Revista Opinión

En la ciudad de las banderas XI

Publicado el 01 abril 2020 por Eowyndecamelot
En la ciudad de las banderas XI

Bosque de Brocelandia, conquista templaria de Jerusalén, Edad Media, Eowyn de Camelot, ficción histórica medieval, historia medieval, Jerusalén, novela histórica, relatos

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En aquella guerra, nadie luchaba en nombre de su supervivencia o contra la tiranía, sino secuestrados por una lucha de poder ajena a ellos.

(viene de)

Bueno, para ser exactos, lo que se vino encima no fue el mundo propiamente dicho, aunque el peso resultó casi equivalente. No sé cómo, pero Christophe había logrado dejar fuera de combate a uno de sus contendientes e inhabilitar temporalmente al otro y, viendo mi situación, se echó encima del templario que me amenazaba sin pensarlo mucho, sepultándolo con todas sus considerables arrobas de humanidad y sujetándole los brazos, para a continuación hacerle rodar lejos de mí. Sin embargo, la mala fortuna hizo que el hermano pudiera retorcer su mano para apuñalar al capitán a ciegas, acertándole en el costado, aunque no sin que yo tuviera tiempo de tajarle el hombro, causándole una herida superficial pero efectiva, que me permitió empujarle de un buen patadón donde no pudiera hacer daño a mi amigo. El compañero que acababa de recuperarse del golpetazo que Christophe le había propinado en todo el yelmo acudió a socorrerle, mientras yo me arrastré hacia el capitán.

-No debías haberlo hecho -dije, cogiéndole en mis brazos y ayudándolo a incorporarse, mientras otro grupo de templarios, venidos de no sé dónde, y que habían sustituido a nuestros opositores en el ataque a la puerta, irrumpían en gritos de victoria y penetraban en tropel en la ciudad. Sus tres congéneres, los que nos estaban atacando, los dos heridos apoyándose en el único más o menos ileso, nos dejaron de lado para unirse a ellos, mientras llamaban a otros para que vinieran a llevarse al resto de caídos-. Lo tenía todo controlado.

Él intentó reírse, aunque el dolor no se lo permitió. Afortunadamente, y a pesar de todo, la herida no parecía demasiado profundo

-Oh, sí, era evidente… Pero ya sabes que me gusta ayudar a las damiselas en apuros… aunque no estén en apuros -su mirada se volvió hacia la muralla y el rostro se le ensombreció-. Han entrado. Le prometí a Roger antes de morir que no dejaría que lo hicieran, y no lo he conseguido.

Se me encogió el corazón.

-¿Me estás diciendo que Roger ha muerto?

Asintió con tristeza.

-No quería habértelo comunicado así, lo siento. Murió en mis brazos. Lo encontré atacando a un grupo de templarios con poca gente a su lado, cegado por la rabia. Intenté ayudarle, pero llegué demasiado tarde. Él… maldita sea… me dio una razón para vivir cuando yo vagaba por Jerusalén de taberna en taberna, deshecho y empobrecido tras el desastre de Acre. Supo ver que aquel borracho aún tenía mucho que dar. Y yo le he fallado

Recordé que había pasado algo parecido conmigo. Recordé cómo había luchado a mi lado para exterminar a la banda de violadores…

-No le has fallado -dije-. Sencillamente, ellos han vencido. Pero la gente de la ciudad está a salvo. Eso es lo importante. Todo esto ha sido completamente descabellado. ¿Por qué tanta rabia, tanto odio en un caballero que nació cristiano contra sus mismo correligionarios? Sabes que Guillaume habló de pactos que no fueron ni tenidos en cuenta. No lo entiendo. Roger podía haber influido en el gobernador, a pesar de Blanca, y éste en el sultán ¿Qué llevó a Roger a abjurar de su religión y a odiarla de tal modo? No lo entiendo. Nunca me lo contó.

Christophe respiró hondo.

-Era un caballero pobre. La hacienda de su familia apenas daba para alimentar a su hermano mayor. Cuando estaba intentando ganarse la vida en Tierra Santa, recibió una carta en que se le comunicaba que los templarios habían arrebatado las tierras a los suyos, después de no sé qué pleito, y que estos habían muerto en la pobreza. Nunca supo quién le escribió.

