Revista Opinión

En la ciudad de las banderas VIII

Publicado el 02 marzo 2020 por Eowyndecamelot
En la ciudad de las banderas VIII

Bosque de Brocelandia, conquista templaria de Jerusalén, Edad Media, Eowyn de Camelot, ficción histórica medieval, historia medieval, Jerusalén, novela histórica, relatos

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La soledad de las calles de la Jerusalén evacuada…

(viene de)

La celda de Guillaume estaba llena a rebosar de pertrechos para la batalla, tanto textiles como de acero, de todas las tipologías imaginables y de varias tallas. Pero, además, había ropas de campesinos, ciudadanos y nobles, tanto cristianos como musulmanes, en la cual estaban representados todos los gremios y clases existentes en Jerusalén y parte del extranjero: imaginé que nos hallábamos en el cuartel general dedicado a las misiones de espionaje a las que tan aficionado era el controvertido bretón. Christophe y yo nos proveímos de camisas, calzas y túnicas, entre las que afortunadamente encontré ropa de mi talla. En cuanto a armadura y armamento, rematé el atuendo con un gambesón y una brigantina de cuero, sólo un poco mayores que mi medida, y cogí una espada larga y otra a una mano, aparte de un yelmo cerrado que ocultaba la mayor parte de mi rostro y que me calcé sobre una crespina. Christophe, por su parte, eligió una cota de malla bajo un gambesón, que adornó con una sobrevesta de color rojo por pura vanidad (“son los colores de mi casa”, aseguró), y tomó una gran espada y un enorme escudo. Una vez convenientemente ataviados, salimos al exterior. Mi compañero miró en ambas direcciones del túnel con algo de desconcierto.

-Sería interesante encontrar algún signo que nos indicara como salir de aquí. ¿No te parece?

Mi instinto de orientación no era ninguna maravilla, pero decidí aplicar la lógica.

-Seguiremos por donde ha marchado el templario -sugerí yo-. Tal vez, más adelante, algún indicio nos orientará. O al menos eso espero. No son tontos esos individuos, aunque a veces lo parezcan, y no creo que horadaran un túnel demasiado intrincado y laberíntico si querían utilizarlo para escapar.

El capitán se encogió de hombros y asintió. No obstante, le veía pensativo, y le entendía. No era más que un mercenario, como yo, pero la fidelidad a los que le habían contratado y a la ciudad en la que llevaba viviendo varios años estaban librando una dura batalla contra la admiración que de niño sentía por los templarios, tan habituales en su Champaña natal, además del hecho de saber que el intento de reconquistar Jerusalén obedecía a un fin, tal vez no honorable pero al menos sí constructivo. Aparte de que yo tenía la sensación que entre el bretón y el de Troyes había surgido cierto entendimiento. Aunque que el primero hubiera drogado al segundo y lo hubiera encerrado en una celda subterránea atado a un poste de hierro no era lo mejor para cimentar una amistad, hay que reconocerlo.

El pasillo del túnel, por donde yo abría la marcha seguida de mi compañero, sosteniendo ambos sendas teas robadas de unos de los pebeteros que habíamos dejado atrás, descendía con pocos recodos. Las antorchas, que yo supuse que los guardias de Blanca se habrían encargado de prender poco antes para orientar a los jerosolimitanos en su huida, se difuminaban en la niebla que formaba el polvo de décadas recientemente levantado, y parecían fuegos fatuos que marcaran un itinerario casi mágico. Yo pude apreciar montones de huellas que iban en ambas direcciones, lo que confirmaba que aquellos pasadizos habían sufrido una gran actividad hacía poco tiempo, aunque el hecho no me orientaba hacia el camino a seguir. No obstante, el escaso número de túneles secundarios, como yo ya había podido apreciar a mi llegada en manos de los esbirros de Guillaume, me hacía pensar que íbamos por el único camino posible hacia la salida o salidas. Le comuniqué mis conclusiones a Christophe, que seguía anormalmente callado.

-Sobre lo que dijiste antes, en la celda… Aquello de que ya no tenías tan claras tus lealtades…. -le interpelé yo, decidida a averiguar por dónde fluían sus pensamientos.

-Estaba pensando justo en ello en esto momento.

Notaba su respiración agitada en mi espalda, como si cabalgara al ritmo de sus reflexiones.

-He tenido muchas dudas durante estos días. La ciudad se volvía loca y a mí me fastidiaba tratar con fanáticos y estúpidos. Y lo que he oído de tu amigo el bretón no me ha ayudado mucho. Demasiadas conspiraciones. No me gusta. Yo soy un hombre sencillo. Peleo, y luego cobro.

