su comportamiento en Francia, donde se mantenía discreto, en México, por influencia de su nueva mujer, mi padre era un auténtico salvaje. Aunque ambos procuraban que no nos diéramos cuenta, mis hermanas y yo sabíamos que fumaban marihuana y bebían todas las noches. Criticaban con vehemencia a los vecinos del pueblo, a quienes llamaban reaccionarios o conservadores, y mandaban dinero a la selva, donde vivían sus amigos revolucionarios que luchaban en contra del Gobierno. (…)