Revista Opinión

En la ciudad de las banderas V

Publicado el 25 mayo 2019 por Eowyndecamelot

En la ciudad de las banderas V

(viene de)

Aquello parecía las Ramblas de Barcelona del siglo XXI en un día festivo de verano. En todas direcciones, especímenes humanos del género femenino de todos los tipos posibles circulaban, sin prestar (afortunadamente) ninguna atención a una servidora; todo lo más, recibí alguna mirada despistada que luego fue a enfocarse en algún otro objeto más interesante, tras catalogarme como la última adquisición del harén del gobernador. Aquello rebajó un tanto mi nivel de nerviosismo pues, en un buen principio, el plan de Guillaume me había parecido absurdo. ¿Cómo iba a pasar desapercibida en un ambiente donde el cuerpo de la mujer es un instrumento para la estética y el placer y, por consiguiente, la totalidad de sus integrantes gozan de abundancia de atractivos físicos, en calidad y cantidad? El mío nunca ha sido nada parecido, ni pretendido serlo; mi cuerpo es un instrumento, sí, pero para la lucha, entrenado para matar o, al menos, para no que no me maten. Pero el que pasara tan desapercibida entre ellas demostraba que ninguna persona es tan fea en realidad si tiene de su lado a una considerable cantidad de afeites y a hábiles esteticistas; además, la ropa que llevaba puesta, con sus telas llenas de pliegues, volúmenes y caídas, daba prestancia, según el gusto medieval, a mis magras curvas, que seguramente en el siglo XXI serían calificadas como poco menos que síntoma de obesidad mórbida. O quizá es que realmente era casi imposible distinguirse entre aquella multitud de mujeres, entre las que, para gustos colores, alguna debería de haber cuyo aspecto no correspondiese al canon estético más mayoritario, como bien podría decirse, diplomáticamente, de mi pobre persona. A pesar de que el zalamero de Guillaume se esforzara siempre en asegurarme que yo no estaba nada mal.

Mientras me distraía con aquellos pensamientos, procuraba orientarme en aquel laberinto del lujo, siguiendo las indicaciones de Guillaume para encontrar los aposentos de Blanca y su dama: izquierda, derecha, otra vez derecha, de nuevo izquierda… A pesar de todo, no me sentía nada mi segura en aquella personalidad, inspirada en la de la hermosa juglaresa Asha de Tortosa, la creación de Omar y Ferran que Guillaume había tenido la oportunidad de conocer después de su regreso de la tumba: temía que, si alguien me ojeaba con suficiente atención, algo en mí proclamaría a los cuatro vientos: “Eh, soy una mercenaria cristiana de moral relajadilla y vengo aquí a exterminaros por pertenecer una raza de coeficiente intelectual inferior. Mejor matadme entre terribles sufrimientos antes de que sea demasiado tarde”.

-¿Se puede saber quién eres tú?

Mis peores miedos acababan de materializarse. Las palabras procedían de los gordezuelos labios de un enorme eunuco, surgido de detrás de unos cortinajes, que me había tomado completamente por sorpresa, obligándome a emitir un gritito que me quedó muy femenino y muy mono, tan metida estaba yo ya en mi papel. Aunque también se debía a que, desarmada como estaba, me iba a ser prácticamente imposible quitarme de encima a un tipo que medía de ancho casi lo mismo que yo de alta, sobre todo si llamaba a sus amigos de la guardia. Bajé la mirada, la mar de recatada y sumisa.

-Hace poco que estoy aquí -dije con una vocecilla de lo más dulce, en un árabe penoso con marcado acento de Huesca-. Me han dicho que tengo que servir a la señora cristiana.

-Estoy a cargo de todas las nuevas esclavas y no te visto nunca. Y nadie me ha avisado de tu presencia -comprendí que estaba hablando más para sí mismo que con deseos de informarme. Pero lo importante es que todo apuntaba a que el plan de Guillaume no había contemplado a aquel celoso responsable de las esclavas que mi proverbial mala suerte había hecho que se cruzara en mi camino, como si no hubiera trabajo que hacer ni lugares que recorrer en aquellos amplios aposentos.