A continuación se hizo un silencio. Pareció como si el champañés se estuviera dando impulso antes de efectuar un peligroso salto.

-Pero yo juré que defendería Jerusalén, Eowyn, y eso haré -concluyó-. Y creo que tú también. Ahora se ha convertido en tu ciudad. Te ha acogido. Con todas su miserias, te ha dado un lugar en que quedarte, gente con la que estar. Y lo sabes.

Me pareció atisbar algo ante mí, y adelanté la antorcha.. Pero fue una falsa alarma.

-Sin embargo, debemos ayudar a los templarios a sacar a la gente por los túneles -le recordé.

-Eso por descontado. Pero luego, iremos a luchar al lado de los nuestros.

Me detuve un momento para mirarle, y asentí. A veces tomar partido era asquerosamente sencillo. Seguí adelante y entonces, a pocos pasos, lo vi.

-Y parece ser que ya no vamos a tardar mucho en comenzar. El túnel acaba aquí. Y hay unas escaleras.


Tal vez definir aquello como “escaleras” había sido prematuro y, desde luego, muy benévolo. Se trataba más bien de una serie de escalones excavados de mala manera en la misma roca del subsuelo de la ciudad, desiguales, empinados y exageradamente estrechos que ascendían en espiral hacia, esperábamos, la anhelada superficie.

-Voy delante -dijo Christophe, muy seguro de sí mismo-. Si hay algún peligro allí arriba, me corresponde enfrentarme a él antes. Para algo soy el guerrero de mayor graduación. 

-Todo tuyo -contesté, cediéndole el paso. No pensaba interferir con lo que él creía su deber, aparte de que no creía que nos estuviese esperando algo diferente a un infecto sótano. Así que subimos trabajosamente, mientras yo advertía a Christophe que no se le ocurriera resbalar, caerse y aplastarme con su gordo culo si en algo estimaba su vida, y él me respondía con pullas parecidas. Por fin, llegamos a una trampilla, que pudimos levantar fácilmente e izarnos por el hueco. 

Estábamos, como era previsible, en uno de los sótanos de la ciudad, el menguado espacio ocupado por los cimientos de la casa, bajo su suelo de tablas de madera. A la luz de mi antorcha me pareció divisar bultos cubiertos con telas que en cualquier otro momento me habría detenido a curiosear. Mientras yo miraba a mi alrededo, Christophe descubrió una escala de cuerda que colgaba de un agujero del techo, tapado por una estera de mimbre. Y, de pronto, ya estábamos en la vivienda, humilde pero no mísera, en la que el desorden imperante por doquier apuntaba a que sus habitantes habían salido como si les persiguiera el mismísimo Satanás con toda su corte.  Christophe adoptó una actitud atenta.

-¿Oyes eso? -presté atención y, con tristeza, asentí. Un rumor ahogado de entrechocar de hierro mezclado con gritos humanos, de ira o de dolor, y relinchos de caballos aterrorizados, se oía en lontananza. Era un sonido que Christophe y yo conocíamos bien-. Ya han comenzado Vamos tarde.

Pero, antes de que tuviéramos tiempo de reaccionar, otro sonido, más cercano, iba incrementando su volumen justo en el exterior de la vivienda. Nos apresuramos a abrir un ventana, y entonces vimos una enorme comitiva que se aproximaba, rodeada por unos cuantos individuos en cuyas sobrevestas, a la luz de las antorchas, me pareció advertir el escudo de Blanca. Y, detrás de ellos, divisé a alguien más.

-¡Oh, maldita sea! -exclamé, precipitándome fuera. 

-Admiro tu valor, pero ¡tampoco es necesario que te lances de cabeza a que te maten! -exclamó Christophe, que me siguió de todas maneras. En un santiamén me planté delante del grupo. Vi que la mayoría eran ciudadanos y ciudadanas jerosolimitanos, excepto los sempiternos guardias de Blanca, que me miraron como si no supieran que hacer conmigo, y una figura, la misma que me había parecido ver antes, que se destacó de la multitud y salió a mi encuentro, con actitud de desconfianza.  Me apresuré a quitarme el yelmo, y su mirada se iluminó, de alegría y sorpresa.

-¡Eowyn! Pero ¿qué haces aquí? Me dijo Guillaume que estabas… bueno, a buen recaudo. Conociéndote, debería haber dudado. Pero ¿cómo has conseguido escapar? 

