Crónica escrita por Pilar Fonseca y Hans Alejandro Herrera | Audiovisuales Diego Arévalo
José Miguel Tola de Habich (Lima, 1943), o simplemente Tola, nos recibe en su casa. “Cuando viene alguien a visitarme no lo hace solo, vienen tres, cuatro o cinco, por si acaso”, nos comenta medio en broma, medio en serio. Tola tiene fama de anfitrión temible. “Me he ganado mi independencia con ese mito de maldito”, nos confiesa.
Y sin embargo, nada parece así a simple vista. Es un placer para los ojos entrar en su casa y recorrer la colección de grabados y pinturas que cubren todas sus paredes desde la antesala. Su casa no es una casa, sino más bien una galería de arte en donde uno quisiera que el tiempo se detenga. Ávido coleccionista de piezas que datan de la década de 1950 hacia adelante, Tola no duda en intercambiar obras suyas por piezas artísticas, como un cocodrilo en madera de Bali que le costó el trueque de dos de sus cuadros.
No escucha música salvo To Ramona (Bob Dylan) para obviar el ruido callejero; no ve televisión ni lee periódicos, aunque le gusta leer best-sellers como Millenium; tampoco usa celular y por razones personales ha decidido refugiarse en su guarida que no sólo es su casa, sino también donde está su taller. En su casa, un teléfono de discado y la computadora son su única conexión con el exterior.
Podría considerársele un personaje excéntrico, como aquellos que pueblan sus pinturas, pero en un sentido más real y concreto. No tiene necesidad del exterior, o mejor dicho, ha decidido aislarse del resto del mundo, y por otro lado ha alimentado su fama de huraño para concentrarse en lo suyo: el arte. Aunque Tola no se considera un ermitaño: “No, porque no puedo vivir solo por voluntad propia, necesito compañía”. Y en especial, la compañía femenina. Ha tenido 4 matrimonios, y muchas amigas. “Porque mi mundo es un mundo de mujeres, conozco más mujeres que hombres”.
La brujería del artista
Además de pintor, Tola es grabador, escultor y vitralista, en donde ha empleado incluso su propia sangre, como nos dice con un cigarrillo en la mano y los dedos pintados de verde. Él es un artista de pocas palabras y muchos cigarros. A la pregunta de qué conmociones son las que nutren su trabajo, él nos responde: “De las experiencias personales, no tengo ningún contacto con la realidad, como que no uso la realidad como elemento. A veces pongo árboles así, pero como imaginario. La realidad exterior es demasiada agresiva, prefiero no salir porque yo soy más agresivo que ellos”.
Tola trabaja en su taller desde que se oculta el sol hasta antes del amanecer. En él hay una unidad de vida respecto al artista y su obra. “No complazco a nadie; al contrario, trato de imponer cierta estética para que la gente cambie utópicamente de nivel”. Es devoto de San Cipriano, a quien le enciende religiosamente una vela misionera todos los días a las seis en punto de la tarde, además de poseer un libro de conjuros del santo. “Soy un poco brujo”, nos comenta con su mirada penetrante.
Dejar un legado
Sobre sus aspiraciones actuales, nos cuenta que éstas han mutado en este su último periodo de artista. “Lo que tenía en la cabeza y a lo que aspiraba ya se acabó”. ¿Y qué pasa cuando se acaba la inspiración?, le preguntamos. “Puedes entrar a otro mundo de búsqueda más complejo. Lo que pasa es que todo lo que me propuse antes desde… no sé… los inicios de mi consciencia… como que ya los realicé. Ya no vivo en el presente, sino en el futuro, y el futuro es una habitación de 2x2 donde vives incomunicado.”
Próximo a cumplir 75 años, lo que más le parece interesar a Tola en este periodo sin aspiraciones es una de las más ambiciosas aspiraciones humanas: la trascendencia. “A mí lo que me interesa es dejar un legado a las nuevas generaciones. De repente no la aciertas, no. Pero de repente sí la aciertas y comunicas algo, o lo que has hecho no vale nada y se acabó. El arte y la ciencia son las únicas dos cosas que dejan algo para los demás”.