Bosque de Brocelandia, conquista templaria de Jerusalén, Edad Media, Eowyn de Camelot, ficción histórica medieval, historia medieval, Jerusalén, novela histórica, relatos
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Llegué a la puerta de Jaffa casi como en un sueño, como al ritmo de una canción que sonaba sólo en mi cabeza y que hablaba de soledad y de destrucción. Había un grupo de hombres congregado frente a ella, impidiendo tanto la salida de ciudadanos como la entrada de invasores. Uno de ellos me detuvo cuando intenté colarme entre ellos para no dar más explicaciones.
-¡Eh, detente ahí! ¿Qué pretendes? -yo erguí la cabeza y él me reconoció, a pesar los chorreones de sangre que adornaban mi cara-. Pero ¿no eres Eowyn? ¿Qué se supone que haces aquí dentro, y no afuera luchando con el resto de tus compañeros? Te has meado en las calzas, ¿no?
Pensé en contestarle con una patada en los huevos, pero no podía permitirme tamaña pérdida de tiempo.
-No seas imbécil. He tenido que deshacerme de un espía templario. Ahora está muerto, como otros de sus compañeros. Y he tenido algunos contratiempos más por el camino. ¿O crees que tengo esta pinta porque estaba tomando hidromiel con mis amigas en una fiesta de costura e hilado? Déjame salir. No quiero perderme la juerga de ahí afuera.
Me miró, ahora con un poco más de respeto, y algo de arrepentimiento, y asintió.
-Sal. Y reparte una par de golpes por mí, que me tienen aquí castigado.
Le compadecí. Supongo que no podía evitar ser quien era. Y además, me encontraba aquel día un poco sensiblera.
-Y tú cuida bien esta puerta, compañero.
Ya en el exterior, no pude ver más que humo al principio. El campamento templario debía de estar en llamas. El calor era agobiante, los ojos me lloraban y apenas podía respirar. Tuve que detenerme para toser y entonces me di cuenta que caminaba justo en contra del viento, e inmediatamente me alejé de aquella dirección todo lo posible. Cuando el ambiente pareció despejarse un poco, o bien cuando yo ya me había acostumbrado al aire turbio y enrarecido, vi las llamas a media distancia y, justo delante de mí, a grupos de hombres luchando de todas las maneras posibles. El nutrido contingente templario de Aragón, el más cercano a la muralla, estaba siendo masacrado, y pronto la matanza avanzaría hacia el resto de la tropa invasora. Me imaginé que no tardaría en encontrar, vivos o muertos, puesto que imaginé que los mejores soldados habrían ido a dar apoyo a sus compañeros aragoneses, a Guillaume y a Bernard. Recordé al primero, cuando le conocí en una estancia anterior en Tierra Santa, de infausta memoria, y nuestras conversaciones en el barco que nos condujo a Chipre. Recordé también cuando Bernard y yo éramos hermanos de armas y recorríamos las tierras de la Corona buscando aventuras y emborrachándonos por las tabernas, antes de que los templarios volvieran a reclutarle. antes del desastre de Acre… Intentaba orientarme, esquivando cadáveres, rematando a heridos que sufrían sin posibilidades de sobrevivir, ayudando como podía y a quien me lo pedía, y viendo todas las espantosas carnicerías de la guerra, a las que estaba ya tan acostumbrada o a las que quizá nunca podría acostumbrarme, fortaleciendo mi alma paso a paso para no rendirme a la pesadilla, al infierno, que era la existencia humana. Y, claro, atacando a cada templario con quien me cruzaba. Aunque no pude evitar compadecerme de ellos y conformarme con dejarlos fuera de combate, sin matarlos… Tal vez me estaba ablandando con los años. O tal vez reservaba la muerte para otra persona.