Seguía siendo el mismo adolescente con el que había hecho amistad por las peores tabernas del puerto de Barcelona. Sin embargo, algo, quizás imperceptible para todos excepto para mí, había cambiado.

-Yannick… -dije con resignación-. No me digas que a ti también han conseguido meterte en este soberano berenjenal. Pensaba que tenías más juicio -de pronto, una súbita certeza me iluminó-. Espera. No me vas a decir que eres uno de ellos, ¿verdad?

Él hizo una mueca de niño cogido en falta. 

-¡Vaya, y yo que creía que te haría ilusión! Ya sabes, las aventuras que hemos corrido todos juntos en los últimos años me han hecho conocerles muy bien, y… -bajando la voz-. Sí, en breve tendré mi iniciación como sargento templario. Pero -previendo mi indignación- no te pongas a gritar como una loca que entre esta gente nadie lo sabe. Sólo faltaría que se enteraran que los mismos que están intentando entrar en su ciudad son los que les ayudan a salir de ella. No se fiarían.

Oía a mi compañero chasquear la lengua detrás de mí: lo que estaba averiguando acerca de mis amigos de Barcelona le estaba resultando algo chocante. Yo reprimí mis deseos de despotricar contra El Temple en general y cada uno de sus integrantes en particular: no era el momento.

-Hablaremos más adelante sobre el tema, puedes estar seguro. Mientras tanto, ¿lo tenéis todo controlado? ¿Necesitáis ayuda?

-No -aseveró-. Estos que ves son de los últimos grupos que faltan por ponerse a salvo, y ya mismo entramos en el túnel para salir más allá de la puerta de Jaffa. En realidad, ya sólo quedan los reticentes, aunque bastante numerosos, he de decir. Pero contra esos no podemos hacer nada.

-¿Reticentes? -se extrañó Christophe, que dio un paso adelante para intervenir en la conversación-. Pero ¿por qué? Son gente civil. Cualquier cosa parecida a un guerrero está allá afuera. No lo entiendo. ¿Es que no se fían o quieren morir?

Yannick arrugó el ceño. 

-En esta ciudad pasa algo raro. Lo sentí desde el principio. Hay personas que actúan como si se hubieran trastornado. Me recuerdan a aquellos viejos caballeros que encontrábamos en las tabernas, Eowyn, veteranos de mil batallas y con demasiados horrores en la imaginación, que no podían pensar con claridad debido a la cantidad de vino que llevaban años metiéndose en el cuerpo. Pero aquí es diferente. La gente no está obsesionada con la muerte, sino con el odio. No les basta con escapar con vida ni la promesa escrita del Maestre de que recuperarán todas sus pertenencias o serán indemnizados. Algunos quieren quedarse. Quieren morir. Quieren ser mártires del odio -volvió a bajar la voz- que les profesan a los templarios. No quiero decir que queramos que nos amen: no en vano hemos venido aquí a trastocar su modo de vida. Pero tanto odio… es demasiado, incluso en estas circunstancias.

No, evidentemente ya no era el muchacho malcarado de los bajos fondos. Con los templarios había aprendido a algo más a que a manejar bien la espada. Respiré hondo. Una idea pugnaba por tomar forma en mi mente.

-Demasiado odio, ¿verdad? Demasiado odio para haber surgido por sí mismo…. -dije para mis adentros.

-¿Cómo? -preguntaron al unísono Yannick y Christophe.

-No importa… Está bien. Si todo está controlado aquí, creo que saldremos fuera. Los nuestros nos necesitan.

El antiguo pirata meneó la cabeza.

-Estáis ganando -dijo con tristeza-. No creo que sea necesario.

Yo le apreté el hombro.

-Me conoces poco si crees que dejaré a los míos en la estacada… arriesgándome a perder el generoso estipendio que me espera si lucho con ellos… No te preocupes, Yannick: si he llegado hasta este punto, significa que no voy a morir hoy. Tal vez mañana o pasado, pero no hoy. Vamos, entrad en la casa ordenadamente, y tened en cuenta que hay un par de tramos sin antorchas. Las encontraréis al lado de la escala de cuerda. Venga, nos veremos cuando acabe esta locura.

Él me miró con dolor.

-Hasta pronto, Eowyn -adiviné que tras esa despedida había más deseo que seguridad. Pensé que, conociendo lo enorme de mi sufrimiento cuando pierdo a mis amigos, eso no me ayuda a cuidarme más para que no sean ellos los que tengan que lamentar mi pérdida. Es una forma de egoísmo, o quizá me cuesta creer que ellos me extrañarán tanto como yo a ellos. Sonreí a Yannick y le saludé con la mano, antes de disponerme a marchar, seguida de Christophe. Pero, repentinamente, alguien salió de la fila.

