Revista Opinión

En la cárcel de la democracia: cantos de guerra

Publicado el 11 febrero 2012 por Eowyndecamelot

(Viene de) La noche había caído. Por el ventanuco de la amplia mazmorra de piedra, donde me hallaba en la más absoluta soledad, como si se hubiera reservado en mi honor, vi una luna llena que se derramaba por las calles de Damasco. Oí un sonido suave procedente de la puerta de entrada y comprendí aterrada que había llegado el momento; pero me equivocaba: en lugar del sultán, sus matarifes y sus instrumentos de tortura, quien había entrado era una joven morena, muy guapa, que se dirigió hacia mí sigilosamente. Cuando estuvo a mi lado me susurró:

-Sé que sois amiga del cruzado que estuvo aquí hace meses. Era un buen hombre. Deseo con todas mis fuerzas que se encuentre bien.

-¿Sabéis acaso dónde puede estar? –ella dudó-. No –la tranquilicé yo-, no pienso revelar su paradero, pero me gustaría poder encontrarlo si algún día, aunque nada parece indicarlo, salgo de aquí. La esperanza nunca se pierde… pero tenéis razón, no me lo digáis –no me fiaba de mí misma: era mejor que no supiera nada: así, pasara lo que pasara, hicieran lo que hicieran, no podría traicionarlo. Me mordí los labios: seguramente me estaba comportando como una verdadera pringada.

-No sé dónde puede estar –replicó ella-. Huyó con Samira, una de las chicas del harén.

Vaya. Eso sí que no me lo esperaba. Menudo mosquita muerta que estaba hecho el compañero.

-Ella tenía una misión –continuó la joven-. No era una de nosotras. Y quería que vuestro amigo la ayudara. Una misión importante, realmente importante. Algo por lo que estaba dispuesta a dar su vida… Creo que Samira ha muerto. Lo presiento. Y tal vez vuestro amigo ha muerto con ella.

Se me heló la sangre.

-No digáis eso. Tal vez hayan conseguido acabar con éxito la misión, sea la que fuera, y ahora están viviendo felices y comiendo perdices en cualquier sitio. Pero, en cualquier caso, ¿por qué me contáis esto?

Ella suspiró.

-Porque no quiero que muráis vos también.

-Bueno, en eso coincidimos -apunté yo.

-Alguien como vos no merece acabar así. Sois una guerrera, dueña de vuestra vida, no… -miro hacia el suelo, con tristeza- una cobarde esclava incapaz de rebelarse a su destino.

Sonreí con amargura.

-Pero criatura –le dije, pasando al tuteo-, no seas tan dura contigo misma. Nuestras circunstancias son diferentes y no podemos saber qué habría sido de nosotras si estas estuvieran intercambiadas. Yo le he tenido muy fácil en el fondo, siempre había alguna puerta por la que huir, aunque fuera hacia delante. Tú, sin embargo… Además, no tengo nada de lo que enorgullecerme. Peleo por dinero, y también me someto a mis empleadores por un par de monedas, dejando de hacer otras cosas que son más necesarias: no hay honor en eso.

Ella levantó la mirada: tenía los ojos húmedos. Acercó a mis labios una copa y yo, sedienta y confiada, bebí sin preguntar. Sentí una pesadez en los ojos, no sabía si por causa de la bebida o es que Morfeo me vencía después de aquel largo día llenos de vicisitudes. Casi entre sueños, escuché su voz alejándose.

-Si vuelves a verle, dale las gracias.

-No dejes que nadie te convenza de que no puedes ser la dueña de tu destino –le recordé yo, casi incapaz ya de articular las palabras.

No sé cuánto tiempo dormí. Mientras abría los ojos me sentí ligera, casi liberada: al principio pensé que la muchacha me había dado algún tipo de sedante que me permitiera aguantar mejor el dolor de la tortura; después comprobé que no era exactamente eso. Aunque mi sensación de alivio se vio gravemente menoscabada por la presencia de Gustaf, que estaba mirándome fijamente, a pocos centímetros de mi cara. Hice un gesto de repugnancia.