-Desconozco lo que ha sucedido, señor…

-¿Acaso te he pedido tu opinión?

Callé. Al parecer, me las estaba viendo con el típico sirviente resentido que, tras haber sido ascendido a un puesto de algo de más responsabilidad de la que había tenido hasta el momento, se desquitaba con los suyos en lugar de rebelarse contra los de arriba. Un obrero de derechas, vamos. Él cogió mi barbilla entre los dedos de una mano gordinflona, y la alzó.

-Yo te conozco… -los rasgos diminutos, enclavados, muy próximos, en el centro de su cara de luna, se contrajeron en un intento de recordarme-. Sí, te he visto, y no aquí.

Conservé los ojos bajos.

-Puede ser, señor.

Mantuvo mi barbilla levantada, escudriñándome el rostro. ¿Dónde realmente creía que me había visto aquel individuo? Los de su clase no acostumbraban a salir mucho del palacio ni a frecuentar tabernas, al menos seguro que los mismas donde yo solía acudir. ¿O es que sencillamente desconfiaba de mis rasgos occidentales, visibles aunque disimulados por los afeites de mi maquillador personal? ¿Era de aquello a quienes todo lo cristiano les parecía perverso, al igual que a buen grupo de mis compatriotas les parecía repugnante todo lo musulmán? ¿O es que me había hecho famosa? Tras unos segundos en aquella actitud, me empujó hacia atrás, con desprecio.

-Anda, vete -dijo solamente.

Y entonces sucedió lo que de ninguna manera hubiera tenido que pasar. Guillaume, que me conoce bien, me había advertido que no me metiera en líos, que siguiera sus instrucciones de manera estricta, y que me abstuviera de ser creativa o impulsiva. Pero hay cosas que no se pueden evitar. O, mejor dicho, que yo no puedo evitar. Al empujarme, fui a parar contra una ornamentada columna, cuyas molduras se clavaron en algún punto sensible de mi espalda; el dolor que sentí fue tan intenso que una rabia sorda me acometió como un alud incontrolable, y antes de que pudiera impedírmelo a mí misma, ya había lanzado un gancho de izquierda a la mandíbula del eunuco, dejándole momentáneamente confuso; en mi justificación diré que se debe haber sido una mujer, y sufrir en múltiples ocasiones tratos parecidos a aquel, para saber lo que se siente; aunque he de decir que ninguno de los que así intentó comportarse conmigo sobrevivió demasiado, al menos con todas las partes de sus cuerpos intactas. Pero aquella mole oscura y cabreada ya se había recuperado y me mirada con el mismo tanto por ciento de estupefacción y odio.

-¡Maldita seas, bruja! -o algo así; no soy tan buena con los idiomas como a veces presumo, y a pesar de los largos meses transcurridos en Tierra Santa, el árabe aún se me resistía un poco (en realidad, un poco bastante). El eunuco acompañó sus palabras con un alarido, lanzándose hacia mí con la cabezota por delante, como si tuviera complejo de ariete y quisiera derribar la puerta de algún castillo que se resistiera a ser tomado. Pero era tan lento como grande, y sólo tuve que apartarme un poco para que su cocorota se estampara contra la misma columna que tanto daño me había hecho, dejándola, por otro lado, tan maltrecha como ella a él. El gobernador no me perdonaría jamás el destrozo que se estaba produciendo en sus elementos arquitectónicos por mi culpa, cosa que, como comprenderéis, me preocupaba muchísimo. Entonces, el tipo se volvió hacia mí, sangrando por una ceja y con fragmentos de yeso adornándole la cara y, tras lo que me parecieron varios sapos y culebras arrojados contra mí, creí entender entre sus palabras algo que me sonó como, en traducción para todos los públicos, “ahora sí que la has hecho buena, niñata”. La situación tomaba progresivamente un cariz menos alentador; de hecho, me parecía casi imposible que alguien no hubiera oído ya el estrépito y sólo pude atribuirlo a las dimensiones de aquellas estancias, pero aquello, desde luego, no duraría. El individuo me lanzó, en aquel momento, un puño hacia la cara, que pude esquivar con facilidad, y luego otro, que me costó más sortear y que me rozó la mejilla: la ira le concedía una rapidez y una precisión que antes no le había visto. El pasillo por el que me estaba haciendo retroceder terminaba en una pared, y cuando intentaba tomar la bifurcación que me llevaría hasta el siguiente tramo, caminando de espaldas y solamente con subrepticias miradas hacia lo que había a mi espalda, calculé mal y choqué con la aguda esquina, lo que mi atacante aprovechó para golpear mi estómago con su puño e intentar sujetar mis manos detrás de mi espalda. En aquel caso concreto, no iba a servirme el socorrido truco de levantar la rodilla y clavarla en su huevada, así que opté por pegarle un cabezazo en las narices. Eso, un puñetazo en la mandíbula y una patada en el costado le llevó a dormir el sueño de los justos, aunque no lo fuera en absoluto.