Se trataba de un muchacho de apenas 10 años, cuyas ropas evidenciaban que su vida no era fácil. No parecía viajar con su padres, y pensé que los más probable es que hiciera tiempo que los perdió, o que quizá nunca los tuvo. Se dirigió a mí con decisión y algo de timidez.

-¿Eres Eowyn?

Asentí con la cabeza y me aproximé más a él.

-¿Por qué me lo preguntas?

Señaló a Yannick, que estaba organizando la entrada en la casa. Pensé por una momento que después de aquella evacuación los templarios tendrían que horadar nuevos accesos y dinamitar los existentes. No tiene sentido tener una ciudad perforada con túneles secretos si los conoce casi la totalidad de la población.

-Oí que él pronunciaba tu nombre. Hay un hombre -continuó sin solución de continuidad-. Reunió a muchos niños de la calle y nos pagó para buscarte.

Le miré, extrañada.

-¿Cuándo fue eso?

-Un par de horas antes de que nos dijeran que debíamos abandonar la ciudad. Yo no te encontré en los lugares que él me dijo, y entonces decidí marcharme.

-Pero ¿por qué ese hombre me buscaba?

-Me dijo que tenía un mensaje urgente para ti. Era algo así como “Recuerdos del médico” -el chiquillo se encogió de hombros mientras yo palidecía.


Yo me precipité en dirección a un lugar que los últimos días había tenido la oportunidad de conocer muy bien, tan rápidamente que Christophe tardó en alcanzarme. Cuando lo hizo, tiró de mi brazo izquierdo para detenerme y me sujetó de los hombros.

-¡Espera! ¿Qué es lo que te ha dicho ese niño? ¿Qué demonios pasa ahora por tu cabecita? ¿Es que no puedes pararte un momento, ni siquiera para decirme lo que sucede?

De un tirón me libré de él y seguí corriendo, instándole con un gesto a seguirme a la carrera.

-¡No hay tiempo que perder! ¡Es el médico!

-¿El médico? ¿Qué dices ahora? -contestó él, asombrado y entre jadeos. 

-¡Van a por él, estoy segura! ¡Oh, por todos los infiernos, ojalá me equivoque! 

-Pero… 

-Te lo explicaré luego. Ahora, ¡corre! 

De pronto, todas las informaciones que había recibido últimamente cristalizaron en mi mente. Mártires del odio, les había llamado, con su pintoresco lenguaje recientemente adquirido entre los pobres caballeros de Cristo, el antiguo pirata de todos los mares. Demasiado odio, había dicho yo. Claro. No era sólo el ataque a Omar. Tenía que haber elementos infiltrados en esa ciudad dedicados a atizar el odio. En ambos bandos. Blanca -de quien una vez creí que su odio a los templarios era personal, familiar y/o económico, y sí, quizá fue así en un principio-, Blanca, digo, o quien estuviera por encima de ella, había llenado la ciudad de voceros de la intolerancia religiosa, reclutándolos entre los que lo eran ya por puro fanatismo o por dar sentido a unas vidas fracasadas, sin olvidarnos, claro está, entre los que buscaban sus proverbiales 30 monedas. Por eso algunos de ellos congeniaban a pesar de su supuesta y opuesta ideología. Como el violador latino y supuestamente cristiano Gauthier, y Ahmed y Alí, los guardias mamelucos a las órdenes de Roger.

Aunque aquellos tres, o al menos los dos últimos… tal vez tuvieran órdenes suplementarias

-Es todo mentira -compadecida de la incertidumbre de Christophe o, tal vez, imposibilitada de contener el arrollador flujo de mis pensamientos, tuve que interrumpir mi silencio, sin dejar de correr y casi sin poder respirar-. Más aún de lo que me imaginaba en un principio. Sí, demasiado odio para haber surgido por sí sólo. Toda esta gente que alborotaba en contra de los templarios, al menos los instigadores, está pagada por Blanca. Ella sólo deseaba encender el odio entre los jerosolimitanos de tal manera que se unieran todos contra los invasores, contra su desesperado, poco abundante en efectivos y casi patético intento de reconquistar la ciudad. Quiere unirles contra ellos, lo mismo que Saladino unió a las tribus del desierto. Pero no lo hace por solidaridad hacia Jerusalén. En absoluto. Y desde luego, le importa un ardite que la consecuencia de esto haya sido destruir la convivencia en la ciudad. Vamos, Christophe, sigamos! 

