Revista Cultura y Ocio

En la línea de flotación – @Innestesia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

El año en el que Nico conoció a Paula, murieron su cantautor y su escritor favorito. Un mal año, pésimo. Ella era una de esas personas que crean lazos emocionales con los artistas que más les influyen. Para ser justos, Paula los quería como si fueran primos con los que perdió el contacto hace años, pero aún seguían compartiendo mil recuerdos en común. Ahora se veía obligada a seguir su vida cultural sin ellos. Suspiraba un poquito cuando veía un libro, escuchaba una canción o algún desalmado los mencionaba en su presencia. Lloró a escondidas cuando se enteró. Lloró como cuando se llora de verdad. Una tragedia.

El mes en el que Nico conoció a Paula la panadería de la esquina del barrio donde ella vivía había anunciado su cierre. En cuestión de días se acabarían los colines con piropo a la antigua y las conversaciones sobre gatos con la dueña. La tranquilidad de saber que, pasara lo que pasara, su tienda de toda la vida seguía en su sitio de siempre, con sus clientes de siempre, vendiendo el pan de siempre. Ahora todo ese pequeño rincón de paz mental desaparecería en breve. Ella no tenía demasiado apego a su ciudad, pero los pequeños cambios como éste le hacían vibrar el zumbido existencialista. Desde que se lo dijeron, parecía que comprara el pan en un velatorio. Dos tragedias.

El día en el que Nico conoció a Paula, la empresa de publicidad en la que ella estaba como becaria había anunciado la suspensión de pagos temporal. Eso suponía haber trabajado y trabajar gratis durante un periodo ilimitado de tiempo. Aún no había reaccionado del todo, el hígado aún no había asimilado el trago amargo que ello iba a suponer, se limitaba a vagar por Madrid con mal sabor de boca y un agujero en el estómago para después. Tres tragedias.

El momento en el que Nico conoció a Paula, Andrés, un señor cualquiera con una vida cualquiera, acababa de perder un tren que le habría llevado a tiempo a una cita con un informático, uno cualquiera, que le diría que podría recuperar todas las hojas de cálculo del ordenador sobre el que había volcado, qué mala suerte, media jarra de cerveza. Desolado vagaba de punta a punta del andén. Él todavía no sabía que su problema tenía solución y rompió a patadas una triste papelera que no tenía culpa de nada. Cuatro tragedias.

Andrés miró a Paula y Paula miró a Andrés. Dos extraños en el mismo andén. En esos cinco segundos de miradas intensas, él le contó a ella el esfuerzo que había invertido en esos documentos, las horas que había echado en ellos y la reputación de contable del año que perdería al instante. Cuando pensó en su mujer y en sus hijos y en todos los momentos en familia que les debía, se le encogió el corazón, se le volteó el estómago y buscó en la mirada de Paula el perdón que jamás encontraría en otra parte.

Lo que Andrés no sabría sobre aquella chica triste del andén cinco era que, a pesar de su apariencia empática, ella ya se había convertido en otra persona. Culpa de Nacho, claro. Por eso, y aunque Andrés sintiera cierta conexión, jamás ocurrió. Paula pasó por alto los documentos, los hijos, la mujer y la culpabilidad. A este lado de la mirada lo que hizo saltar la presa fue precisamente la patada de rabia y resignación que ella debería haber lanzado justo treinta minutos antes a aquella papelera roja y triste de Cercanías. Un casus belli.

Todo esto Nico lo entendería después, pero antes debían pasar juntos meses de vino y rosas. Entendería después que ella era por aquel entonces esclava y reina de sus propios impulsos, que verla explotar en lágrimas no era raro, que los abrazos más sinceros le brotaban del pecho de repente. Aún era pronto para predecir a Paula. Él sólo fue testigo de la mirada.