Antes que pudiera darme cuenta, y a pesar de todas las veces que tuve que detenerme, llegué al centro del campamento. Allí, aún más, los muertos, de todos los pelajes, crecían en el suelo como flores putrefactas. No sabía si quería mirarlos. No sabía si quería saber quiénes eran. Y, sin embargo lo hice. Miré aquellos rostros, algunos irreconocibles a causa de heridas espantosas, e intenté identificarles. Vi tendido en el suelo a Abdul, cuya mujer me había ayudado a salir de entre los templarios dos días antes, y que ahora dejaba casi una decena de bocas sin posibilidad de ser alimentadas. Y vi a mucha gente más.
Allí estaban otros dos de mis compañeros de la guardia. Los gemelos ingleses de la mesnada de Guillaume. Y más adelante, su compañero teutón. Aquellos con los que había compartido tantas aventuras, como la de Perugia. Como la de Tortosa. No podía soportarlo más. Pero aún me quedaba la guinda del pastel. De pronto, mirando hacia un cadáver, cuyo aspecto me sonaba, tropecé con las piernas de otro y a punto estuve de caerme encima. Le vi la cara. A éste lo reconocí enseguida.
-Gullermo -dije-. No. NO.
Había hablado con él aquella misma mañana.
No. El veterano caballero no se merecía aquello.
Su apacible y merecida vida en Aiguaviva después de décadas peleando. Vigilando la prosperidad de las tierras, entrenando a los aspirantes…
Bernard le había sacado de allí
Pensaba que ya no iba a poderlo soportar más. ¿Por qué todos mis amigos tenían que morir? Y, encima, tampoco es que tuviera tantos… Quise derrumbarme. Quise no avanzar más. Miré a mi alrededor buscando una explicación, pidiendo cuentas a aquel cielo en el que no creía. Y de pronto divisé algo que me hizo reaccionar.
Y no fue agradable.
Un extraña lucha se estaba desarrollando unos pasos delante de mí, en una zona algo apartada del campamento. Reconocí de inmediato a Ricardo, el segundo de a bordo de Guillermo. Pero lo extraño es que estaba luchando con otro templario, que parecía joven y esmirriado. Me precipité hacia allí, decidida a averiguar qué estaba sucediendo y, de pronto, me pareció que Ricardo avanzaba, casi sonriente, hacia la espada de su adversario y se dejaba golpear por ella. Cayó fulminado al suelo, mientras de mi garganta surgía un grito que no pude ni quise reprimir.
Corrí hacia él. El templario joven estaba arrodillado al lado de Ricardo, comprobando su pulso. Vi que se llevaba las manos a la cabeza y que, segundos después, tomaba la espada de su víctima y abandonaba la suya, para huir a toda prisa a continuación y mezclarse con el resto de los combatientes. Mi rabia no tuvo límites y, mientras un grupo de freires se agrupaba en torno a los cadáveres del mariscal y del maestre, me precipité hacia el asesino en fuga, le cogí de la sobrevesta, y le hice volverse hacia mí.
-¡Maldito seas! ¿Por qué lo has hecho? ¡Era un hermano tuyo, podrido engendro de sapo apestoso! -él miraba con unos ojos que me parecieron desorbitados incluso medio velados por su yelmo, sin responder. Pensé que me recordaba a alguien. Le descubrí la cabeza, y entonces comprendí. No era un templario. O sí. O no. O también.
Era una muchacha.
La misma hija de los dueños de la casa donde yo vivía, a quien había visto salir la pasada madrugada y cuya labor de espía me habían explicado Ferran y Roger…
No. No iba a perdonárselo.
-Eres lo más sucio y rastrero que he visto en toda mi vida, y mira que he visto muchas cosas sucias y rastreras y he hecho algunas más. Has matado a un hombre, a un buen hombre, que confiaba en ti y que no ha podido soportar la decepción que le has causado con tu engaño. Quizá te consideraba el hijo que nunca pudo tener. Oh, Dios mío, yo le conocía. ¿Por qué? ¿Realmente hizo algo que destrozara tu vida en Acre? ¡Dímelo, por favor, ayúdame a entenderlo antes de que te mate!