-De acuerdo, todo esto es muy interesante, de verdad, y veo que esa Blanca vuestra es de lo peor. Pero ¿puedes explicarme por qué hace todo esto y cómo es que crees que el médico está en peligro?

Entrábamos ya casi entrando en las intrincadas callejuelas cercanas a la Puerta. Oh, por favor, que no fuera demasiado tarde… 

-Es lo que estoy intentando -repliqué-. Ya oíste a Guillaume. Creemos que Blanca es una espía del rey de Francia. Como Esquieu, aquel al que atrapamos en Tortosa antes de que vertiera informaciones que podrían haber hundido al Temple… 

-… entre ellas, que uno de sus altos cargos había roto sus votos precisamente con una muchacha a la que ambos conocemos muy bien… O eso se rumorea por ahí… Pero sigo sin comprender a dónde nos dirigimos y qué tiene eso que ver con lo que te ha dicho ese chicuelo.

Pero yo ya no podía pasar un momento más compaginando la cháchara con la carrera.

-Espero que nada -rematé.


Arribábamos ya a las primeras estribaciones del barrio al que me dirigía. Nos sorprendieron, como en toda la ciudad, las puertas abiertas, los objetos desperdigados por las calles evidenciando una huida que no siempre había sido tan ordenada como habrían deseado sus organizadores: los planes de los templarios, al igual que todos los planes que intentan ser lógicos y funcionales, suelen darse de bruces con la estupidez humana, conducida por el miedo y el resentimiento. Me sentí confusa, por un momento: no era fácil para mí todavía, a pesar de los largos meses transcurridos, orientarme en la ciudad, y el aspecto apocalíptico de aquellas calles me las hacía, de momento, irreconocibles. Pero, sin embargo, no tuve que esperar mucho.

-¡Allí!

El grito de mi compañero me despertó de mis reflexiones. Al girar una esquina, su aguda vista había captado el resplandor de una llamas, un segundo antes de que lo hiciera yo. Comprendí.

-¡Por todos los demonios de infierno!

Me detuve y e intercambiamos una rápida mirada. Nada más: él había comprendido. Tácitamente, redoblamos el ritmo de nuestra carrera. Y, de pronto, aquel terrible escenario que yo había prefigurado se mostró en todo su terrible esplendor.

Alrededor de la casa del médico, había una barrera compuesta por muebles destrozados y otros útiles, recogidos del suelo o saqueados de las viviendas abandonadas. Detrás de ella, un grupo de mamelucos, ataviados con sus mejores pertrechos de batalla, aguardaban. Nos aguardaban. En segundo plano, vi cómo uno de ellos mantenía inmovilizado a un vapuleado médico, con una daga en su cuello. El aspecto del pobre hombre era tan lamentable que casi se me paró el corazón. Y, de pronto, Ahmed emergió del grupo, esbozando una enorme sonrisa sardónica a modo de arma suplementaria, seguido de Alí. 

Quitándome el yelmo, para que no quedara ninguna duda acerca de mi identidad, me planté ante él con la mano alzada hacia el pomo de mi espada larga, que llevaba en bandolera. Ardía en deseos de desenvainarla, voltearla y cortarle la cabeza, todo en el mismo movimiento. Mi sangre hervía de tal modo que sentía que comenzaba a burbujear por encima de mi piel. Oía, a mi lado, la respiración agitada de Christophe, que evidenciaba que su estado de ánimo era similar. Por el rabillo del ojo vi que se disponía a dar un paso adelante y hablar, y le puse una mano en el brazo para detenerle. El guardia, ahora, parecía algo confuso, y nos miraba de arriba abajo.

-Entonces, habéis venido -hablaba como si no acabase de creérselo. ¿Tal vez el plan no era suyo, entonces? ¿Lo había pergeñado alguien que me conocía mucho mejor, que sabía que yo era tan tonta que no abandonaría a un amigo en una zona de disturbios? Blanca no podía haberse enterado de nuestro altercado, estando como había estado entonces presa en los dominios del gobernador. Entonces, ¿quién o quiénes eran los vicarios de Blanca en la ciudad? 

Pero Ahmed continuó.

-Aunque esperaba que hubierais llegado antes. Porque yo sabía que erais un par de cobardes -escupió la palabra- aunque no hasta este punto. Me habéis decepcionado un poco pero, en fin, bien está lo que bien acaba. Ahora observar cómo muere su amigo.