El tercer hombre, desde dentro del vagón, a través del cristal que separa la realidad del tren del resto de realidades. Eso era Nico. Desde allí presenció uno de esos momentos raros entre dos personas, vio a Andrés y vio a Paula, cada uno en su propio universo a tres metros de distancia, mirándose en la estación de tren y rompiendo a llorar desconsolados, casi al unísono, en el momento justo en el que el tren paraba en su estación y les abría la puerta. Subieron ambos al vagón de Nico, cada uno por una puerta distinta, arrastrándose de escalón a escalón, de paso a paso, mientras se secaban las lágrimas y ahogaban pequeños suspiros de tragedias personales.

Apenas había dos hombres más allí, ajenos a todo el drama que se respiraba en el ambiente. Nico miraba a los nuevos pasajeros con fascinación. Siempre le había costado mostrar sus sentimientos. Lo de llorar subiendo a un tren le pasaba a otras personas, nunca a él. Ciencia ficción. Lo intentaba, es verdad que lo intentaba, pero no lograba entender qué clase de cataclismo estaban viviendo. Por eso no dejaba de estudiar sus gestos, sus mocos, sus miradas perdidas, sus hombros caídos, sus ojos hinchados. La gabardina verde pardusco que llevaba Andrés le hacía parecer soso, medio muerto, ya no era una cuestión de estilo, no era un tema de marca personal, era ya casi ontológico. No porque la ropa definiera a la gente, Nico sabía que ésas no eran las reglas, sino lo que aquel señor quería transmitir al resto de la humanidad con esa mierda de abrigo. Ese color, esos bolsillos, esa caída. Esa forma de no pertenecer ni a la gabardina ni al mundo en el que vive, de pobre de mente, de espíritu, de cultura, de ganas. Como un lastimoso se sentó en un asiento plegable del fondo y se quedó allí, dando pena, al fondo del vagón y con pena de vuelta Nico lo miraba de lejos.

Por eso no vio llegar el huracán de lágrimas y suspiros que Paula y toda su presencia llevaban consigo. Llegó y arrasó el hábitat y el clima de aquel rincón de cuatro asientos de un tren cualquiera de Cercanías Madrid. Al quitarse el abrigo, apareció un precioso jersey blanco de angora que le electrificaba todo el pelo y le daba luz a la cara. Las canciones de con guitarra del genio que murió, el libro póstumo que llevaba en la mano, las palmeras de chocolate, su futuro laboral y la enrabietada discusión con su hermano media hora antes. Por todo esto lloraba Paula, inconsolable, mientras esparcía sus cosas por los asientos libres, sin saber que lloraría por Nico nueve meses después.

No fue la inocencia del destino, porque el destino, si existe, es culpable. Fueron sus pequeñas manías obsesivas quienes la obligaron a sentarse en aquel lugar exacto. Las horas muertas de tren enseñan a cualquiera a teorizar sobre los asuntos más livianos. Por qué es mejor este vagón, esta puerta, esta ventana, este asiento. Nadie puede acusar a Paula, por tanto, de haber buscado a Nico en aquel momento, más bien al contrario. Fue él quien, sin saberlo, siguió el mismo razonamiento para sentarse allí. Tomó las mismas pequeñas decisiones intrascendentes, siguió las mismas pautas ilógicas y acabó decidiendo, sin saberlo, que quería conocerla y dejarse envolver por su ácido caos de dramas y trucos de magia.

Allí los dos, frente a frente por primera vez, sin saber que llegarían a ser un “ellos”, un “nosotros”, un “Paula y Nico”. Con todos aquellos mensajes sin enviar, sin las eternas llamadas de teléfono, sin las madrugadas de no dormir, las copas, las risas, los juegos, las ganas, el sexo, el amor. Su historia aún por escribir, la vida aún por romper y el futuro sin ganas de colaborar.

Paula, alborotada, miró a Nico, impaciente. La clase de mirada que supone un punto de inflexión. Que destroza la línea de flotación de barcos enteros. Un antes y después en dos pupilas que se cruzan. El cordero disfrazado de lobo con jersey de angora echó a correr hacia las largas pestañas de su presa, que ni lo vio venir ni supo esquivarlo. Inocente, como las grandes tragedias que arrasan siglos y naciones, miró a Nico y preguntó:
– ¿Tú también eres un hijo de puta?

Visita el perfil de @Innestesia


Volver a la Portada de Logo Paperblog