Ella permanecía quieta en mis manos, mientras yo la sacudía con una rabia devastadora Quería comprender aquella absurdidad, como si lógica pudiera devolverle a Roberto la vida. Y entonces ella habló:
-Tú… ¿tú eres amiga de los templarios? Pero yo te conozco. Eres Eowyn, de la guardia de la ciudad. Vives en mi casa. Yo no imaginé que tú…
La solté, empujándola lejos de mí.
-Lucha conmigo. A ver si puedes matarme también. Te advierto que no te resultará tan fácil. Él quiso morir porque no pudo soportar tu traición. Yo no lo haré, no sin llevarte por delante -me coloqué el yelmo y le dí el suyo, y casi sin darla tiempo a colocárselo ni a ponerse en guardia, la ataqué con tanta saña como nunca había hecho hasta entonces. Pero, sorprendentemente, paró mi primer golpe y todos lo demás. Era tan rápida y ágil que era imposible quebrar sus defensas, aunque era cierto que estaba concentrando todo su atención en resguardarse, pues parecía haber renunciado a atacarme, aun cuando mi ira y obcecación en acabar con ella me habían dejado al descubierto en muchas ocasiones que ella no aprovechó No sé cómo hubiera acabado aquel combate en otras circunstancias, ya que probablemente era una de las más duras rivales con que me había encontrado nunca. Pero, en un momento dado, ella se detuvo.
-Está bien. Mátame. Tampoco quiero continuar viviendo después de esto.
Me detuve en seco. Pensé, de pronto, en que estaba haciendo con ella lo mismo que Gauthier había hecho conmigo. Cuando la víctima se pone a tiro no es tan divertido. Aunque quería pensar que mis razones eran distintas a las suyas. Ella continuó.
-Tienes razón. Me lo merezco. Me he equivocado. He vivido años equivocada, y sólo me he dado cuenta cuando él estaba muerto.
-No me interesan tus disquisiciones filosóficas. Arrodílllate y quítate el yelmo. Voy matarte, y no será rápido.
Ella me obedeció. Yo levanté la espada sobre al mismo tiempo que exhalaba un alarido de furor, y me dispuse a descargarla sobre su cabeza. Ella esperaba pacientemente la muerte. Yo la ataqué. Pero el filo quedó como paralizado a varios centímetros de su objetivo. Aparté el acero, emitiendo un gemido de frustración.
-No puedo matarte -reconocí-. No puedo matarte si no luchas conmigo. Márchate. Ojalá mueras de la peor manera. Ojalá lo hagas.
Me miró un momento como si quisiera decirme algo. Luego recogió su yelmo del suelo, se lo caló y desapareció de mi vista. Yo miré un momento el cadáver de Roberto, que estaba siendo trasladado por algunos de sus hombres.. Ya no volvería a contarme anécdotas divertidas sin sonreír ni una sola vez, ni volvería a decirme, mientras yo estallaba en carcajadas: “¿De qué te ríes, muchacha? Esto sucedió de verdad y es algo muy serio. ¿O cómo reaccionarías tú si vieras tus únicos calzones colgados de la veleta de la iglesia?”.
Pero algo, en lontananza, me distrajo de mis pensamientos.
Uno de los templarios luchaba con tres defensores de la ciudad y, en contra de lo que pudiera parecer, llevaba las de ganar. Su tamaño destacaba entre la multitud. Era inconfundible, sobre todo para mí. Le conocía. Le conocía bien. Le conocía demasiado bien. Él era el responsable de todas las desgracias que últimamente me venían pasando. Él era Bernard.
Me quedé petrificada. Si no hubiera sido por mi atuendo de caballero latino, que hacía a los contendientes dudar sobre si yo era amiga o enemiga, me imagino que más de uno hubiera aprovechado la oportunidad de lonchearme como a un jamón. Pero el siguiente impulso fue salir disparada hacia donde había visto la fenomenal, la odiada figura de Bernard, acometiendo como un jabalí malherido a los jerosolimitanos.
