En este pueblo nunca se ha sabido dar a los intelectuales el trato que merecen. No es que aquí haya faltado respeto por las Ciencias y las Letras, pero se ha dispensado poca atención y magros honores a los hombres y mujeres que han dedicado su vida a cultivarlas.
Cuando, en vacaciones, Antonio el de Enseñanza abría el portalón de su casa, la tenue claridad del saber se derramaba cardus abajo, desde la falda del castro hasta el puente. Era como una ola fresca y espumosa por la que pocos se dejaban empapar. Antonio conocía bien el papel que la Legio X Gemina jugó en los orígenes de este pueblo y estaba dispuesto a contárselo a quien quisiera escucharle. Antonio sabía mucha Historia. Sabía latín y entendía también de Matemáticas y de Ciencias Naturales, pero su tema favorito era la interpretación herética de las Sagradas Escrituras.
En misa, a poco que tuviera a su lado una oreja dispuesta, Antonio se explayaba en una reflexión tan sonora como libre sobre el capítulo segundo del Segundo Libro de los Reyes: “Y Elias fue arrebatado en un torbellino hacia el cielo…” Hasta que don Valentín decidía que ya había sido suficiente. El cura abandonaba entonces la voz monocorde con que amuermaba a la feligresía y repartía una regañina atronadora entre el sabio y el discípulo. “Parece mentira, peor que los rapaces”, sentenciaba la bancada de las mujeres.
El año que la comisión de fiestas decidió incluir en el programa un apartado cultural, no hizo falta ir lejos para encontrar conferenciante. En las escuelas nuevas se congregó una audiencia formada por la mujer de Antonio, una cuñada, el compinche de la última fila de la iglesia y la esposa e hijos de este, que formaban una familia numerosa de la época. Ante las sillas vacías, Antonio hablaba muy deprisa, en un intento desesperado por condensar en hora y media de charla veinte siglos de Historia, desde los romanos hasta la Transición. Mientras disertaba, le brillaban los ojos y en las comisuras de los labios se le iban acumulando minúsculas gotas de saliva fina y blanca que, tras los aplausos, se limpió con un moquero.
Antonio, hay que decirlo, vivía un poco en su mundo y tenía una cierta fijación con el profeta Elías, el torbellino y el carro de fuego. Sus reflexiones sobre el pasaje bíblico le conducían una y otra vez a la necesaria participación en los hechos de personal ajeno al planeta Tierra. Una noche de verano, le confesó a su compinche haber recibido la visita de seres de otros mundos. Con exquisita amabilidad pero sin darle otra opción, contó el de Enseñanza, los extraterrestres le invitaron a su vehículo intergaláctico y allí le consultaron complejos problemas matemáticos para los que no hallaban solución. Antonio habló y habló, con los ojos centelleantes, hasta que en las comisuras de los labios se le amontonó una notable cantidad de salivilla en la que sus anfitriones no repararon pero que, de vuelta en su domicilio, enjugó con un pañuelo. Los marcianos se despidieron satisfechos y Antonio pasó el resto de la noche en vela, emocionado por haber podido confirmar detalles capitales de su teoría sobre Elias. Convencido, además, de haber gozado de la audiencia más atenta de su carrera.