Revista Cultura y Ocio
Otra vez sumergido (no me gusta apartarme demasiado de ningún género) en el mundo teatral. Y con un autor de garantía, el inigualable Antonio Buero Vallejo, de quien releo En la ardiente oscuridad (Espasa-Calpe, Madrid, 2001), que tuve en las manos por primera vez durante mi etapa universitaria y que me dejó un fuerte sabor de boca. No hay palabras. De qué modo tan turbador nos pone ante los ojos el desgarro íntimo de Ignacio, quien vive torturado por una pregunta esencial, metafísica, honda: ¿por qué yo? ¿Por qué la ceguera? La verdad es que he estado un par de horas con la cabeza bullendo de interrogantes (quizá más que durante la primera lectura: será que me hago viejo). Sabemos que hay dolor, y desgracia, y angustias. Pero no sé hasta qué punto estaríamos capacitados para asumir la carga de uno de esos fardos pesadísimos. El pobre Ignacio se tortura repitiéndose la certeza de su desgracia, y lanza su odio y su rencor de animal herido contra todo y contra todos. Es el personaje más humano de la obra, porque es el más consciente. Carece de ese conformismo borgiano del ciego que se resigna. Es el más enrabietado, el más lleno de úlceras, el leproso de alma, el megáfono espiritual que vocifera su angustia en medio de la comedia risueña (falsamente risueña) de los otros. Es el nazareno ciego, porque carga con la cruz de todos, sin que ellos lo sepan o lo quieran admitir. Qué terrible lucidez la suya, qué aciago destino el de la videncia sin ojos. “No tenéis derecho a vivir, porque os empeñáis en no sufrir”. “Estoy ardiendo por dentro; ardiendo con un fuego terrible, que no me deja vivir y que puede haceros arder a todos”. “Puede que la muerte sea la única forma de conseguir la definitiva visión”.