-¿Qué quieres, hediondo gusano? ¿No has tenido suficiente aún? Anda, acércate si te atreves que te voy a arrancar el ojo de un mordisco. Aunque luego me pase días vomitando.

Él no se dio por aludido.

-Eowyn, vas a hablar. El sultán vendrá pronto con sus hombres y te garantizo que no van a ser dulces ni amables contigo; es un gobernante liberal y amigo de su pueblo –sí, claro, como todos-, pero no es buena idea oponerse a sus deseos. Será mejor que hables. Por tu bien y por el nuestro.

No puede evitar soltar una risotada.

-Me siento conmovida por lo preocupado que estás por mi bienestar. Pero tonto del culo, ¿no te das cuenta de que le has vendido humo al sultán? ¿Qué pretendes que le explique, si nada sé? ¿Quieres acaso que me lo invente? ¿Acaso piensas que un hombre de estado bregado en batallas diplomáticas y que ha ganado guerras y conquistado castillos con la correlación de fuerzas no siempre a su favor se va a dejar engañar como un idiota por nosotros? Lo que deberías hacer es decirle que todo ha sido una volada tuya, pedir mi liberación y asumir las consecuencias de tu codicia y tu apresuramiento. Vamos, pórtate por una vez como un ser con una mínima categoría humana.

Pero él no parecía demasiado animado a seguir mi consejo.

-¡Sabes algo! –se empecinó, chillando como una mona histérica-. ¡Tengo pruebas!

-Los cojones tienes pruebas –rebatí yo-. Lo que te pasa es que estás cagándote de miedo. Os habéis metido en un lío, tú y tu amiguito, del que sabéis perfectamente que no vais a salir bien parados. Lo que me van a hacer a mí no va a poder compararse ni por asomo a lo que harán con vosotros –y, haciendo un teatral ademán de alzar mis encadenadas manos al cielo-. ¡Dios mío, quién lo iba a decir, existe la Justicia, al fin! No en las tierras de Castilla, Aragón y territorios limítrofes, por supuesto, pero sí en el resto del mundo! ¡Os van a dar para el pelo!

Aunque no entendió ni papa, obviamente, de mi exabrupto, lo esencial sí lo captó. Me echó las manos al cuello.

-¿Te atreves a negarme que esos extraños viajeros que preguntaron por ti ayer por la mañana, cuando estabas fuera de la ciudad, no venían de parte de tu amigo el templario? ¿Es que acaso no ibas a marcharte con ellos? Yo les dije dónde encontrarte.

Yo no salía de mi asombro ¿Unos extraños viajeros?

-¿Se puede saber qué estás diciendo? –incluso un inútil como él hubiera adivinado por mi expresión que todo aquello era nuevo para mí. Su expresión se trocó en una de aterrorizada decepción total.

-Entonces… ¡es cierto! ¡No sabes nada!

-Joder, hace tiempo que intento decírtelo –me resigné yo. Empezó a pasear por la celda como el proverbial león enjaulado. Al final se detuvo y me espetó.

- Tienes que decirles algo. Si no, nos matarán a los dos y no será precisamente rápido…

-… eso también hace tiempo que intento decírtelo –le interrumpí.

-¡Piensa! –continuó, sin hacerme caso-. Tú conoces a tu amigo. Sabes dónde podría estar. Dónde se escondería si tuviera que hacerlo.

-Cree el ladrón que todos son de su condición. Él no se escondería. Plantaría cara –respondí yo, orgullosa. Pero no podía quitarme de la cabeza a aquellos extraños viajeros que me buscaban con los que al final, no sabía por qué, no había llegado a coincidir. ¿Los había enviado él? Si era así, ¿por qué no había venido en persona? ¿Y dónde podía haberse metido? Era de suponer que no se había refugiado en Chipre, después de las últimas derrotas cruzadas, pues entonces el sultán ya le había localizado… Vamos a ver, pensé, él huyó de aquí a principios de verano. ¿No hubiera sido lógico que hubiera querido reunirse con sus compañeros en Sidón, si es que la misión de Samira no le llevaba a otro lugar? Miré a Gustaf: maldición, ellos sabían mucho más que yo. Y lo peor es que ni se daban cuenta.

