En Diez Minutos, el intenso cortometraje de Alberto Ruiz Rojo, hay un momento en que el protagonista recuerda un trance emocionalmente difícil de su vida que se produce en Nochebuena. Y hablando de la presión que supone la aparición continua de anuncios sensibleros en esas fechas, acaba afirmando indignado: “Deberían prohibir la Navidad de una puta vez”.
Probablemente todos hemos sentido, algún año, la irritación que trasmite este personaje. La presión que parece imponerse en estas fechas para que sintamos un tipo determinado de emociones que en ese momento no tenemos nos resulta irritante.
En sociedades más colectivistas, en las que todo el mundo se acompasaba para tener necesidades y sentimientos parecidos al mismo tiempo, quizás tuvo sentido ese apremio para la celebración de un único ritual. Pero hoy en día, en una sociedad individualista en la que no son habituales ni el hambre, ni la familia extensa ni los niños que no tienen juguetes, resulta extraña tanta insistencia para que nos atraquemos de grasas e hidratos de carbono, queramos a familiares a los que solo vemos en esta época del año e inundemos de regalos -que luego olvidarán a los tres días- a los pequeños de la casa.
Para evitar esta presión grupal hacia la uniformidad emocional, yo me dedico a buscar propagadores de nuevos rituales. Me convierto en un zapador de ceremoniales al que le fascina descubrir que, poco a poco, van surgiendo formas distintas de celebración. Para los solitarios; para aquellos que su familia son sus animales de compañía; para los que están atravesando un duelo y lo que menos quieren es recordar que alguna vez han querido; para esos otros cuyo grupo de referencia son sus amigos, para los que están escondidos dentro de sí mismos y solo asoman por estas épocas o para los que disfrutan reaccionando contra estas fiestas con contra-ceremoniales que les permiten sentir que ellos se salen del rebaño…
No importa a quiénes va dirigida ni cuál es la forma de conectar personas. Como demuestra este corto, una conversación telefónica con una teleoperadora puede acabar convirtiéndose en un rito que une corazones.
La cuestión es que vayamos inventando rituales diferentes porque somos diferentes. El caso es que dejemos de esforzarnos por amar a la humanidad y nos dejemos la piel en respetar al vecino. Y así, entre todos, consigamos componer una navidad real, la de un mundo en la que el único acuerdo posible es respetar que no estamos de acuerdo.