Medité unos instantes, intentando calibrar las implicaciones de la declaración de mi compañero.

-Es probable que su familia esté viva y sana, y extrañada de no tener noticias de él. Esto es aún más grande de lo que pensaba, y puedes estar seguro de que voy a averiguar lo que está pasando -de pronto, un recuerdo me atenazó el alma-. Ferran… no me dirás que también él está muerto.

-Espero que no -contestó Christophe-. Pero cuando tuve que dejarlo estaba muy mal. El médico se lo llevó con el resto de heridos a esa especie de construcción semiderruida que está cerca de la muralla, donde han instalado un hospital de campaña. Le atacó ese jefe templario, el tal Bernard.


No sabía si sentía más cólera que preocupación. Creo se podría expresar como que mi preocupación se expresaba mediante la cólera. Mientras otros derrotados compañeros se llevaban a Mohamed, Ismail y a los demás, yo arrastraba como podía el considerable peso de Christophe camino al hospital, mientras me temblaba todo el cuerpo, casi como si sufriera de convulsiones, y me cerebro palpitaba con un sólo pensamiento: matar.

-Allá es -señaló, como si fuera necesario, el capitán, cuando llegamos a nuestro destino. El médico, renqueando, salió a recibirnos. Admiré de corazón a aquel hombre que, más cerca ya de la muerte que del nacimiento, y después de haber recibido una soberana paliza, aún se esforzaba en cumplir con su deber y atender a los heridos, sin importarle que fueran amigos o enemigos: había bastantes cruces rojas entre los dolientes.

-¡Mi salvadora! -sonrió al verme-. Deja a Christophe sobre estas mantas. No parece muy grave lo suyo. ¿Tú cómo estás? ¿Necesitas algo?

-Lo que yo necesito, o mejor dicho lo que va a necesitar el hijo del cruce entre rata y cerdo que tengo ahora en la cabeza, no es un médico, sino un sepulturero, pero no os preocupéis por eso. Me alegro de veros bien, anciano, aunque deberíais descansar. Pero ¿dónde está Ferran? -él me señaló uno de los camastros improvisados bajo unos toldos tendidos sobre las ruinas, entre dantescos espectáculos de heridas horribles, y yo me precipité hacia él. Un vendaje le cubría el estómago, y comprendí que su herida podría ser mortal. Él, muy débil, tardó en reconocerme cuando me acerqué y le cogí la mano. Creo que intentó decirme algo, pero no pude escucharle, porque un coro de maldiciones que venía de afuera interrumpió la escena.

Todos los que estábamos en condiciones de hacerlo nos volvimos hacia donde procedía el jaleo. Los heridos que podían andar se habían congregado en la puerta, y abucheaban con unas blasfemias tan espantosas que incluso yo, que no soy precisamente parca en juramentos, casi me asusté, a una delegación de templarios que se acercaban al hospital de campaña, seguramente con la idea de visitar a los heridos del otro bando, asegurarse de que los suyos estaban bien cuidados, y hacerse los santos varones, en fin.

Y yo conocía al que encabezaba el grupo.

-Ha venido en el momento más oportuno -dije para mí misma. Y luego, volviéndome hacia Ferran, y apretando su mano antes de soltarla, le murmuré-. Enseguida vuelvo.


A la luz cambiante de un joven amanecer, salí del recinto con la espada desenvainada, apuntando entre los ojos a Bernard, que se quedó paralizado al ver llegar al desconocido guerrero que se atrevía a hacerle frente. Los caballeros que le secundaban, entre los que reconocí a Gonzalo, aprestaron las armas, pero él les detuvo con un gesto y se adelantó.

-¿Qué deseas? ¿Acaso pedir clemencia para tu ciudad? No te preocupes, todos los que no nos han hecho frente están a salvo y no tardarás en reunirte con ellos. Ya no tenéis nada que temer.

Mi puño se cerró como pudiera hacerlo en su cuello, hasta clavar las uñas en la palma.