-Me niego a atrapar una jaqueca por pensar para ti –negué con determinación-. Que él esté donde le haya llevado el viento. Nunca te ayudaría a descubrirlo, ni aunque fuera más fácil de lo que es. Aunque me maten de la peor manera, jamás seré tu cómplice.

Pensaba que Gustaf iba a tener un acceso de rabia, pero se limitó a mirarme con impotencia y luego paseó en círculos por la mazmorra, de nueva. Era evidente que deseaba decirme algo y al mismo tiempo dudaba si era la opción más inteligente. Pero al fin…

-En Sidón, tu amigo se hizo con un objeto de poder que el sultán desea. Algo que solo puede tener la persona más poderosa de este mundo, y todo apunta a que el sultán puede llegar a serlo. Si cayera en otras manos…

Tal vez vosotr@s consideréis que mi situación no era para tomármela a broma. Y seguramente tenéis razón. Pero tras escuchar afirmaciones como la que acababa de oír, solo me quedaba una alternativa, y efectivamente esa es la que adopté: sufrir un ataque de risa, una risa más amarga que alegre, aunque con potencia tal como para despertar no solo a los habitantes del castillo sino a todo el vecindario, si las paredes de aquella celda no hubieran sido tan gruesas. Gustaf se quedó mirándome con la boca abierta y, creo yo, con un hilillo de baba chorreándole por la barbilla.

-¿Y qué va a suceder si el pretendido objeto de poder cae en otras manos? ¿Es que acaso otorga el poder de hacer la Revolución y triunfar en el intento? Gustaf, ¿te estás oyendo a ti mismo? La verdad, me has decepcionado. Nunca te he pensado que fueras demasiado listo, pero al menos creía que tenías un cierto criterio. Y ahora me vienes con objetos de poder. ¿Quieres que te enseñe un verdadero objeto de poder? Pues aquí tienes: ¡mira, hago magia!

De un rápido movimiento de manos y pies, me liberé de mis grilletes: hacía un rato que me había dado cuenta de que estaban abiertos: la joven del harén, amiga de Samira, se había arriesgado a perder la vida por el recuerdo de la amabilidad de mi viejo compañero de armas y, tal vez, por mí. Pero a Gustaf no se le ocurrió una explicación tan racional.

-¡Eres una bruja sierva del Diablo! –me señaló con pavor-. ¡Vade retro, Satanás! ¡Socorro, a mí la guardia! –Gustaf siempre me había guardado bastante respeto: creía que yo sería capaz de vencerle con mis solas manos a pesar de mi evidente desventaja física. Y no se equivocaba.

-Puedes gritar todo lo que quieras, traidor. Esto es lo que en siglo XXI se llamará una estancia insonorizada. Ven, que te voy a dar objetos de poder. Mis puños, por ejemplo –le golpeé sin piedad, no era el odio el que me movía, tenía demasiados candidatos al aborrecimiento como para preocuparme de un pusilánime de aquel nivel. Pero me interesaba dejarlo fuera de combate cuando antes-. Eres un estúpido. ¿Ni siquiera puedes emplear la religión y las supersticiones para mantener austeros, sacrificados, serviles y contentos a los oprimidos de la Tierra, como hace toda la gente de tu calaña, esos gobernantes corruptos e insultantemente ricos a los que sirves? –no dejé de golpearle hasta que cayó al suelo-. ¿También tienes que creértelas? Has caído en tu propia trampa, tú y los que son como tú fomentan la falta de información, la falta de debate, la ausencia de ideas propias; sois los que queman libros, lo que cierran las escuelas de los pobres o las dejan sin recursos. Pero la filosofía que os habéis inventado os ha acabado dominando. ¡Entérate bien! No hay objetos de poder místicos, ni magia, ni un paraíso donde nos redimamos, ni un Dios bondadoso que hace permite estas salvajadas, como las Cruzadas y sus consecuencias, por nuestro bien! Ni siquiera hay bien en esta Tierra, no hay amor ni amistad, solo gente que se esfuerza por aprender y tiene el valor de asumir que estamos solos y abandonados aquí y que solo nos resta hacer lo que podamos e intentar colaborar, y por otro lado seres como tú, cobardes que pretenden conjurar el miedo a base de acumular riquezas y poder sin cuento. ¡Me dais asco! Aunque me alivia el pensar de que no os queda mucho tiempo de dominio. Solo unos pocos siglos. Y te prometo que me encargaré personalmente de que llegue vuestro fin –ya en el suelo, yo le pateé los riñones con algo más de fuerza de la que hubiera deseado: la tremenda injusticia del sistema al que él servía dócilmente me sublevaba. Pero al final pude respirar hondo e intentar contenerme.

