Pocas aficiones hay más simpáticas que salir en comandita en busca de algún restaurante. Hubo veces, cuando la comitiva era de menor número y además sin miembros femeninos, en que la búsqueda quedó suspendida por alguna reserva a hoteles de nombre sueco en donde la comida no era, en absoluto, tipo IKEA. En ese caso, la gracia de andar buscando lugar fue sustituida por el placer de gritar el nombre de cierta población madrileña con la voz suficientemente alta como para que se escuchara por el comensal de dos mesas más allá.
El caso es que aquel día de comienzos del invierno, la comandita de nueva formación, echando de menos al miserable que se expatrió, decidió hacer uso de los vehículos y salir a dar una vuelta por la Sierra Pobre de Madrid. Tras una breve pero intensa parada en Miraflores de la Sierra, allá donde las calles suenan a bodas familiares y las señoras con tienda de comestibles miran mal al que hace uso de todas las muestras gratuitas pero se va sin comprar nada, el comando para la reconstitución de los derechos legítimos de algún conde decidió emprender camino de Patones de Arriba.
Es éste un pueblo sin duda singular, como todos aquellos dignos de nuestras críticas gastronómicas. Para llegar a él se ha meter el coche por una carretera que sale de Torrelaguna, pasar por el pueblo de Patones, o propiamente dicho Patones de Abajo, y continuar por lo que parecería otra carretera pero que en realidad, en fines de semana, es un parquing turístico con velocidad controlada por radar. Dejado el coche en la cuneta, la comitiva se dispone a continuar el camino restante a pie. El pueblo está situado, como dice su apellido, arriba de la montaña. Las cuestas son constantes, lo que hizo que el grupo se autoorganizara para que, en caso de que el tres infartos decidiera progresar a número par en tan singular localización, la arribada al hospital fuera pronta y fructífera para los intereses de la Nación.
Cuenta la leyenda que, durante la invasión francesa de la península, Patones fue el único pueblo no invadido. Se dice que la población asustó al invasor, también que el milenario Rey de Patones -monarquía proviniente de los cristianos escondidos en el pueblo durante la presencia árabe- había logrado un armisticio. Sin embargo la realidad es que ni a árabes ni a franceses se les había ni pasado por la mente tener que ir hasta allá arriba a perder o ganar tal o cual batalla. Ya bajarán, se habían dicho. Y una vez llegados sanos y salvos entendemos por qué. Hoy no hay pueblo. Lo que hay es un puñado de casas de piedra, históricamente reconocidas con valor, que se predisponen a asaltar al individuo turístico, pues todas ellas son fondas, hoteles, restaurantes o tiendas de artesanía típca, de esas que te venden desde la miel del pueblo de al lado hasta la parca peruana. Un Park Aventura especializado en despistados capitalinos que sirve para que las familias con perro de tamaño caballo puedan pasear sin miedo alguno al qué dirán. Nuevamente nos hacimos enemigos por probar ingentes cantidades de muestras gratuitas, aunque esta vez compramos algo.
Pero no vayan a creerse Uds. que nuestra capacidad para enemistarnos había acabado aquí. Nuestra especialidad, ya se lo advertimos ahora, son los restaurantes o locales donde se sirvan viandas. Nos dispusimos a buscar local donde nos alimentaran y hete aquí que allá donde los árabes o franceses no habían llegado lo hicieron los argentinos. Camuflados, eso sí, de restaurante típico madrileño.
En el Restaurante El Abuelo Manolo de Patones, donde los niños y niñas de las mesas de al lado se comportan como animales y los camareros te regañan si quieres ir al servicio, ocurrió todo. Asumido ya que no íbamos a comer los típicos callos, sino que la carta nos ofrecía carne argentina nos dispusimos a darle al canino. Dos de nuestros comensales se decantaron por compartir una pieza de carne a la piedra, de esa que te tienes que freir tú mismo en la mesa. Debe ser la costumbre de no hacerse la cena ellos mismos ni una sola noche. Cuando todos comenzábamos a hincarle el diente a cada plato, unos calientes y otros ya fríos por la extrema diferencia de tiempos en que los habían servido, nuestros compañeros notaron un sabor raro en la carne que se estaban haciendo.
Reclamando la presencia del jefe de sala, con cordial discrección, pues estos asuntos son de delicadeza extrema, uno de los comensales le sugirió que la carne quizás estaba mala. El jefe, sin mediar palabra, directamente del plato del cliente y con toda la mano, agarró un trozo ya cocinado de la carne y lo mordió al aire. Alegando poco después y con la boca llena que la carne, estaba buena y que además venía envasada al vacío desde la Argentina, se percató de nuestra cara de estupefacción y asco, pero no reculó ni un milímetro de su posición inicial. Con templanza, sin armar jaleo, cosa poco común en hombres de gatillo fácil como nosotros, reconducimos la situación hacia un poco amistoso plano de tensión, en donde los camareros nos traían la comida y nosotros nos limitábamos a pagar la factura. Incómodo, muy incómodo.
Pagada la factura ahora somos nosotros quienes pedimos cuentas. Por la gran sutileza del pringue del Sr. Jefe de Sala. Por el camuflaje matritense de la carne argentina. Porque si para algo quedó Patones es para tomar café los días que no hay setas y se salió a por ellas.