-Nada temo, mi señor. Y no es clemencia lo que vengo a pedir, sino venganza y reparación. Concretamente, tu cabeza -los compañeros del dignatario de la Orden volvieron a enarbolar las espadas, y él, de nuevo, y con mayor impaciencia, les instó a que se detuvieran con un contundente movimiento de la mano.

-Por tu voz y tu constitución, creo adivinar que eres demasiado joven para albergar tanto odio y tantos deseos de morir. He de advertirte que tu ciudad se ha rendido a nosotros. No tiene sentido que luches ahora.

-Has matado a mis amigos -le rebatí yo- y has ocasionado esta masacre. Tú, y sólo tú, eres el culpable de la muerte de tanta gente, de tu propio bando y del nuestro. No era necesario este derramamiento de sangre. Y pagarás por ello -agité mi espada.

-Entonces ¿quieres restañar la sangre con más sangre? -su tono era casi burlón.

-Exactamente. Con tu sangre. Porque eres un peligro público que sólo merece morir. Y yo estoy en mi derecho de batirme contigo. ¿O es que tienes miedo? -sin embargo, sabía que Bernard no caería en esa trampa, como un vulgar guerrero bravucón de taberna-. Quizá no, pero debes saber una cosa. ¿Te acuerdas de tus amigos Guillermo y Roberto, el maestre y el mariscal de Aragón? Pues debes de saber que soy yo quien los he matado.


Vi la indignación agitar los cuerpos de los templarios. En aquel momento, a no ser por las órdenes de su jefe, se hubieran echado todos sobre mí en tropel. Bernard cerró los puños y murmuró algo que no alcancé a oír. Pero tenía que mostrar templanza delante de sus hombres.

-Alejaos -les ordenó. Después se dirigió a mí-. Supongo que sabes que vas a morir… -la rabia contenida en su voz era casi hiriente. Yo esbocé una sonrisa despreocupada y cínica.

-Nada está escrito -contesté. Entonces vi, por el rabillo del ojo, cómo Christophe se acercaba a mí, ayudado por el médico. Ambos me miraban con preocupación.

-Eowyn, por favor, no lo hagas. Eso no devolverá la vida a Roger ni conseguirá salvar a Ferran si aquí el matasanos no lo logra. ¿Tú sabes quién ese hombre?

Sonreí.

-Lo sé perfectamente -susurré al oído del capitán con fiereza-. Lo he tenido en mi cama -y en un tono de voz lo suficientemente alto como para que me oyera el interfecto-. Y ahora lo tendré bajo el filo de mi espada -volví a murmurar-. No te preocupes. Sé cómo lucha. Puedo con él. Sigue confiando en mí. Te lo pido.

Y me lancé contra el templario.


Sí. Le conocía bien. Sabía que era casi imbatible. Aunque ya no fuera precisamente un jovenzuelo, sabía que era fuerte, certero y se entregaba a fondo, aunque nunca se dejara llevar la pasión. Sabía que había que encolerizarlo mucho para que dejara de guardarse las espaldas mientras atacaba, y algo de eso ya había conseguido. Sabía que mi única opción era agotarle, pasara el tiempo que pasara, y luego aprovechar cualquier brecha en su defensa para herirle de muerte. Sabía todo eso y le conocía, pero a quien no me conocía era a mí misma. No había imaginado que me dejaría llevar tanto por la furia. Estaba allí, yo era bien consciente de ella, pero creía que podría dominarla, canalizarla en mi beneficio. Y sin embargo, no fue así. No. Había demasiada sangre. Demasiada muerte. Sí, lo sé, debería estar acostumbrada. Y lo estoy. Y no puedo abjurar de la guerra porque ella me da de comer y no sé hacer otra cosa. Pero aquello era demasiado. Demasiado absurdo. Demasiado manipulado. Nadie luchaba en nombre de su supervivencia o contra la tiranía, sino secuestrados por una lucha de poder ajena a ellos. Hay guerras que son inevitables, incluso necesarias, pero aquella no era una de ellas. Nunca creí en las Cruzadas, y menos en aquélla. No. Además… mis compañeros habían muerto, y lo habían hecho por nada. La banda de Guillaume. Roberto. Guillermo. Roger. Quizá incluso Ferran…

