Revista Opinión

En la ciudad de las banderas IX

Publicado el 16 marzo 2020 por Eowyndecamelot
En la ciudad de las banderas IX

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La incursión debía de estar saliendo bien, porque los templarios aún no estaban entrando. Me pregunté si estarían muriendo como lagartijas, y cuántos de los que yo conocía estarían en el suelo con las tripas asomando.

(viene de)

Aprovechando la confusión de aquella piara de gorrinos, y el hecho de que la mayoría de ellos estaban aún lejos de mí, eché a correr lo más rápido que mis piernas me lo permitieron, que fue bastante. Y es que, cuando a mis extremidades inferiores les murmuras la orden de huir, ni el cansancio, ni el frío, ni las dificultades del camino son tan graves como para impedirles que la cumplan. Les gusta la vida tanto como a mí, presumo, o quizá es que no tienen ganas de exponerse a la incertidumbre del más allá; no en vano mi viejo maestro, el anciano cura del pueblo, me decía siempre que ellas habían de ser mi mejor arma. Vi que, más tranquilo al verme a salvo, y habiéndose desembarazado con facilidad de sus captores, que ahora vagaban despistados como una pandilla de ocas huérfanas, Christophe se echaba al viejo médico sobre los hombros y se apresuraba a desaparecer por una callejuela.

Yo no paré hasta dejar de ser visible por mis perseguidores. Corrí por las calles vacías, donde sólo algún rezagado y los famosos reticentes, buscando atrincherarse en algún lugar, imaginé, circulaban. La incursión debía de estar saliendo bien, porque los templarios aún no estaban entrando. Me pregunté si estarían muriendo como lagartijas, y cuántos de los que yo conocía estarían en el suelo con las tripas asomando. Me pregunté también que tal les iría a Ferran, Roger y el resto de hombres de mi mesnada. Tengo que salir, pensé. No sé que haré cuando traspase esa puerta, pero tengo que salir. Lo que importa es que los habitantes de la ciudad están a salvo. ¡Malditos templarios! ¿Por qué han tenido que ponerme en esta disyuntiva? ¡Yo nunca quise decidir! Me sentí perdida: volvía a no reconocer, en aquella oscuridad casi total porque la mayoría de las antorchas estaban apagadas, la ciudad donde llevaba viviendo meses y a la que, a pesar de todo, estaba comenzando a aclimatarme. Pero, como siempre, los templarios tenían que venir a destruir todo lo que yo amaba. Acabaron con el Bernard que yo conocí, en aquellos lejanos y gloriosos días de nuestras correrías por los territorios de la Corona de Aragón. Fueron los causantes indirectos de la muerte de Guifré y la traición de Isabel. Destruyeron mi futuro. Y ahora, además de poner sus ojos en el inocente Yannick, que evidentemente no sabía dónde se estaba metiendo, planeaban ocupar una ciudad en lo que yo había encontrado mi sitio… Afortunadamente, la luz de la luna llena me guiaba y, tras errar por varios callejones, con mi sentido de la orientación tan inútil como era habitual, al enfilar uno de ellas, vislumbré al final los muros de la ciudad. Hacia ellos me dirigí, a más velocidad aún a la que había mantenido hasta entonces cuando, repentinamente, algo o alguien me agarró de de los faldones del gambesón, haciéndome detenerme en seco, y, antes que pudiera hacer algo por evitarlo, el mismo algo o alguien me arrancó el cinturón, pateó mi espalda al unísono, y me tiró al suelo unos cuantos codos más lejos, haciendo que el yelmo, que llevaba bajo el brazo, saliera disparado. No me pareció la mejor manera de adelantar camino, la verdad. Tras volver a colocarme bocarriba con dificultad, ya que el patadón al menos me había roto una costilla, comprendí que sí, que realmente todo había sido demasiado fácil. Y que yo, como iba siendo demasiado común últimamente, no iba prevenida. Me había negado a tener en cuenta que faltaba una figura fundamental en mi historia jerosolimitana, y que, siendo aquél indudablemente su final, debería de aparecer de un momento a otro. La vida no suele ser tan redonda como los romans corteses y los cantos juglarescos, y normalmente cuenta con un argumento muy mal escrito y tramas concomitantes sin ningún sentido. Pero es que yo tenía mala suerte. Muy mala suerte. Si el personaje era negativo para mí en algún sentido, se presentaría. Y se presentó.