No podía perder más tiempo. Aprovechando que lo había dejado sin posibilidades de defenderse, le quité la ropa, le vestí con mi sucia y rota camisa, le arrastré hacia la pared y cerré los grilletes en torno a sus tobillos y muñecas. Él soltar débiles lamentos mientras yo me vestía con sus ricos ropajes de estilo árabe (que, por suerte, estaban limpios y casi hasta perfumados; el siglo XXI me ha acostumbrado a la higiene y no hay mañana en que no me tire un buen caldero de agua por la cabeza, al menos si encuentro agua y leña para calentarla). Desde luego, él era mucho más repugnante que sus hábitos. Y así, con la cabeza baja y el turbante ocultando mi pelo, amparada en la oscuridad y confiando en que ninguno de los soldados de la guardia se diera cuenta de que la ropa me iba un par o tres tallas grande o advirtiera algún atributo femenino asomando por ahí, me dirigí a la puerta del castillo, saludé y salí tranquilamente, rogando a los dioses paganos en los que no creo por el bienestar de la joven que me había salvado y prometiéndome que volvería a buscarla; de momento, ella estaba a salvo: sabía que toda la culpabilidad de mi huida recaería en Gustaf.

De pronto, me hallé en las calles de Damasco, rodeadas por el desierto cercano cuyo aroma se me presenta como una llamada a la aventura. Sobre la sugerente y acogedora urbe medieval, bella y sensual como el juego de luz y brillos de los diamantes y fuerte como la voluntad de luchar sin descanso, no tan diferente a las del siglo XXI, se me superponen otras imágenes; las salvajes instantáneas de otras ciudades cercanas, Homs y Alepo, víctimas de bombardeos y atentados con armas modernas en una guerra tan absurda como todas donde aunque algunos creyeran luchar por la libertad, solo iban derecho a una tiranía mayor, y ni siquiera más solapada. Nada merece ese precio, nada, y menos que si se ha subvertido la rebeldía de un pueblo en aras a unos intereses foráneos muy distintos. Tenía que volver al maldito siglo XXI, volver e intentar evitar, con las escasa armas de las que disponía, que se perpetuara la lógica de la guerra intervencionista, en Siria, Irán o donde fuera, ahora que los imperialistas, tras manipularnos con su crisis, se creen fuertes para emprender acciones para las que no se habían sentido preparados antes, a pesar de sus enormes deseos.

Y, sin embargo, algo me empujaba a quedarme allí. Para advertir a mi loco amigo de que la baratija a la que había echado el guante era considerada algo capital para mucha gente; sí, a aquel descerebrado que no sabía meterse en líos sin arrastrarme a mí a ellos, por cuya culpa había estado a punto de sufrir “algo peor que la muerte”, y que por si fuera poco andaba por ahí holgando con las huríes del paraíso de Alá mientras yo tenía que renunciar a nobles y hermosos caballeros por ir a buscarle. Malditos intereses particulares, por estúpidos que sean siempre acaban oponiéndose al bien común.


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