El traidor arrebató el baqueteado cuerpo del anciano de manos de su esbirro, salió de la barricada con él, siempre con el cuchillo en su cuello, y se acercó a nosotros. Antes de que Christophe pudiera hacer el más mínimo movimiento, y todo al mismo tiempo, avancé un paso, le apreté más fuerte el brazo con la mano izquierda, y con la derecha desabroché la hebilla de mi pecho. La bandolera, con todo su contenido, espada incluida, cayó al suelo. Christophe soltó una maldición y quiso de nuevo sacar la espada, pero le lancé un rápido Confía en mí que le hizo detenerse, aunque a regañadientes. Mientras tanto, Ahmed y sus secuaces continuaban inmóviles, algo desconcertados por mi acción.

-Muy bien. Mata a un anciano desarmado, y luego a una pobre mujer desarmada. Adelante. Mata al viejo y mátame a mí. ¿No son esas tus órdenes, acaso? ¿Que yo muera? Ni siquiera mi amigo se opondrá.

Volví a apretar el brazo del aludido, que comprendió, por fin. Oí el ruido de su acero golpear contra el suelo.

-Mira si te lo ponemos fácil. No queremos seguir viviendo sintiéndonos culpables de la muerte del anciano. Somos así de absurdos. Así que adelante. Poco honor te reportará el hecho, sin embargo, cuando se sepa, que puedo asegurarte que se sabrá, y probablemente tu caché de mercenario caerá en picado -traducción para el siglo XXI-. Pero supongo que no te importa, ya que la persona que te ha contratado suplirá con creces ese inconveniente.

Noté cómo rechinaban sus dientes. Abandoné mi tono irónico y dije con más gravedad. 

-Si sueltas al anciano, te prometo que podrás matarnos con honor, pues venderemos caras nuestras vidas. Si no, me temo que te vas a quedar sin la poca reputación que te resta.

Vaciló un segundo, aún haciendo rechinar sus dientes. Por fin, soltó al médico, y lo empujó hacia Christophe. En cuyos brazos cayó. Éste, rápidamente, lo sostuvo y le hizo sentar en un poyo cercano, antes de recoger su espada. Yo ya estaba en guardia. Sonreí sardónicamente. 

-Ahora soy toda vuestra. 

-Lo serás -me contestó mi contrincante, en el mismo tono-. Antes de morir. Cuando no puedas defenderte. Mía y de todos. 

-Me encanta tu optimismo -rematé, mientras un turba de degenerados se precipitada contra nosotros. 


Puedo decir, sin envanecerme, que ninguno de los sicarios de los guardias, al menos en pequeñas dosis, nos hubiera durado ni a mí ni a Christophe ni un segundo. El problema era que había muchos (no me hagáis contarlos ahora, pero os prometo que había para dar y vender). Y además venían todos a la vez: nada de hacer cola caballerosamente, esperando a que el enemigo termine con el compañero, o al revés, como se ve en las películas: está claro que nadie desaprovecha nunca una ventaja, cuando la tiene, y en este caso el guardia y su tropa mal pertrechada, peor armada, y con aspecto de realizar un entrenamiento continuo las 24 horas, pero en la taberna. la tenía, y era considerable. Les iba manteniendo a raya con mi espada larga, y me cepillé a unos cuantos casi sin esforzarme. Procuraba medir mis movimientos para no cansarme demasiado, y eso era arriesgado, ya que no estaba realizando mis espectaculares esquivas de siempre, sino que me meneaba lo justo para no resultar herida, porque sabía que si no conservaba mis fuerzas no podría aguantar esa oleada. Pero lo peor era que, tal como vi por el rabillo del ojo, Christophe estaba en una posición peor que la mía. Y es que la mayor parte de los efectivos se habían concentrado en el contendiente que, a primera vista, parecía ofrecer más peligro, y naturalmente, el tipo grande y barbudo imponía más que la mujer pequeña. Tenía que ayudarle: Christophe era uno de los mejores guerreros al lado de los cuales he tenido el honor de luchar, pero le rodeaban por todas partes y apenas podía contenerlos. Además, su reciente herida tampoco ayudaba. Pero ¿cómo hacerlo, si ni siquiera podía ayudarme a mí misma? Casi no podía pensar mientras me los quitaba de encima, controlando mis movimientos para que fueran exactos, prefiriendo defenderme antes que atacar para intentar cansarlos a todos antes que ellos a mí (ímproba labor), concentrándome en el más mínimo error que pudieran cometer para enviarles a reunirse con Satanás, y cuidando nunca quedar demasiado ni por demasiado tiempo expuesta. Pero tenía que hacerlo. 