-Hola de nuevo, zorra. ¿Ya te has cansado de comerles la polla a todos los hombres de la guardia, y ahora te vas a probar suerte con los templarios? -me soltó el individuo con un risita estúpida, y apuntándome con su espada a la cara

Le vomité mis palabras.

-Y tú ¿te has cansado de esperar escondido en algún cagadero a que los invasores pasen sin advertirte, porque es el único lugar en la ciudad donde tu hedor puede pasar desapercibido? -me burlé desde el suelo.

Gauthier (porque, naturalmente, era él) pareció congestionarse como si estuviera a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Todo su cuerpo se crispó, igual que si de pronto se hubiera convertido en enorme y feo basilisco, y me pareció que iba a abalanzarse sobre mí tan encolerizado que ni acertaría a pincharme. Pero, paulatinamente, como obedeciendo al dictado de una voz interior, fue recuperando su ya bastante repugnante aspecto habitual. Incluso su voz parecía controlada cuando me habló, aunque la rabia asomaba por las pausas entre sus sílabas.

-Eres más imbécil aún de lo que me imaginaba si crees que las palabras de alguien como tú pueden insultarme -escupió en mi dirección, pero yo esquivé el asqueroso proyectil con más diligencia que si se hubiera tratado de un cubo de aceite hirviendo desde lo alto de una muralla, reptando hacia atrás con la vista puesta a la izquierda, donde reposaba mi espada, y seguida muy de cerca por él. Esperaba el momento de poder rodar para alcanzarla. Pero aún no: él estaba demasiado próximo y la punta de su filo apuntaba directamente a mi ojo derecho… -. No entiendo cómo mis compañeros pudieron pensar que valía la pena follarte. Ni si no hubiera más mujer en el mundo. Y además, verte tan dispuesta me quita las pocas ganas que pudiera tener. Lástima que no suelo dejar las cosas a medias -en aquel momento, y con una celeridad que no me hubiera esperado de él, envainó la espada y sacó un cuchillo del cinturón. Se inclinó y me lo puso en la garganta al tiempo que se inclinaba en mi oído para regurgitarme un murmullo lleno de veneno-. Pero lo que me consolará es que voy a hacértelo de una forma que no te va a gustar

Tragué saliva. La punta que horadaba la piel de mi cuello no me permitía seguir mirando mi espada con el rabillo del ojo. Ahora tenía que mantener toda mi atención en él. Bajé el volumen de mi voz

-Tu opinión sobre mí tampoco es que me preocupe demasiado… Pero no pierdas más tiempo. Haz lo que has venido a hacer. Y hazlo rápido.

Advertí un punto de desconcierto en su mirada. A pesar de su discurso misógino, no parecía esperar tanta resignación por mi parte. Me cogió por la axila con su otra mano, sin apartar la daga de mi cuello, y me levantó del suelo.

-Buscaremos un sitio más tranquilo. No será difícil. La ciudad está vacía, aunque no creo que lo esté durante mucho tiempo. Los templarios están siendo masacrados allí afuera después del cobarde ataque de tu queridas milicias, que no tardarán mucho en regresar triunfantes -el pensar que la suerte que sin duda me esperaba iba a ser compartida en breve por mis antiguos amigos no me consoló en aquel momento. Él continuó-. Sí, tenemos poco tiempo. Pero pienso aprovecharlo bien. No imaginas lo que va a dolerte lo que pienso hacerte….