No. Sólo veía en rojo y negro. Comencé a atacar al capitoste de la orden sin darle tiempo a reaccionar, pero sin guardarme a mí misma tampoco. Oí, detrás de mí, los gritos de Christophe, pero los ignoré. Bernard no tardó en recuperar la compostura, y comenzó a parar mis embestidas con facilidad. Yo me mantenía a suficiente distancia de él, pero era la única precaución que estaba tomando, ya que atacaba con toda el alma, sin protegerme, más rápida, ágil y contundente que como era habitualmente, pero sacrificando mi seguridad. Comprendía perfectamente que los horrores vividos aquella noche me habían enloquecido, todo ello unido a aquellos meses sola en Tierra Santa, después de que mi contrincante me llevara a perderlo todo y me robara mis sueños. Lo comprendía, pero no podía parar. Yo estocaba, golpeaba y tajaba buscando sus partes más vulnerables, mientras su espada parada mis envites con tanta fuerza que casi me tiraba de espaldas, y yo empezaba a sucumbir al agotamiento acumulado, y el dolor de mis heridas se hacía, más que presente, inaguantable.

Pronto, la frecuencia y calidad de mis ataques disminuyó. Él aprovechó y entró en mi espacio, hiriéndome, superficialmente en la pantorrilla protegida por las grebas, y también en el antebrazo, donde su filo caló más hondo a pesar del gambesón. Veía en sus ojos el furor por la muerte de Guillermo y Roberto, a quienes yo sabía que amaba entrañablemente. La pérdida de sangre me hacía cada vez más vulnerable, más inútil. Voy a morir, pensé, y no me consuela que él acabe sabiendo que ha sido mi asesino. Quiero matarle yo. Tengo que aguantar un poco más… Y aguanté.

-¡Mi señor, detened esta locura! ¡Ella no es rival para vos! -gritó el médico.

-¡Eowyn! ¡Te arrepentirás toda la vida si le matas! -le secundó Christophe, pensando que utilizaba los mejores argumentos para convencerme.

Pero no. Yo sabía perfectamente que si conseguía matarlo no podría superarlo, pero el brazo que sujetaba mi espada actuaba por cuenta propia. Él, por su parte, parecía ciego y sordo y ni siquiera había parado atención a mi nombre, pronunciado por Christophe, ni al “ella” que había dejado ir el galeno. Va a matarme. Pero yo le mataré antes.

Y entonces, di un paso atrás y, en un último esfuerzo, alcé la espada para abalanzarme sobre él y cortarle el cuello en diagonal. Él no esperaba esa última demostración de fuerza, y no pudo parar la trayectoria a tiempo. Pero, sin embargo, logró esquivarme con un paso lateral, y cambiar la dirección de su acero para atizarme un fuerte golpe con la hoja en las costillas. El dolor fue tan agudo que me hizo caer de rodillas, y entonces, con un grito casi agónico, levantó la espada para hundirla en mi cráneo.

En aquel momento cayó sobre mí un silencio, equivalente a la bóveda celeste derrumbándose sobre la Tierra. Ese silencio era como un gran oceáno que inundara mis oídos, sólo roto por algo que me parecieron los gritos de horror de Cristophe y el médico. Yo no podía moverme. Al menos, no lo suficientemente rápido para parar su acero… Pero, de pronto, comencé a escuchar algo más. Algo que venía de muy lejos y que, en realidad, ya venía oyendo desde hacía algunos segundos antes, aunque su intensidad había ido creciendo. Era un aullido continuado y lleno de desesperación. El aullido se hizo progresivamente más cercano, hasta conseguir que, un minuto antes de que la espada de Bernard hollara mi yelmo, éste se desconcentrara un segundo. Sólo un segundo.

-¡No! -ahora oía claramente el aullido. Y entonces, pasaron dos cosas casi simultáneamente. Primero, el filo de Bernard volvió a descender. Segundo, otra arma apareció de la nada y se interpuso entre mi yelmo y lo que lo amenazaba, aunque no consiguió evitar que los tres metales chocaran con fuerza y yo me derrumbara en el suelo.

Aturdida. Pero aún no muerta.