Me empleé a fondo. Dicen de mí en los mentideros que soy hábil y temeraria, casi invencible. Lo que no saben es que toda esa pericia y ese arrojo me lo concede, precisamente, el apego que le tengo a esta puñetera vida terrenal y el terror que me inspira el vacío de la muerte. O sea, que sólo soy valiente gracias a mi cobardía, y no puedo permitirme, con una espada en la mano, ser igual de torpe que en otros aspectos de la vida. Así que me arriesgué, di un paso adelante y, tras esquivar con un salto y un rápido giro un hierro que venía directamente a cortarme el cuello y otro que quería dejarme sin piernas, y de recibir un golpe con el lado plano del tercero en la mejilla que a punto estuvo de aturdirme, comencé a hacer fintas con la espada a tal velocidad que casi con un solo tajo me llevé un brazo de uno, un chorro de sangre de un corte en el muslo de otro, que me dejó las ropas nuevas hechas una pena, y unos cuantos insultos del tercero, a quien le había agujereado el hombro. 

Y entonces me giré en dirección de mis amigos los guardias, que estaba entre los que hostigaban a Christophe. La situación había cambiado desde la última vez que miré. Mi compañero parecía cojear de la pierna izquierda, pero en contrapartida le rodeaba un círculo de cadáveres. Concretamente, de Alí ya sólo quedaba el recuerdo. El recuerdo y un cadáver ensangrentado. Vi que Ahmed estaba encolerizado, otra razón más por la que la resolución del problema se estuviera volviendo más acuciante. Le grité. A pesar del elevado tono de voz, mi tono fue pesaroso:

-¿Por qué no quieres luchar conmigo? -pregunté, como una niña pequeña a la que sin razón le niegan su juguete preferido. Y luego, con inflexión más pícara, pero sin perder el deje infantil-: ¿Acaso me tienes miedo? 

Él me miro entre asombrado y despreciativo, e iba a volver a la tarea que estaba realizando (a pesar de que todos sus hombres, o los hombres que, como yo imaginaba, le había asignado Blanca o su persona intermediaria, le estaban mirando expectantes), cuando yo rematé:

-No acepto que digas que él es un hombre y yo una mujer, y por tanto, un rival menor en el mejor de los casos. Conoces perfectamente mi fama. Así que sólo puedo concluir que -hice ademán de estar a punto de vomitar- te estás cagando en tus ya sucios calzones, aficionado.

Entonces, Ahmed se detuvo en seco y me miró con odio. Yo le conocía. Conocía a la gente como a él. Era tan mediocre como lo somos todos. Pero, a diferencia de otras personas, no podía convivir con su mediocridad ni toleraba que otros la descubrieran, y vivía odiando a los que eran, o él creía que eran, mejores que él. No iba a tolerar ese atentado a su orgullo sin hacer algo al respecto. Aunque supiera, como sabía, y como yo sabía que sabía, que le estaba tendiendo una trampa. Escupió en el suelo y se acercó a mí

-¿Crees que no sé que eres tú quien tienes miedo? -afortunadamente, el resto de los oponentes de Christophe se habían detenido a escuchar nuestro diálogo. No tenían demasiadas ganas de luchar, y menos después de ver que ni Christophe ni yo eran los fáciles rivales que sin duda les habían descrito, una mujer y un hombre herido recientemente. Deduje que les pagaban poco. ¿La conocida tacañería de Blanca?-. ¿O tal vez es por tu amigo por quién temes? ¿Tan necesitada estás de que una buena polla? No te preocupes por ello. Nosotros podríamos hacer un esfuerzo. Nosotros. Todos -se apresuró a recalcarlo, con el vano objetivo de que me pusiera a temblar, entre las risotadas de sus adláteres. Después dio un paso adelante y apuntó su espada hacia mí-. Si queda algo de ti con lo que divertirse, después que te atraviese.

Aquellos idiotas seguían descojonándose. Yo, tranquila como si estuviésemos en una inocente velada entre colegas, hice un gesto de calma general con la mano izquierda.

-Tranquilos, amigos, habrá para todos y todo a su tiempo -rápidamente me volví al guardia, con expresión más grave, y le susurré-. Deja ir a mi compañero y al médico. El pobre viejo no tiene la culpa de nada y necesita ayuda.

Soltó una corta y repentina carcajada, sorprendida y algo cruel.

-¿Acaso crees que tienes algo con qué negociar, ilusa? A ver, dime, ¿qué me harías si te niego?