Miré a mi alrededor y escuché con atención: no se oía nada, de momento, lo que significaba que aún tenía una oportunidad de salir de allí, con Blanca y sin más obstáculos. Rápidamente, busqué algún sitio donde pudiera esconder al eunuco para ganar tiempo, y di las gracias que pude reencontrar, en mitad del corredor, aquellos cortinajes de los que había surgido, que daban paso a una pequeña habitación sin ventanas cuya función no me quedaba muy clara. ¿Espiar a las mujeres, tal vez? Sin querer perder más el tiempo discerniendo sobre aquel asunto, arrastré hacia allí el cuerpo inanimado de aquella simbiosis entre ser humano e hipopótamo, lo que me costó las energías acumuladas para toda una semana, rogando que no se despertara ni fuera descubierto antes de tiempo. Una vez hecho esto, ordené mi ropa y seguí el camino, intentando recordar el mapa mental que me había hecho, y que tras la reciente experiencia había empezado a desdibujarse, haciéndome cruces de que nadie hubiera sorprendido mi amistoso intercambio de opiniones con el eunuco: aquella buena fortuna, tan extraordinaria en mi vida, no podía durar mucho, seguro. Por fin, vi la puerta a la que correspondía la estancia que daba cobijo a la intrigante mujer a la que había venido a rescatar, y allí me dirigí a toda prisa, pensando que ni en mis peores pesadillas podía haber imaginado que, algún día, consideraría la habitación de Blanca como un refugio. Empujé la puerta y entré, para encontrarme con la embajadora no oficial de la Corte de Aragón dando paseos leoninos por toda la extensión de la sala, mientras otra mujer, muy joven y desconocida para mí, parecía concentrada en una labor de aguja, sentada en un escabel junto a la gran cama. Yo me planté ante ellas, no sin antes cerrar la puerta tras de mí, y les dije:

-¡Sorpresa!

Blanca estaba completamente patidifusa. Vaya, por fin había logrado arrancarla de su zona de confort, como suele decirse. Tal vez aquella aventura iba a tener sus compensaciones.

-¿Quién demonios eres tú? -me espetó al fin, siempre tan amable, mientras su dama de honor levantaba los ojos hacia mí, con escaso interés.

-Vuestra salvadora, señora. Por cierto, no tenemos tiempo que perder. Como se suele decir, si queréis vivir, acompañadme… ¿de qué me suena eso? Bueno, es igual. Arreando, que es gerundio.

-Pero… ¿se puede saber…? -se acercó a mí y me miró fijamente. Tardó apenas un segundo en reconocerme, y entonces el desconcierto la apabulló-: ¡Tú! -exclamó, casi gritando-. ¿Qué se supone que estás haciendo aquí? Y… ¡por la santa Virgen! ¿Cómo se te ha ocurrido ataviarte de esa guisa? -la nueva dama se levantó, con aspecto de sentir algo más de curiosidad que antes, y se aproximó a nosotros, aunque sin prisas.

-Ya os lo he dicho: todo esto es para sacaros de aquí. Seguidme sin hacer preguntas y os aseguro que en menos de lo que tarda un monje en beberse diez jarras de vino ya estaréis a salvo. Venga ya, que estoy comenzando a impacientarme.

Ella puso los brazos en jarras.