-¿Y no te has parado a pensar que es así como me gusta?

Le sonreía con con una ironía cruel. Me había parado en seco, resistiéndome a ser arrastrada por él a los soportales. Otra vez vi aquel pequeño destello de sorpresa en sus ojillos de ratón. Hundió el cuchillo un poco más en la piel de mi cuello. Un reguero de sangre se coló entre mi túnica y mi camisa.

-No serás tan valiente cuando acabe contigo -habló con dureza, mientras sus dedos se hundían en mis costillas, sin soltarme el brazo. Me forcé a aguantar si emitir ni un quejido ni hacer un gesto de dolor.

-Pues empieza. Demuéstralo. Demuestra que eres un hombre de verdad -le susurré con asco, sin siquiera tomar aliento-. Pero no lo harás. Te mueres de gana, pero no lo harás. ¿Y sabes por qué? -me estaba dejando llevar por el instinto. Sabía, desde el fondo de mi cerebro, que la curiosidad le impediría agujerearme el gaznate si mi conversación despertaba su interés (o su cólera). O, al menos, eso esperaba.

-Pero ¿qué estás diciendo, estúpida? -me sacudió fuertemente, si apartar los dedos de mis costillas, mientras el cuchillo trazaba un recorrido algo más largo sobre mi garganta.

-¡Porque no tienes tiempo de hacer lo que quieres! -estallé yo, sin hacerle caso-. Violarme no estaba entre las órdenes que has recibido, ¿no?

Su momentánea expresión de extrañeza volvió a aparecer. Pero esta vez se quedó unos segundos más. Yo continué hablando. Mi tono de voz era casi travieso

-Pero quizá sí que puedas hacerlo. Allá afuera las cosas no van a acabar tan rápido. Si vas a matarme por obligación, al menos podríamos hacerlo agradable para los dos, ¿no? Vamos. Sé que tienes tantas ganas como yo… -sólo esperaba una pequeña vacilación. Si apartaba el cuchillo sólo unas pulgadas más, mi mano libre le iba a hacer cosas por allá abajo, aunque no precisamente las que él hubiera deseado, pero de momento no podía arriesgarme. Sin embargo, él no reaccionaba. Hasta que, de pronto, su boca se torció en un rictus salvaje, y me empujó tan fuerte que me hizo caer

-¡Zorra de mierda! ¡Te maldigo! ¡A ti, y a todos tus ascendientes, y también a tus descendientes, aunque no los llegarás a tener! Me avergonzaste, mataste a mis amigos, ¿y aún pretendes que joda contigo? Yo he venido a matarte, y esto es lo que haré. ¡Muérete, asquerosa maldita puta, muere!

Se lanzó hacia mí con el cuchillo en la mano. Pero su cólera me había dado el tiempo y la distancia que necesitaba, y pude rodar para amagar su puñalada. La fuerza de su impulso le hizo perder pie, y yo aproveché el instante en que estuvo a punto de caer para levantarme de una salto. Estábamos ahora más igualados, pero mi situación seguía siendo difícil: estaba desarmada, y a él la rabia le otorgaba una velocidad inusitada. Yo esquivé sus envites como buenamente pude, intentando acercarme a mi cinturón, pero él, no tan ciego como para no ver mis intenciones, se interponía continuamente entre él y yo. Corría el peligro de recibir más cortes que una res antes de asarla, y de hecho los estaba recibiendo: tenía ya una cuchillada superficial en mi mejilla, y un tajo tan fuerte en el antebrazo había rajado incluso mi gambesón y llegado hasta casi el hueso, eso sin olvidar que el corte del cuello me seguía sangrando. La única opción que tenía es alejarme de él lo suficiente como para arrancar a correr sin temor a que lanzara el cuchillo y tuviera la buena suerte (no para mí, claro) de acertar. Aunque también…

-¡Esto no es sólo por mí! -grité apresuradamente entre viaje y viaje de su filo-. Es por Blanca, ¿verdad?