Abrí los ojos. Creo que sólo estuve inconsciente un segundo, pero me dolía tanto la cabeza como si me hubiera pasado encima el carruaje de la reina cargado como para un viaje de tres años. Vi a Guillaume (el autor del alarido, sin duda) y a Bernard frente a frente. Este último se hallaba tan estupefacto que dejó que su amigo le arrebatara la espada de la mano y la tirara al suelo. Gonzalo, al ver a su compañero del alma y comprender que se trataba de un asunto privado, había mandado retirarse al resto de los templarios, y se acercaba a nosotros.

-Pero ¿sabes lo que has estado a punto de hacer, desgraciado? -le increpó sin ningún tipo de respecto-. ¿Tienes idea de a quién has estado a punto de matar? ¿Es que no te has dado cuenta? -ante el desconcierto de Bernard, y con mucho cuidado, me quitó el yelmo.

Arrastrada por él, la crespina cayó el suelo y liberó mi pelo, que en aquel momento no era más que una maraña sudorosa y apelmazada, con pegotes de sangre seca. Mi rostro quedó al descubierto. Y Bernard, casi sin respiración por el asombro, cayó de rodillas a mi lado.

-Eowyn… pero tú… ¿de verdad ibas a matarme?

-Al igual que tú mataste mis esperanzas y a mis amigos -le espeté con ferocidad.

-Pero… tú…. deberías comprenderlo. Deberías perdonarme. Tú sabes… tú sabes por qué lo hice.

Sí. Lo sabía. Y sin embargo…

-No te perdonaré nunca. Nunca. Márchate ahora mismo. O te mataré aunque sea con mi último suspiro.

Bernard hizo ademán de tocarme, pero no lo hizo. Se levantó, sin dejar de mirarme. El pesar que se veía en su mirada hubiera podido conmover a una piedra. Pero no a mí. El fiero guerrero se había convertido en un pobre hombre destrozado por la culpa y por los recuerdos de un pasado en el que fue feliz, y que él mismo destruyó, por egoísmo o torpeza.

-No has podido matar a Guillermo ni a Roberto -afirmó, con la voz rota por un llanto mudo.

-Naturalmente que no lo ha hecho -intervino Guillaume-. Lo sabes perfectamente.

Christophe también se acercaba a nosotros, renqueando, apoyado en el médico. Otras figuras se aproximaban asimismo, aunque aún estaban alejadas, y entre la escasa luz y el aturdimiento sólo podía ver unos borrones de formas extrañas. Bernard les miró a todos, esbozó una extraña y triste sonrisa, y después volvió a centrar sus ojos en mí.

-Espero que algún día aprendas a perdonar, Eowyn. Yo no te guardo rencor. Todo lo contrario -se dio la vuelta para marcharse. Pero antes se detuvo un momento y se volvió hacia Guillaume-. Cuida de ellos -él le apretó el hombro amistosamente, en respuesta. Después, ocupó el lugar de Bernard a mi lado, e intentó ayudarme a incorporarme.

-Ni se te ocurra acercarme a mí -refunfuñé-. Después de secuestrarme, ¿aún pretendes que acepte tu ayuda?

-Vamos, mujer. Pero ¿tú has visto el aspecto que tienes? Un poco más y lo único que hubiera podido hacer es desenterrar tu cadáver para darte sepultura en algún cementerio cercano a la taberna, como adivino que será tu último deseo.

-Me alegro de que aún tengas ganas de bromear después del desastre que han cometido los tuyos aquí -seguí gruñendo.

-Pues, o me equivoco mucho, o creo que fueron los tuyos los que empezaron… Pero eso carece de importancia. Quiero que vuelvas conmigo a Barcelona. He averiguado cosas. Al hilo de lo que me explicaste ayer, y mientras intentaba organizar la huida por los túneles antes de salir para ayudar a los míos, pregunté por aquí y por allá hasta que llegué hasta un miembro de la guardia personal del gobernador. Creo que nuestra oferta de pactar una rendición con todas las garantías probablemente no llegó nunca al sultán. Y no fue por Blanca. Ella intentaba convencer al gobernador de que no que no se molestara en informarle, pero a pesar de ello la misiva fue encomendada a uno de los hombres de confianza, y no llegó una respuesta. Ni siquiera cuando envió un segundo mensajero, lo que hizo pensar al gobernador que el sultán no tomaba la propuesta en consideración. Aún no sé si realmente hubo alguien que la interceptó, aunque todo apunta a ello, ni quién es, pero lo averiguaré. Y te necesito para arruinar los planes de los que están detrás de todo esto, que ya sabemos quiénes son. Hago extensiva mi oferta a ti, champañés -Christophe ya había llegado a nuestra altura-. Eres como un grano en el culo después de un día entero cabalgando, pero un buen compañero para tus compañeros. Y eso es algo que yo sé apreciar.