Pero algo parecía estar cambiando a mi alrededor. La liza, que se había estado decantando por los míos, de pronto, o al menos así lo sentí, estaba variando de signo. La muerte de Guillermo y de Roberto había acabado de arrebatar los últimos retazos de sueño y estupefacción de los templarios cogidos por sorpresa, que habían sido sustituidos por una cólera feroz. Casi pude ver cómo la línea, desigual y casi imaginaria, de la guardia de Jerusalén, retrocedía a marchas forzadas. Las parejas y grupos de luchadores parecían ahora multiplicarse en mi derredor, y pronto perdí de vista al capitoste templario. Pero eso no me amilanó.
Seguí avanzando hasta el punto en que lo había visto por última vez. Ahora no atacaba a nadie, pero no rehuía la lucha cuando sucedía al contrario. Qué le vamos a hacer, no he nacido para rehuir ningún combate. Y sin embargo, sabía perfectamente que ninguno de ellos era en realidad mi enemigo. Porque el enemigo no estaba en aquel campo de batalla. El enemigo estaba en un lujoso bajel de camino a Barcelona, o en la corte real de París.
Excepto por un sólo hombre, claro. El hombre al que iba a buscar en aquel preciso momento.
Mi gambesón estaba ya hecho jirones. La bonita túnica parda que había robado del arsenal textil de Guillaume estaba tan desgarrada que dejaba ver, no digo ya la camisa interior, sino mi carne arañada y cortada, sangrienta. Las calzas negras eran casi unos harapos. Sólo la brigantina de cuero, que me cubría hasta las caderas, aún aguantaba en relativas buenas condiciones. Tenía el yelmo con nasal, que me desfiguraba totalmente el rostro, abollado y torcido, y en la capelina de cota de malla que llevaba debajo había más agujeros que anillas perfectamente enlazadas. La sangre me chorreaba hasta el pecho de un tajo en la frente, y los brazos me dolían tanto de sostener, atacar y parar los golpes con la espada que ya no sabía si me pertenecían a mí o al vecino de enfrente. Probablemente, pensaba, ya no iba a vivir mucho más, pues estaba tan cansada que dudaba que pudiera detener el próximo ataque.
Y, sin embargo, algo me mantenía en pie. Algo no me permitía que me sumiera en la oscuridad de aquel día. La luz que emanaba de mis ojos estaba preñada de odio y deseos de venganza, pero iluminaba el espacio a mi alrededor como si fuera la claridad más beatífica, y me dirigía a mi objetivo con más precisión que la estrella de Belén. Sí, yo sabía que lo más probable era que muriera. Pero también sabía que lo encontraría. Y que yo no moriría antes de que muriera él. Que yo lo mataría.
Proseguí en mi ciega búsqueda, ya que me guiaba el instinto en lugar de los ojos. A mi alrededor, las espadas, los hachas, las mazas y los escudos cortaban, agujereaban, cercenaban, aplastaba, trituraban. Mis pies se hundían en la tierra, que ya no era sólo tierra, y sólo podía pensar si seguía siendo humana, o si por el contrario era justo entonces cuando más lo estaba siendo. Dejé de pensar, de sentir; sólo mataba. Siempre en defensa propia, pero sin piedad, y dejando algo de mi cuerpo y de mi salud en cada acometida. No, nada de aquello era necesario, pensaba. Pero yo conseguiría al menos, que aquella locura acabara. Y caminé, con las piernas enredadas en cadáveres en diferente estado de desmembración, hasta que algo me detuvo. Unas manos grandes me sujetaron férreamente por los antebrazos. Levanté la cabeza y me encontré con una mirada de un helor ardiente.
-Maldita seas, Eowyn, ¿dónde te habías metido? -aunque las palabras eran de reconvención, su tono era alegre y aliviado. Christophe, mi compañero perdido, me estrechaba entre sus brazos rodeado de un pequeño grupo de efectivos de la guardia.