-No sé cómo has entrado aquí ni por qué se te ha ocurrido hacerlo, pero puedo asegurarte que antes caería en las manos de un horda de musulmanes que no hubieran visto a una mujer en años que en las tuyas.

Dios mío. Y yo que algunas veces hasta había pensado que era inteligente. Me armé de una paciencia que estaba lejos de sentir.

-Pues he entrado por el mismo lugar que vos vais a salir. Y la razón por la que se me ha ocurrido hacerlo es porque me lo ha pedido vuestro querido Guillaume, a quien vuestra seguridad le preocupa realmente. Y yo era la única persona a quien podía recurrir.

Como me imaginaba, no era muy difícil convencerla si invocabas el nombre de su obsesión. Tras mirarme unos momentos con chulería, pareció ablandarse.

-Está bien -gruñó, a pesar de todo -. Debo recoger algunas cosas…

-Nada de equipaje –le solté-. Os iréis con lo puesto. En el lugar al que vamos -mentí descaradamente- ya se os proveerá de todo lo necesario -abrí la puerta-. Seguidme en silencio y, por favor, que no parezca que estáis huyendo. Intentad aparentar naturalidad. Señora Blanca, sé que sois muy ducha en fingir lo que se os antoje, así que no creo que os sea complicado. Adelante.

Podía oír su indignado murmullo a mis espaldas, cosa que en absoluto iba a quitarme el sueño. Con más ojos que un monstruo mitológico, abrí la marcha, tratando de controlar mi nerviosismo. Y es que no era lo mismo correr aquella aventura sola que hacerlo con aquella pareja de cortesanas pánfilas; de Blanca, con su personalidad, además de casi psicopática, emocionalmente impredecible, no me fiaba ni un pelo, y la joven damita, aunque tenía un aspecto ingenuo y bondadoso (lo que nunca había visto en ninguna de las acompañantes de Blanca hasta el momento, tenía que reconocerlo), parecía, tras mis últimas palabras, asustada como un ratoncito.

-Veo que tenéis dama nueva -dije, para intentar serenar los ánimos, o tal vez no-. ¿Qué fue de la anterior?

-Se casó -dijo Blanca, a regañadientes.

-Vaya por Dios. La verdad es que os duran bien poco, a pesar de lo amable jefa que sois. Deseo verdaderamente que sea feliz. Dado lo encantador de su carácter, jamás hubiera podido imaginar que encontraría a algún incauto dispuesto a caer en sus redes. Aunque también habría que ver cómo es el interfecto en cuestión. Vale, señoras, ya estamos llegando. Unos pasitos más y estaremos a salvo. Seguid así que vais muy bien.

Un alarido infrahumano resonó, en aquel momento, a nuestras espaldas, detrás de la esquina que acabábamos de doblar. Me pareció reconocer la vocecilla desafinada de mi reciente contrincante, que al parecer se había despertado inoportunamente de su siesta. Algo que me pareció un estrepitoso entrechocar de hierros lo coreó, como un eco lejano. Me volví hacia las dos mujeres, a las que el terror había despojado de la capacidad del habla; aquel hecho me habría alegrado, en lo referente a Blanca, en cualquier otra circunstancia.

-Corred -las insté-. Corred como si os fuera la vida en ello. De hecho, os va. Venga, ¡volad!

Las tres nos precipitamos pasillo arriba con prisa indecorosa, remangándonos nuestra incómodas faldas. Menos mal que carecíamos de público que pudiera contemplarnos, porque no hubiera sido nada divertido unir al peligro en el que estábamos la burla general, dadas nuestras ridículas pintas. Los gritos de guerra que nos perseguían se iban haciendo más cercanos. Unos codos más allá se hallaba la puerta que daba al cuarto de los trastos y al túnel lleno de cascotes que ahora me parecía el lugar más paradisíaco del mundo, pero no creía que fuéramos a llegar a tiempo. Me detuve un momento.

-Adelantadme -les ordené-. Abrid esa puerta, al final del pasillo. En línea recta, encontraréis un agujero. Meteos por él y esperadme. Y no se os ocurra quejaros del polvo y los escombros. Vamos.

