(JCR)
Ayer por la noche vinieron a cenar a casa dos sacerdotes africanos con quienes he tenido la suerte de compartir trabajo y alegrías en Uganda. Tocaba cena española, y alrededor de un buen jamón y una paella, ambos regados con abundante vino y cerveza, escuché una vez más las cosas que les han impresionado más de los días anteriores durante la Jornada Mundial de la Juventud. Me llama poderosamente la atención que lo que a ellos les llena de alegría para otros resulta un signo de desconfianza o incluso de falta de autenticidad: me refiero al carácter multitudinario de las celebraciones.
Durante las últimas semanas he leído numerosas entrevistas con personas que –por describirlas con alguna etiqueta- se sitúan en lo que podríamos llamar el progresismo eclesial y que no han ahorrado calificativos como “teatral”, “escenográfico” o “coreografía” al hecho de que los actos del Papa reúnan a enormes números de personas. Para ahondar en el argumento, se solía aducir que Jesús tuvo un número reducido de discípulos, que las multitudes le abandonaron y que la iglesia primitiva estaba compuesto por comunidades cristianas de más bien pocos miembros, cosa por otra parte bastante normal si pensamos que la Iglesia, como todas las instituciones, empieza de forma humilde y con pocos números y con el paso de los siglos sus miembros crecen en progresión grométrica. No tengo nada en contra de personas situadas en este espectro de la Iglesia, muchas de las cuales me merecen el máximo respeto, aunque aclaro que yo debo de ser un católico bastante rarito para los tiempos que corren, porque tengo buenos amigos en movimientos como el Opus Dei o Comunión y Liberación, como también los tengo en Redes Cristianas y grupos afines.
Pero a lo que iba. Sospecho que los 20 años que he pasado en África, más los frecuentes viajes que sigo haciendo a este continente me han hecho adquirir un gusto por las celebraciones frecuentadas por grandes números de personas. “The more, the merrier”, (cuantos más, más alegría), dicen los ingleses, y en ningún lugar del mundo es esto tan cierto como en África. A los cristianos africanos les encantan las celebraciones multitudinarias, y cuanto más duren mejor. La gente en África acude a los actos religiosos no sólo para rezar a Dios, sino para darse baños de humanidad y sentir la alegría de estas en compañía de muchísima gente. Sospecho que, tal vez, desde determinadas posiciones en Europa queremos imponer a toda la Iglesia y a todas las sensibilidades una desconfianza por las grandes multitudes que a lo mejor tiene que ver con nuestro individualismo. En España uno entra en una iglesia para asistir a misa, y en bastantes ocasiones se encuentra uno con un feligrés por banco y con grupos bastante pequeños de personas. Pues bien, si tenemos un acontecimiento mundial en el que se juntan más de un millón de personas venidas de todas partes del mundo ¿qué hay de malo en ello?
Mis amigos ugandeses con los que cené ayer no ven en ello nada que merezca desconfianza, al contrario. Tengamos, además, en cuenta, que el más de un millón de personas que se reunión durante los últimos días no es una masa que acude de forma acrítica y sin pensarlo, atraídos por la parafernalia de un charlatán, sino la suma de muchísimos grupos apostólicos de 193 países que, puestos todos juntos, representan un enorme número.
Así acabamos la cena. Impulsado por la euforia, y por las botellas de vino de las que dimos cuenta, les dije que volvieran cuando quisieran. Esta mañana me llamaron para decirme que vienen cinco a comer y me la he pasado en la cocina haciendo tortillas de patatas. A mi, personalmente, lo único que me da miedo de los grandes números es cuando vienen a comer y tienen buen saque, porque me obligan a pasarme la mañana en la cocina, pero en fin, bienvenidos sean. The more, the merrier.