-¿Dónde creías? Te estaba buscando, estúpido -dije, devolviéndole el abrazo y saludando a su vez al resto. Los conocía a todos. Christophe y yo nos separamos para mirarnos. Su aspecto no era mucho mejor que el mío.
-Ya. Veo que tampoco has estado ociosa -me dijo, con una sonrisa triste.
-Es lo que hay. ¿El médico está a salvo? ¿Has visto a Roger y a Ferran? -le pregunté ansiosamente.
-Bueno, vamos por partes… El médico está perfectamente, en el hospital de campaña. Pobre hombre, no se tiene en pie y cuida de todos los demás. Y… ¿que si he visto a Roger y a Ferran? -vaciló-. No, en realidad, no. Ya aparecerán. O acabaremos encontrándonos todos en el infierno, porque esto no va nada bien… Vamos, ven con nosotros, no hay tiempo que perder. Aún estamos a tiempo de evitar que esos demonios blancos entren.
Le seguí sin dudarlo. No soy una guerrera disciplinada, pero con capitanes con Christophe lo más razonable es cumplir sus órdenes y tratar de hacerlo lo mejor posible. Alguien como él no te llevaría a la muerte mientras quedara cualquier otro remedio, y posiblemente sacara lo mejor de ti en una batalla. Se dirigió a una de las brechas en la empalizada del campamento y, extrañamente, vi que volvía a la puerta de la ciudad. A todo esto, a nuestro alrededor, el número de combatientes vivos se había reducido convenientemente, pero en este caso no sólo porque la mayoría de ellos se hallaban ahora con con sus cuerpos machacados bajo nuestros pies y sus supuestas almas haciendo cola ante los hipotéticos dominios de San Pedro. Tal como pude ver enseguida, la lucha se estaba trasladando a las murallas. De hecho, un grupo de templarios acometía con fiereza contra la puerta.
-¡Rápido! Tenemos que acabar con ellos o los guardianes de la puerta no aguantarán mucho más. ¡Todos en formación de ataque! Jamal y Mohammed, a mi lado. Tú, también, aquí. Eowyn e Ismail detrás; cuando los de delante hayamos quebrado su formación, los de atrás desplegaos y atacad por los flancos. ¡Vamos, compañeros! ¡Por Jerusalén!
El grito de Christophe, coreado por todos nosotros, hizo volverse a los templarios. El hermano que los dirigía dio la orden de atacarnos, y como pálidos muertos vivientes se lanzaron contra nosotros a toda la velocidad de su piernas, en una formación que sólo era desordenada en apariencia y lanzando gritos inarticulados, con la idea de espantarnos Comprendí que los que defendían la puerta debían de estar ya muertos, o poco menos, pero tal vez pudiéramos darles al menos un minuto para que se rehicieran
-No os precipitéis -seguía diciendo el capitán-. ¡Aguantad, aguantad… y ahora!
El grupo de templarios chocó contra los pesados escudos de nuestra primera línea, de manera, que a los estábamos detrás nos costó lo indecible apuntalarla. Pero en seguida Cristophe y los suyos se abrieron paso entre ellos, mientras yo, siguiendo las instrucciones, me dirigí a atacar a los flancos. Volteaba mi espada por encima de la cabeza, hollando cascos y rajando cuellos y hombros desnudos de hierro, pues no todos los pobres caballeros de Cristo estaban vestidos para la ocasión. Me sorprendí de que aún me quedaran fuerzas para luchar, y comprendí cómo la necesidad te lleva a realizar actos por encima de lo humanamente posible. Uno de ellos me golpeó con tal saña en los riñones con la hoja de su espada, que sólo mi rapidez en moverme hacia un lado y la protección del duro cuero de mi brigantina me salvó de que me quebraran la columna vertebral. No obstante, el golpe me dolió tanto que pensé que jamás podría volver a moverme. Afortunadamente, el fragor del combate convirtió el dolor en en rabia, y seguí peleando, haciendo girar mi espada larga con una sola mano mientras paraba los golpes con otra más corta que llevaba al cinto, como suelo hacer cada vez que la exigencia de concentración cede ante la necesidad de eficiencia. No suelo llevar escudo. Pesan demasiado, y yo no soy fuerte, por lo que sacrificaría mi rapidez. Cada uno ha de conocer sus limitaciones.