Ellas, temblorosas, me obedecieron, y yo me quedé atrás. Seguí corriendo, derribando a mi paso todo lo que encontré: estatuas, jarrones que se lucían en diferentes hornacinas, colgaduras de pesado terciopelo, todo marcó el camino de mi huida; esperaba que el gobernador no le pasara la cuenta de daños y perjuicios a mi amadísimo monarca Jaume, porque ni toda la inmortalidad posible me iba a dar para pagar aquel dispendio. Iban a alcanzarme, y yo tenía que evitarlo por todos los medios: no sólo porque no saldría viva, o al menos libre, de un enfrentamiento, dado el número de enemigos a los que me enfrentaba, sino porque no podía permitir que el secreto del túnel templario quedara al descubierto, y tampoco abandonar su suerte a Blanca y a la doncella en un túnel lóbrego y desconocido, aunque solo fuera porque le había prometido a Guillaume que las rescataría. Pero los tenía pisando las ricas telas que arrastraba tras de mí. Sus alientos removían mi cabellos sueltos y adornados con hilos de oro bajo los velos. Estaban ahí.

Los sentí totalmente presentes y tuve que girarme: mis perseguidores acababan de hacerse visibles, apareciendo por el recodo del corredor que tenia tras de mí y encabezados por el indignado y chillón eunuco; decidí que era mejor no contarlos para no deprimirme. ¿Cómo había podido conseguir en tan limitado lapso de tiempo avisar a tantos hombres armados? Evidentemente, las medidas de seguridad en aquel serrallo eran más férreas de lo que se podía deducir a simple vista. Desesperada, me detuve en seco: no quedaban más que un par de pasos para llegar a la puerta del trastero, y a mi libertad, pero aquella libertad me estaba vedada porque el plan que tenía yo para los túneles no contemplaba hacerlos públicos en aquel momento. Ellos se acercaban a mí, rugiendo e intentando apartar obstáculos, entre maldiciones y juramentos, mientras yo retrocedía sólo un poco, temiendo que si me alejaba de la puerta ya no sabría encontrarla y me encontraría perdida en aquel entorno hostil Y sin embargo… y sin embargo tuve la tentación, durante un largo instante, aunque todo aquello se desarrolló en realidad en muy escasos segundos, de abrir la puerta y marcharme y confiar en despistarlos en el túnel, pero… algo, en el último momento me lo impidió: probablemente mi escasa inteligencia, mi tendencia a fastidiarla en el último momento, o mejor, a fastidiarme a mí misma. Tenía sólo un segundo para decidir lo que debía hacer. Sólo uno. Y no podía escaparme de ellos sin desaparecer.

Desaparecer.

Un nube de locura pasó por mi mente. Desaparecer, sí. De pronto, recordé el apelativo que me había dirigido mi amigo el responsable de las esclavas y, súbitamente, con gestos ampulosos, extraje del interior de mis ropajes una redoma con algunos de los polvos que Guillaume había empleado para oscurecer mi pálida vez casi cantábrica (y que me había dado por si necesitaba hacerme un retoque en el maquillaje), diciendo, en mi malhadado árabe.

-¡Soy una bruja cristiana -destapé el envase- y ahora voy a desaparecer! -continué en aragonés-. Abracadabra pata de cabra, y ¡hasta luego, amigos! -vacié la botellita en el aire como si estuviera tirando confeti, y soplé sobre el contenido creando una nube que me ocultó. Cuando el polvo se hubo disuelto en el aire, sólo quedó un pasillo vacío y una puerta cerrada por donde yo, de ninguna manera, podía haber salido. En el interior, después de cerrar y atrancar la puerta, me guardé la llave que me había dado Guillaume, y que los habitantes de la Torre de David llevaban buscando meses sin éxito, encendí la antorcha y me apresuré a salir por la abertura para reunirme con mis rescatadas, que me esperaban en la más absoluta oscuridad, temblando de terror. En realidad, la gran señora Blanca directamente lloraba a moco tendido creyendo que en breve sería ensartada por las afiladas armas de los guardias, tanto en un sentido real como figurado.

Sí. Decididamente, aquella misión había tenido sus compensaciones.

(continuará).

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