En tiempos de tribulación no hacer mudanza. Conseja jesuítica muy al gusto de un país que hizo una policía -la Inquisición- que era al tiempo religiosa, ideológica y social. Muy eficaz. Su impronta la llevan marcada en las caras los rostros más duros – las caras más duras- del panorama político hispánico, aunque su comportamiento llega a todos los rincones. A las redacciones de periódicos que se ocultan detrás de la libertad de expresión para cercenarla. Y también a las cátedras universitarias, donde no pocos de los que dan lecciones a la sociedad nunca aplicaron sus recetas morales en su propia casa (pese a que, por ejemplo, han sido durante decenios directores de departamento o han tenido responsabilidades administrativas con capacidad de cambiar las cosas).
Han mandado algunos durante tanto tiempo que miran el mundo actual como una traición a su obra (cuando sería al revés: le correspondería a las nuevas generaciones pedirles cuentas por la herencia que dejan). Entonces, esos poderosos deciden no solamente no hacer mudanza, sino que levantan sobre piedra viejas convicciones no menos pétreas. Un lema que están aplicando en los medios, la política y la academia los que no terminan de entender que la Edad de Piedra no se acabó porque se acabaran las piedras.
Gente inteligente y sensata en sus quehaceres -la literatura, la filosofía, la historia, la politología- andan opinando en nuestros tiempos confusos y, al tiempo, ponen su ciencia al servicio de sentimientos asustados que producen la sensación, por tanto adjetivo y amenaza apocalíptica- de que están sobreactuando.
Acaba de publicar el profesor Álvarez Junco en El país (“Sobre la libertad”, 25/10/2016) una defensa de Stuart Mill, reduciéndole a lo que Isaiah Berlin llamaba “libertad negativa”, esto es, a defender que “Mientras nuestros actos no nos afecten más que a nosotros mismos, nadie tiene por qué imponernos ni prohibirnos nada”. Afirmación forzada que busca llegar por un camino recto a la condena de aquellos que niegan “la diversidad y el contraste de opiniones entre nosotros”. Esto es, a recordar aquello que decía Machado de que en España diez cabezas embisten y una piensa.
Sabe el profesor Álvarez Junco que la libertad negativa es la que no quiere que a nadie se le prohíba dormir debajo de un puente, al tiempo que se impida al Estado tomar medidas para que nadie tenga que dormir debajo de un puente (por ejemplo, con una política de vivienda social sostenida fiscalmente). Igual que vender un riñón o el hígado no es un acto de libertad individual sino una mercantilización social de la vida que nos compete a todos, el contrato social lo debiera discutir cada generación. Porque el enfado social siempre tiene explicaciones. Esa lectura de Stuart Mill hubiera convertido al profesor Junco en un defensor acérrimo de un proceso constituyente desde hace al menos una década, de la misma manera que le hubiera llevado a defender una política de memoria que asentara la democracia española sobre mimbres más fuertes que los actuales. Pero, aunque seguro que eso llegará, de momento ha ocupado su valioso tiempo en mandar al basurero de la historia a los estudiantes, como pasarela para advertir sobre los peligros que se ciernen sobre la democracia por culpa de Podemos. ¿Violencia? Me temo que, en la Universidad, hay más historial de violencia entre los profesores que entre los estudiantes.
La condena a los y las jóvenes que no dejaron hablar a González y Cebrián en la Universidad Autónoma -los llama matones, agotando un sustantivo que difícilmente podrá usar cuando revise sus propios textos que tanto nos han enseñado sobre el anarquismo y el matonismo patronal-, es, en verdad, un paso previo a la condena a Podemos. Sobre todo esto: condenar a Podemos.
Por supuesto, no a Cebrían, quien en nombre de la propiedad privada echa a los periodistas que le recuerdan la vinculación de su nombre a los Papeles de Panamá. Tampoco a Felipe González, quien condenó al silencio la verdad sobre el caso más terrible de corrupción de nuestro país -los crímenes de estado durante la guerra sucia, que arrastró a la democracia al nivel de los terroristas-, o que le negó a cientos de miles de abuelos que pudieran hacer posible casi lo único que les mantenía en vida -enterrar a sus seres queridos asesinados por defender la II República y que se reconociera el abuso-. Hay silencios que matan.
Claro que hay violencia en que se impida que alguien pueda hablar en la Universidad -y fue un profundo error de los que impidieron ese acto- pero no hay menos violencia cuando cientos de miles de estudiantes no pueden sentarse en las aulas porque las tasas se lo impiden, no hay menos violencia cuando la subcontrata de los servicios limita el acceso al conocimiento de los sectores populares -la sección de fotocopias de la Facultad del profesor Álvarez Junco lleva meses en el aire y las trabajadoras sin cobrar-, no hay menos violencia cuando el coste de los transportes, los retrasos en la sanidad, los desahucios, las preferentes o el vaciamiento de bienes públicos como las Cajas, impiden que el artículo 14 de la Constitución sea algo más que mera retórica. Pero esa violencia no parece que le preocupe a ningún catedrático ni sirve para explicar el deterioro de la universidad pública citando a Stuart Mill-.
No se trata, querido Álvarez Junco, de ninguna reclamación en nombre del pueblo, de la nación, del proletariado ni de la raza (que es la que está en ascenso en Europa). Cuando se le reprocha a Felipe González que bajo su gobierno tuvieron lugar los GAL, o que todavía hoy, en 2016, pueda colaborar para tumbar a un Secretario General elegido por las bases cumpliendo el mandato constitucional que obliga a los partidos a tener un funcionamiento interno democrático; cuando se pasea como lobbista que graba vídeos pidiendo favores a brokers iraníes del petróleo que tienen el dinero en Panamá al tiempo que fue responsable de las privatizaciones de los servicios públicos que ganaron los españoles, lo que se le reprocha se hace en nombre de la Constitución. La misma que patea Cebrián cuando despide a periodistas por mencionar su nombre ligado a los papeles de Panamá, cuando hace EREs disciplinarios o cuando fuerza editoriales en su periódico que doblan el brazo a los periodistas del diario porque no pueden perder su trabajo.
Defender la Constitución lleva a errores muchas veces. Y hay que evitarlo. En España el Tribunal Constitucional pensó que eran constitucionales torturas en instituciones del estado, cerrar periódicos o leyes de punto final, de la misma manera que piensa que son inconstitucionales en Cataluña leyes que son constitucionales en otros lugares del estado o que declara fuera de la Constitución -por la mínima- decisiones votadas por varios parlamentos. También se equivocaron los estudiantes de la Autónoma no dejando hablar al consejero de gas natural González y al antiguo jefe de informativos de la Prensa del Movimiento Cebrián. Pero los estudiantes estaban defendiendo la Constitución. Equivocándose pero defendiendo la Constitución. No estaban reclamando la superioridad de la raza, ni la verdad proletaria, ni lo guay que es ser español, español, español, ni apelaban a un pueblo con derecho a hacer lo que les diera la gana (como hacían Aznar, Rita Barberá, Rato, Bárcenas o Granados o los de las tarjetas black y los que han robado los 40.000 millones de rescate a la banca). Protestaban en defensa del artículo 14 de la Constitución, que dice que todos los españoles somos iguales ante la ley. Que hay gente que vota cada cuatro años mientras que los Cebrián y los González votan todos los días. Y si algo se les tuerce, pueden incluso tumbar a un Secretario General y poner una gestora que le regale el gobierno a un partido corrupto. ¿Y los matones son los estudiantes? Estaban, aunque de una manera que habrá que entender, defendiendo la Constitución. Y eso es muy saludable.