-No pienso ir contigo a ninguna parte, como no sea para devolverle la jugada que me hiciste, bretón de mierda -contestó éste-. Así que vete olvidando.

Yo miraba a Guillaume. Gonzalo se aproximó a mí y me sonrió, manteniéndose en un discreto segundo plano.

-¿Y qué pasará con Jerusalén? -pregunté.

-Todo el mundo volverá a sus casas y el gobernador, al que a estas alturas los nuestros ya deben de haberle sacado de la letrina donde sin duda estaba escondido, gobernará como siempre. Eso sí, con nuestra supervisión. Espero que podamos restaurar el orden y la convivencia. Intentaremos mantener esta situación durante el máximo tiempo que podamos, y si podemos la llevaremos más allá. Con el menor derramamiento de sangre posible.

Meneé la cabeza. El menor derramamiento de sangre posible en aquella cruzada absurda siempre sería demasiado para mí. Pero sabía que la única opción que tenía de evitar que aquello no fuera sino el principio de un desastre mucho peor era mantenerme cerca de Guillaume. Y había mucho más. Pero antes de que pudiera abrir la boca, las figuras borrosas que había visto acercarse se materializaron, y yo les reconocí.

Lo primero que vi fue a Ferran, tumbado en una camilla, conducida por dos criados, con unos almohadones en la cabeza que le mantenían semiincorporado. Estaba pálido y sudoroso, y me miraba con tal expresión de odio que me paralizó. A su lado, alguien inesperado salió de las sombras. Era Omar. Estuve a punto de salir a su encuentro, pero sus ojos eran aún más helados que los de su compañero.

-Eres una traidora -me acusó Ferran, con un hilo de voz.

Yo me apoyé en Christophe y Guillaume para levantarme.

-No, Ferran, no lo soy. Me encuentro en una posición difícil. Entre la ciudad que me ha acogido y los hombres que durante varios años fueron mi familia y lucharon a mi lado. Pero a pesar de todo les he combatido porque considero que esta invasión era innecesaria. Sin embargo… tienes que confiar en mí… nuestro enemigo común es otro. El ataque a Omar… el desahucio de la familia de Roger… ellos son inocentes de eso. Créeme si te digo que todo ha sido una gran manipulación. No digo que los templarios sean unos santos, pero no son peores que la mayoría. No son peores que nosotros. Sí, una manipulación, y creo que no la única. Los rumores que circulaban por la ciudad, el odio creciente hacia el otro lado, la desunión dentro del nuestro… todo obedecía a lo mismo. Omar, Ferran, vosotros conocéis a Blanca. Ella estaba en la ciudad hasta ayer por la mañana.

Me miraron sin inmutarse. Con un estremecimiento, llegué a la verdad.

-Ya lo sabíais -constaté.

No contestaron.

-Fuisteis vosotros quienes propagasteis los rumores en la ciudad. Los que interceptasteis la carta del sultán.

Yo estaba especulando. Pero su continuado silencio me confirmó que, desgraciadamente, no me equivocaba.

-¿Y he de creer que contratasteis también a Ahmed y Alí para que me pararan los pies, pues temíais que acabara ayudando a los templarios? ¿Aprovechándoos de su odio hacia mí? ¿Sabíais también que Blanca pagó a Gauthier para matarme, quizá porque vosotros le hablasteis de mis problemas con él? Maldita sea, ¿con qué os ha comprado esa mujer?

-Sólo con la promesa de un mundo sin templarios. Donde los musulmanes pudieran vivir en paz, No somos como tú, Eowyn. No luchamos por dinero -intervino Omar.