En poco minutos, varios templarios estaban derrumbados en el suelo, heridos o malheridos, y tengo que decir que bastantes de ellos por mi mano. Pero aquellos hijos de Satanás parecían salir de todas partes, y comprendí que había olvidado lo rematadamente fuertes y bien adiestrados que estaban. Afortunadamente, yo les conocía bien, y esa era mi ventaja: había entrenado con ellos en muchas ocasiones, y sabía que solían estar más prestos al ataque que a la defensa, de manera que sólo su extraordinaria rapidez les libraba de morir en la mayoría de las veces. Mi truco era concentrarme y aprovechar los momentos en que dejaban alguna parte de su cuerpo expuesta, y atacar. Pero mis compañeros no tenían tanta experiencia (ni con templarios, ni en la guerra en general, no era más, los pobres, con la excepción de Cristophe, que artesanos un poco más diestros que la mayoría reclutados para la ocasión), y pronto pasaron a engrosar las filas de los caídos. Observé, no obstante, que los hermanos no se enseñaban con ellos, y se limitaban a hostigarlos hasta que estuvieran fuera de combate, tal como yo me imaginaba que harían, aunque en la locura de la batalla podía asegurar que no habría sido así en el 100% de los casos. Pronto, sólo la máquina de combate que era Christophe y yo fuimos los únicos que quedamos en pie, contra tres de los templarios. Dos de ellos se echaron sobre el capitán.
-Ríndete, pequeñajo -me instó el tercero, amenazándome con su espada, que sostenía con la mano izquierda-. Seguro que aún eres demasiado joven para morir. Anda, ve a buscar a tu mamá y deja a los hombres de verdad hacer la guerra.
-Y tú, vete a tu encomienda a que te den por culo como tenéis por costumbre, que de hombres de verdad tenéis bien poco -(en realidad, me da bastante igual lo que la gente haga en la penumbra de su dormitorio, al igual que si prefieren hombres, mujeres o perros, pero sabía que aquello le molestaría). Sin solución de continuidad, le tiré un tajo diagonal, destinado a cortarle en dos, pero él, demasiado rápido, dio un paso atrás y me paró el golpe. Me alejé de él mientras enarbolaba la espada con la idea de cortarle el cuello pero tuve que interrumpir mi acometida para defenderme, pues él ya me atacaba de nuevo. Nuestros aceros se enredaron un segundo y yo traté de aprovechar para pegarle un rodillazo en los testículos (sí, ya lo sé, me estaba pasando el código de caballería por los ovarios, pero a la fuerza ahorcan, y no puede decirse que yo sea precisamente una dama), pero él enganchó su pierna con la mía y, antes de que pudiera darme cuenta estaba en el suelo, con el templario encima de mí (en una posición en que en cualquier otra situación y con otro atavío, o más bien con la ausencia de él, hubiera podido considerarse como bastante indecente, y también bastante apetecible, ya que el cabrón del freire físicamente tenía su punto), aplastándome con el suyo el brazo que aguantaba la espada sin soltar la suya, y la otra sujetando una daga que en algún momento se había sacado de su cinto a escasos centímetros de mi cuello. Yo intentaba sacar mi mano libre de debajo de su pesado cuerpo, con la desesperación de evitar el desenlace fatal de mi historia, pero él fue más rápido, y ya el filo de su arma corta rasgaba mi piel.
Y en aquel momento, el mundo se me vino encima.