“Pero en el fondo él y yo idénticos. El mismo pesimismo. La misma idea de que no hay hombre que no sea un malcomido saco de porquería”. Es la voz de Esteban, el pensamiento afónico que escucha este viejo fracasado en el interior de su mente, sin mover los labios, mientras mira a su padre nonagenario, el padre al que desprecia, el hombre que nunca le hizo sentirse querido; él sí, realmente mudo, tan solo en el mundo como este empresario quebrado, anciano encerrado en un callejón sin salida, como tantos hombres reales que no supieron ver el estallido de la burbuja del ladrillazo y quedaron atrapados mientras lo apostaban todo a la carta equivocada.
“Parecía que no iba a quedarse ni un centímetro de terreno sin hormigonar; en la actualidad, el paisaje tiene algo de campo de batalla abandonado, o de territorio sujeto a un armisticio: tierras cubiertas de hierba, naranjales convertidos en solares; frutales descuidados, muchos de ellos secos; tapias que encierran pedazos de nada”. Esteban, vida estéril, se siente atrapado en la casa/taller/celda que comparte con su padre, que es de su padre. Porque él apenas ha llegado a tener nada, menos aún lo que no se puede comprar con dinero. Esteban reflexiona sobre su vida mientras 2010 acaba y siente que su vida es como ese suelo yermo y tapiado, un pedazo de nada.
Fuera de la casa/prisión, de la carpintería cerrada por quiebra, a Esteban sólo le quedan el marjal, la partida en el bar con los amigos que no son amigos, las visitas diarias de Liliana, la colombiana que lava la mierda de su padre sin inmutarse mientras le describe a Esteban un país de ensueño, semana tras semana, sablazo tras sablazo. “Imagino que sí, que al final todo se borra, aunque pasará un tiempo hasta entonces, ya sabes que el rencor dura bastante más que el amor, tu voz: no, hoy no le voy a decir para no preocuparlo, no quiero, le he dicho que lloro por mis cosas, pero no me pregunte, le he dicho que no se lo voy a contar, y ya está”.
Habla Esteban, rencoroso, solitario vencido, iluso traicionado, y habla Liliana, y sus voces se entremezclan en un diálogo que retumba en la casa/taller/celda sin salir de la mente de Esteban, que rumia su tristeza absoluta. Cruzan sus voces Esteban y Liliana, y Ahmed y Joaquín – dos de los cinco empleados de Esteban – y la mujer de Álvaro, el empleado que siempre pensó “heredar” el taller. Habla, poco, el padre de Esteban, comunista derrotado. Y habla Pedrós, prototipo del promotor/constructor que reinó en toda España y escapó indemne, dejando un reguero de cadáveres de carne, hueso y hormigón. Chirbes usa múltiples recursos literarios para que escuchemos sus voces y oculta con maestría el andamiaje para atraparnos en un mundo donde no hay Dios ni Marx.
Hay que adentrarse en ‘La orilla’ con una buena dosis de optimismo. Se agotará pronto. Son muchos los críticos que ya la han definido como la mejor novela de la crisis. Lo es, sin duda, pero porque también es mucho más. Chirbes – que ya narró en ‘Crematorio’ la crisiestafa del ladrillazo cuando todavía políticos y economistas negaban la burbuja – ha escrito un relato soberbio sobre la condición humana. No hay espacio para la esperanza, ni siquiera para imaginar el espejismo de la felicidad. “La mentira – rumia Esteban – es como el agua, incolora, inodora e insípida, el paladar no la percibe, pero nos refresca”. En esta magnífica novela sólo hay verdad y mucha, mucha sed. El agua de este pantano está envenenada.
‘En la orilla’. Rafael Chirbes. Editorial Anagrama. Barcelona, 2013. 440 páginas, 19,90 euros.