Es hora pico, te encuentras debajo del obelisco, en la estación 9 de julio para ser exacta, y tienes que subir en la línea de subte D. Es tanta la cantidad de gente que hay a tu alrededor que mientras esperas en el andén ideas las tácticas y las estrategias que te permitirán entrar en el subte. Te acuerdas de cuando estuviste en China, donde había empleados en los andenes que, valiéndose de micrófonos, les gritaban a los pasajeros dónde debían colocarse antes de subir y, una vez dentro de los vagones, los empujaban desde fuera para que las puertas pudieran cerrarse.
Llega el subte. Te pisan, te aprietan, te aplastan. Estás a punto de desistir y quedarte fuera, pero desistes de desistir pues sabes que con el siguiente subte te va a ocurrir lo mismo. Y con el siguiente. Y con otro más. Pisas, aprietas y aplastas tú también. Finalmente consigues subir. Una vez dentro te sientes como una caballa en lata, y con ello no te refieres a que te crees la esposa del caballo, sino que te sientes literalmente un pez perciforme de la familia Scombridae.
Caballeando entre las paredes de un subte te encuentras cuando notas un bulto detrás de ti. Enseguida te das cuenta de que la molestia no se debe ni a un paraguas, ni a un bastón, ni al palo de hockey de algún descuidado viajero como te gustaría. Lamentablemente el bulto forma parte de la anatomía de un hombre, de uno que mide lo mismo que tú. No hay lugar para la más mínima maniobra cuerpística dentro del vagón de subte de la línea D un martes por la tarde en la hora pico. Giras tu cabeza y fulminas al hombre con tu mirada de Carrie cuando le tiran el cubo de sangre en su fiesta de graduación. ¿Se da por aludido el señor? ¿Percibe que te está molestando y se va con su bulto a otra parte? ¿Te pide disculpas por estar aprovechándose del efecto caballa? Ni lo primero, ni lo segundo, ni lo tercero. ¿Qué hace el hombre?: te guiña un ojo. «Insultar no va a servirte de nada Letzy», te dices y te abstienes de proferir todas esas palabras que tu madre algún día te dijo que no eran dignas de una señorita. Decides moverte. Cuando el subte llega a la estación Tribunales quedan tres milímetros libres a tu derecha. Valiéndote de un denodado esfuerzo los aprovechas. ¿Cómo reacciona el hombre?: moviéndose él también hacia donde tú te has movido hasta conseguir ponerse detrás de ti nuevamente. Por segunda vez te giras con un rostro de Carrie furiosa en cuerpo de caballa. Pero el hombre en vez de temer el odio de tus ojos, te sonríe seductor mostrándote tres huecos en los que deberían haber dientes, pero no los hay. Tú no tienes nada en contra de la gente a la que le faltan dientes, no vaya a creer el querido lector que eres una discriminadora de los sin dientes, pero la agujereada sonrisa de este señor es repudiada inmediatamente por tu persona. En la estación Callao sube más gente, no entiendes cómo es eso posible. ¿Qué hace el desdentado?: aprovecha para pegarse todavía más a ti. «¿Se puede alejar un poquito señor?», le pides porque estás ahíta de él y de su bulto. «¿Y qué querés que haga si no tengo dónde moverme piba?», te dice como si no supiera a qué te refieres. «La hora pico es así, ¿vistes?», agrega y tú le deseas que se le caigan todos los dientes que le quedan, y las muelas también.
Cuando el subte frena en la estación Facultad de Medicina alguien abandona su asiento. Una señora mayor te dice que te sientes. Te sabe mal pues eres tú quien debería cederle el asiento a ella. La señora te insiste y te sonríe. Entonces te das cuenta de que ella lo ha visto todo y se ha apiadado de tu cara de caballa ni en aceite de oliva ni al natural, sino de caballa asediada.