Torcí la boca, asqueada. Hablar con ese engendro más de un segundo seguido me resultaba insoportable. Ahora tenía que ser muy inteligente; sacar coeficiente intelectual de donde nunca había habido tal. Porque la vida de dos personas dependía de ello. Así que, de pronto, prescindí de todo mi chulería y me mostré sólo como una mujer suplicante y preocupada. Por su parte, el capitán de la guardia me miraba, preparándose para actuar, y con una mirada de inquebrantable confianza hacia mí que casi me emocionó.

-Escucha, Ahmed. Ambos sabemos que yo voy a morir aquí hoy. Soy buena luchando, puedo vencer a la mayoría de tus ratas, pero no a todas. Y no a ti -agaché la cabeza, como si me resultara vergonzoso aceptar que no le llegaba ni a la suela de los zapatos-. Soy sólo una mujer, aunque he tenido la suerte de recibir lecciones de los mejores guerreros, Y sin embargo, no tengo miedo por mí. Pero Christophe y el médico no se merecen morir. Además… -vacilé. Iba a arriesgarme- creo que ellos no estaban en el plan original. Sé perfectamente que lo que te pasa no es que estés enfadado por faltarte al respeto en la puerta, ni siquiera que quieras vengarte por lo que le sucedió a tu primo. Sé que alguien quiere que yo muera, pero también que en tus órdenes nada aludía a matar también al capitán.

El guardia se me quedó mirando fijamente durante unos instantes… y, seguidamente, irrumpió en carcajadas. Se me heló la sangre en las venas, pensando que no lo había conseguido, que mi impostura había quedado patente. Entonces él me habló con fiereza.

-Te crees muy lista. Pero no lo sabes todo. Nadie me ordenó que te matara. No eres tan importante. Sólo que te diera una buena lección. Lo de matarte, en realidad, fue una idea completamente mía, porque no me gustan las de tu clase -supongo que en lo de “mi clase” englobaba al mismo tiempo a las prostitutas y a las mujeres que intentan ser como los hombres, epítetos ambos que sin duda creía que me correspondían-. Pero es cierto que ni tu amiguito ni el médico no estaban en mis planes. Al menos al principio.

-Pues que sigan sin estarlo -junté mis manos en posición de súplica-. Es el capitán de la guardia. Deja que vaya a luchar contra esos infieles allá afuera, por mucho que le odies por oponerse a ti los nuestros no merecen perder a uno de sus mejores guerreros. Y el médico también es necesario. Déjalos libres, y mátame. Lucharé bien y lo harás con honor. Mi fama, quizá injustificada, te dará a ti más renombre. Te lo pido.

A medida que hablaba, el guardia se encendía como una tea bien empapada en fuego griego. Tenía los ojos desorbitados y me pareció verle echar, incluso, espumarajos por la boca. Porque, en el fondo, sabía que yo tenía razón, y eso le molestaba.

-Me das pena. Y asco. Es repugnante ver hasta qué punto sois capaces las mujeres para salvar a vuestros amantes. Sólo pensáis en el vicio. Ah, sé que además crees que si luchas sólo conmigo tendrás una oportunidad de sobrevivir. No entiendo cómo podéis ser tan tontas -se volvió, a sus hombres, con un además mayestático que creí que sería el inicio de mi linchamiento. O peor. Porque señaló a Christophe y al médico.

-¡Sacadlos fuera de las murallas! ¡Y que no vuelvan! Yo me encargo de esta puta -obedientes, la mayor parte de aquellos abortos de perra leprosa arrastraron a mis dos amigos fuera de la calle, entre las protestas de mi capitán, que les insultó (y me insultó) con epítetos en su lengua materna que ni yo, que la hablo bien, conocía, pero que por la sonoridad estaba segura de que podrían escandalizar al tabernero más curtido del puerto de Barcelona. Ahmed, sin dar cuartel, se lanzó hacia mí con la espada apuntando a la altura de mis ojos.

Ése fue su error. O, al menos, uno de sus errores. El primero había sido quedarse sin el amparo de sus hombres. El segundo, tener demasiados deseos de matarme y creer que podría hacerlo fácilmente, subestimándome por mi género. Yo paré su ataque con un rápido movimiento de mi espada y, entonces, sólo tuve que voltearla y deslizarla por su filo para, casi con el mismo movimiento, cortarle limpiamente la yugular. Se desangró a mis pies como un cerdo. Había sido demasiado fácil.

Pero lo mejor estaba por venir.

(continuará)

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