He de confesarme amigos… odio a muerte de manera exagerada ese objeto tan tan molesto que existe para cuando llueve… es decir, el maldito paraguas. Lo odio desde hace millones de años, no es una cosa nueva ni es que me esté haciendo vieja. Es un odio que nace de mis adentros desde que debía tener uso de razón. Me horrorizan y me dan hasta miedo, y no es para menos pues las lesiones que puede causar un paraguas en tu ojo son tremendas.
Odio los paraguas y por eso no llevo y me mojo
Son un objeto incómodo, que tienes que cargar todo el día con él y mucho peor es cuando está mojado, que te empapa allá donde vaya tocando una vez cerrado. Es un arma letal sobre todo en manos de las ancianitas que al ser muy bajitas tienen la justa medida para que sus paraguas acaben dándome en mis ojos, la nariz o cualquier parte de la cara. Y encima tiene una misteriosa atracción por perderse o acabar en algún sitio olvidado. Es lo peor de lo peor entre los objetos que existen. Y yo por eso siempre me compro abrigos con capucha porque si puedo, me niego a llevar ese maldito trasto que como llueva en forma diagonal ni te tapa ni nada de nada.
Pero toda esta teoría mía sobre el odio a los paraguas la he tenido que dejar un poco de lado… el motivo ha sido Milán. Se ha empeñado claramente en que tengo que hacer uso de paraguas me guste o no porque, señores, aquí no para de llover. Maldito el día en que empezó a llover y decidió que no pararía ya nunca jamás. Lleva días lloviendo y sólo en algunos ratos nos deja un respiro (y los menos). Le da igual si es un placentero fin de semana o si te acabas de alisar el pelo. Le da igual que acabes empapado antes de llegar al trabajo y te pases media mañana en la oficina maldiciendo.
La lluvia se ha puesto en mi contra
Tanto está lloviendo que he tenido que vencer por dos motivos mi horror a los paraguas. El primero es obviamente que mi capucha viene muy bien si llueve poco, pero si no para de llover y así todo el día, acabo empapada allá donde voy (esa puede ser la consecuencia de que tenga ahora mismo la garganta como las montañas rocosas americanas). El segundo ha sido por mi supervivencia física. Vivir en Milán e ir sin paraguas significa que te llevas cada paraguazo de sobresaliente. Me han dado ya tantas veces con el paraguas que he decidido que el horrible objeto me va a valer para darme un espacio vital en el que sobrevivir mientras espero el tren o mientras estoy en una concentración.
Así que, consejo de amiga: si venís en época de lluvias, no os olvidéis bajo ningún concepto el paraguas, incluso si vuestro odio es mayor que el mío. Me lo agradeceréis, hacedme caso.