Escrutaba atentamente su cara en el momento de pronunciar el nombre de mi archienemiga. Su labio inferior se contrajo levemente durante un segundo. Sólo un segundo.

-¿Se puede saber qué estás haciendo? Quédate quieta ya. ¿Acaso no ves que vas a morir de todas maneras?

Sí, hombre. Y si hace falta, me escribo yo el epitafio y me cavo la tumba. ¿No te jode?

-Está bien. -era difícil hablar y esquivar dagazos. No sabía durante cuánto tiempo podría hacerlo-. Voy a morir, sí. Al menos, deja que muera sabiéndolo. Todo esto es idea de Blanca, ¿verdad? Alguien tan felón como tú no se atrevería a enfrentarse a solas conmigo, ni siquiera desarmada. Tiene que haber una razón de peso. De tanto peso como una bolsa de dinero.

Afortunadamente, a mitad del párrafo anterior había dejado de atacarme, pendiente de mis palabras. Si no, a ver quien era la guapa que soltaba un monólogo tan largo en aquellas circunstancias… Él fijó unos ojos llameantes en mí.

-Pero ¿qué te has creído que eres? No vas a saber una mierda de mi boca.

¿Se podía considerar aquello una confesión?

-Pues entonces, ¡corre! Sean quienes sean que venzan, entrarán pronto, y entonces quizá no puedas matarme. ¿No querrás perder la recompensa prometida?

No pensé que iba a provocarle tan fácilmente. Pero, a pesar de ser plenamente consciente de mi juego, creo que su codicia le suministró la imagen mental de una bolsa de oro huyendo a toda velocidad de él. Así que redobló el ritmo de sus ataques, con el acicate de su frustración, su ira y su terror de seguir en la ciudad si la situación de la batalla se confirmaba favorable a Jerusalén y a alguien se le ocurría realizar una limpieza étnica de cristianos posibles partidarios de los templarios. Pero sin que la desesperación le hiciera ser menos preciso. Yo ya no tenía más plan ni ninguna posibilidad de salir de ahí, y solo me restaba esperar que mi proverbial mala fortuna creara un infierno sólo para mí, con tabernas donde se sirviera agua en lugar de vino y otras torturas semejantes. Hasta entonces, había mantenido a raya el agotamiento, pero comprendí que éste estaba a punto de afectar a mi agilidad y a mi rapidez. Y entonces, yo sí, hice algo desesperado. Vi como el siguiente embate iba directo a pinchar mi corazón como una guinda en un banquete, pero sin ninguna connotación de fin’amors. No lo pensé. Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, cogí el filo de su daga con la mano izquierda y tiré de él con toda la fuerza que me habían dado varios meses comiendo y bebiendo bien y entrenándome regularmente. Él se venció hacia mí lo suficiente como para que me alcanzara a estamparle un buen puñetazo en su mandíbula y, casi simultáneamente, girar el cuchillo hacia su cuello de manera que varias pulgadas de él se hundieron en la carne, haciéndole caer al suelo con la cabeza colgando de su tronco como la puerta de una taberna de sus bisagras después de una patada de Christophe con varias jarras de vino de más.

Lo único que lamento es que dejó este mundo demasiado rápido.

Y allí me quedé, empapada por la sangre disparada a chorro de mis dos últimos grandes antagonistas, con sus cadáveres yaciendo muy cerca de donde yo me encontraba, y sabiendo que yo nunca les había vencido, sino que ellos habían sido derrotados, quizá, en el fondo, por sí mismos. Que el cerdo de Gauthier hubiera acabado muriendo por su propia arma al intentar acabar conmigo era irónico, y a la vez una metáfora. Había bastante justicia poética en todo aquello, pero, al mismo tiempo, yo no me sentía satisfecha.

Porque los verdaderos responsables, cada uno a su manera y en bandos distintos, estaban aún vivos.

(continuará…)

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