-¿Cómo te atreves a decirme esto, Omar? Pensaba que me conocías -le dije, con más tristeza que enfado.

-Eso creí yo también. Ahora sólo veo a una mercenaria que vende a su pueblo. Márchate de Jerusalén, Eowyn, y no vuelvas nunca. Hoy habéis vencido, pero seréis derrotados muy pronto. Y, entonces, sufriréis. Pero recuerda que nosotros nunca quisimos hacerte daño.

La pequeña comitiva se dio la vuelta, sin más palabras. Vi, a lo lejos, un lujoso carruaje que me imaginé que los esperaba. Al menos los buenos médicos del sultán podrían salvar a Ferran, intenté consolarme. Unas lágrimas súbitas rodaron por mis mejillas. Me las sequé con rabia. Guillaume puso la mano en mi hombro.

-Algún día verán la luz, Eowyn.

Le miraba, destrozaba.

-No sé si nada vale la pena ya…

-Has de confiar. Siempre queda la esperanza.

-Sí, la esperanza. Esa tirana que no nos deja rendirnos y encontrar la paz.

-O esa hada beneficiosa que en nuestros peores momentos nos dice que todo puede cambiar radicalmente…

-Por mi parte, creo que voy a aceptar tu oferta, bretón -era Christophe quien hablaba-. Nada me retiene ya en esta ciudad. Y tendré que vigilar que Eowyn no se dedique a despedazar a ningún mando templario más, que luego eso trae muchos problemas.

-A ver si te despedazo a ti, idiota -dije, dándole un codazo en el lado ileso

Los ojos de Guillaume se iluminaron con un brillo travieso.

-Perfecto, pues ya estamos todos. Enseguida nos reuniremos con Yannick y emprenderemos la larga travesía hasta llegar a las tierras de la Corona de Aragón -me miró directamente-. Una travesía donde vamos a tener tiempo de hablar de muchas cosas… -pero yo no podía compartir su buen humor. Lo que había pasado con Ferran y Omar me había destrozado.

En aquel momento, Gonzalo se acercó a nosotros. Me dio una amistosa palmadita en la espada, aunque no se permitió más confianzas conmigo porque, aunque le había perdonado, aún persistía el grave malentendido que se había producido entre nosotros, y ya nuestras relaciones nunca volverían a ser las mismas.

-Siento interrumpir, pero llevo esperando tiempo para decir algo. Antes, cuando he pasado cerca del hospital, he visto que este hombre -señaló al médico- tiene el cadáver del mariscal de Aragón en un camastro entre sus heridos.

Yo di un respingo.

-No sé a quién os referís, señor -el galeno parecía desconcertado.

-Hablo del templario cuyo cuerpo se halla en el rincón más cercano al exterior.

-¡Ah, sí! Pero ese hombre no está muerto.

Se hizo un momentáneo silencio tras las palabras del profesional de la medicina

-¡¿CÓMO?! -exclamamos todos nosotros a coro. Nuestro interlocutor se apresuró a contestarnos.

-No. Tiene un hilo de vida. Las heridas de su cuerpo no son tan graves. Pero en algún momento recibió un fuerte golpe en la cabeza y su pulso es muy débil. Está sumido en un sueño muy profundo, una grave inconsciencia que le tiene más cercano a la muerte que a la vida, pero está estable. Desgraciadamente, es posible que no pase de esta noche. Pero también que se despierte en unos días. Sólo nos queda rezar y tener esperanza.

-Esperanza -dijo Guillaume, con una amplia sonrisa en el rostro. Miró a Gonzalo-. Por favor, comunícaselo a Bernard-. El aludido se echó a correr hacia la figura de mi antiguo amigo, que se perdía en dirección a la ciudad. El bretón se dirigió a mí-. Aprenderás a perdonarle, Eowyn -en su voz había un deje lejano de tristeza.

Yo me encontraba aún conmocionada por la noticia, pidiendo a los dioses en los que no creía que no se tratara de una nueva ilusión efímera.

-Ni lo sueñes -repliqué.

Me apretó el hombro con fuerza.

-La esperanza, Eowyn -dijo-. La esperanza.

FIN (de momento)

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