Revista Opinión

En familia

Publicado el 12 febrero 2013 por Miguelmerino

La Luisita se tapó la cara con las manos. Los murciélagos que clavan los niños en la pared para envenenarlos dándoles a fumar tagarninas, no consiguen un gesto de mayory más dolorosa sinceridad que el de la Luisita en aquel instante.

El Molino de viento, Camilo José Cela, Editorial Noguer, 1956

Con la primera hostia la tiró contra el suelo.

- ¿Quién te preñó? – Preguntó la Remigia a su hija mayor, la Segi.

- ¡Mamá! No estoy preñada. – Contestó la niña, pues de una niña de trece años se trataba.

- No me tomes por idiota. Sé perfectamente que te han preñado. Dime quién ha sido. – Le gritó mientras le soltaba otro bofetón, que esta vez la pilló con los brazos tapándose la cara y no alcanzó su objetivo.

La Remigia era una mujerona de apenas treinta y cinco años, algo cascada por cinco embarazos, aunque sólo se completaran dos. El perejil y las malas artes de Sole “la Apañá”, evitaron que se cargara de mocosos. Se abalanzó sobre su hija y empezó a tirarle manotazos y empujones, mientras le seguía preguntando quién la había dejado embarazada. Le fue enumerando uno por uno todos los mozos del pueblo y cada nombre iba seguido de una negativa de la hija.

- Pues alguien ha tenido que ser, pedazo de puta, que eso no se pega en los baños públicos. – Se enfureció la Remigia, arremetiendo con más violencia sobre la hija. – Me vas a decir quien ha sido aunque tenga que molerte a palos. – Y pasando de las palabras a la acción, la emprendió a patadas, puñetazos y codazos contra la Segi.

La Segi era, como ya se ha dicho, una niña de trece años en la que apenas empezaba a despuntar la mujerona que llegaría a ser. De casta le viene al galgo. Al ver la avalancha de golpes que se le venía encima, decidió proteger su vientre, poniendo en valor la afirmación de la madre.

-¡ Ha sido padre! - Gritó desesperada.

- Anda, levántate y ve a arreglarte que pareces una zarrapastrosa. – Le mandó la Remigia.

Por la noche, cuando llegó el Onofre, se encontró la mesa puesta con dos huevos fritos, con la yema para mojar pan y sus puntillitas, como a él le gustaban. Eran dos huevos enormes, que se cogían todo el plato e iban acompañados de unos chorizos gallegos fritos, una buena hogaza de pan y su correspondiente botella de vino .

- ¿Qué celebramos? – Preguntó el Onofre algo amoscado.

- Nada cariño. ¿No puede una mujer atender a su hombre como se merece después de una larga jornada de trabajo? Y no te bebas todo el vino que esta noche te necesito bien despierto - Le contestó melosa la Remigia.

El Onofre dio buena cuenta de los huevos con chorizo y apenas se bebió dos vasos de vino pues había visto en los ojos de la Remigia que valdría la pena permanecer sobrio. Salió un rato a la calle, al bar de Críspulo (No bebas mucho, le recordó la Remigia) para echar su partidita de mus, pero tenía en la cabeza el brillo de los ojos de la Remigia y no hubo manera de que pillara una seña de su compañero, con lo que se levantó de la mesa y regresó a su casa.

La Remigia le esperaba en la cama con el camisón rojo que tanto le gustaba. Cierto que ya no le quedaba igual, pero seguía siendo una buena hembra. Tomó ella la inciativa, lo que le sorprendió, pues siempre era él quien lo hacía. Era una sensación extraña, pero que le ponía mucho más cachondo. Incluso sin que se lo pidiera fue con su boca al centro del asunto, cuando siempre se hacía de rogar. Llegado el momento, la sintió más húmeda que nunca. Antes de terminar, ella se deshizo del abrazo y poniéndose a cuatro patas le ofreció la puerta falsa.

- ¡Pero si tú nunca has querido! – Se sorprendió el Onofre.

- ¡Empuja y calla! – Volvió a invitarle ella.

Y el Onofre acometió con todo el ímpetu del mucho deseo acumulado.

Luego, mientras fumaban el cigarro, el Onofre preguntó:

- Oye ¿Qué le pasa a la niña que la noto rara últimamente?

- Nada que no pueda resolver “La Apañá” con un poco de peregil.

- ¡Ah! Bueno, eso son cosas de mujeres.


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