Cada día, a todas horas, en mi alma se agolpan palabras que se mueren por salir por mi boca y que provocan una batalla entre cabeza y corazón en la que nunca sé si acabo siendo derrotada o es mía la victoria.
Suelo saber qué decir, quizá siempre encuentro la palabra perfecta para animar a quien sufre y hacer reír a quien lo necesita. También sé tener una palabra amable ante quien se expresa con prepotencia y la ironía se convierte en el arma punzante que utiliza mi inteligencia. Pero, últimamente, me cuesta decidir qué callar y qué decir, escoger las palabras a las que les daré alas y cuáles recibirán sepultura en el rincón de mi alma donde se esconden las cosas que ya no quiero decir, ni sentir.
Nos creemos dueños de nuestras palabras, y en cierto modo lo somos, pero no nos pertenecen del todo cuando las palabras de otros deciden sobre las nuestras. Y así, por esas razones, las mías aprendieron a guardar silencio.
Hubo un momento, no hace mucho tiempo, en que era todo lo contrario. En que prefería gritar, cantar o susurrar todo, quizá porque no pensaba en las consecuencias o porque me creía tan valiente como para lidiar con ellas. Pero ahora mido tanto lo que digo como lo que callo.
Tengo miedo, he de confesarlo. Miedo a no saber explicarme, a no saber transformar en palabras mis sentimientos y a no poder controlar no hacer palabra la parte que no quiero mostrar de ellos.
¿Y cómo no tenerlo si, cuando he pretendido acariciar, se han interpretado mis palabras como balazos?
Estoy asustada, no lo niego. Asustada por no entender cómo un comentario honesto puede ser interpretado como un desprecio, por no encontrar coherencia entre lo que yo digo y lo que se interpreta.
Es frustrante, demasiado. Tanto, que me estoy acostumbrando a guardar para mí misma algunas palabras y, con ellas, el sentimiento.
Así, para evitar conflictos, he aprendido a evitar tratar ciertos temas con aquellas personas que solo entienden el idioma de su ego o con aquellos hipócritas cuyas actuaciones solo demuestran la incoherencia entre las palabras que defienden y los actos que ejecutan.
Esto se puede considerar incluso un gesto de madurez e inteligencia, ¿verdad? Cierto, pero lo detesto. Detesto no darme a mí misma la libertad de hablar cuando a otros les permito adoctrinarme sin considerar que ellos también pueden equivocarse y, de hecho, me he disculpado por errores sin cometerlos. Pero, sin duda, creo que en esta batalla dialéctica las que peor paradas salen son las emociones porque tal vez no son palabras, sino sentimientos, lo que realmente se nos queda balanceándose en la punta de la lengua.
He de confesar que he ido cambiando “Te echo de menos” por “¿Qué tal estás?” o “Necesito hablar contigo” por “¿Qué cojones estás haciendo?”, que he preferido callar un “Te quiero” que gritarlo a los cuatro vientos o que los “No me importa” han ido sustituyendo a todo cuanto me duele o me molesta. Involuntariamente, he ido cambiando las palabras que daban forma a mis sentimientos por otras en las que me siento más segura. He ido construyendo una fortaleza de palabras y silencios para luchar contra la debilidad de mostrar mi alma y arriesgarme a que se resquebraje. Si la honestidad sirviera para que aquel que la recibe la cuidara con cariño y dulzura, no necesitaríamos corazas. Pero lo cierto es que siendo sinceros nos exponemos a sufrir más de lo necesario porque no saben valorar nuestros detalles. No saben ver el frío, ni el fuego, en una mirada que acompaña a unas palabras templadas. No saben ver el temblor de unas manos que acompaña a la templanza de otras. No saben mirar más allá de lo que ven nuestros ojos ni escuchar con el corazón.
Pero por momentos, cada vez más escasos, vuelvo a ser yo y desde las entrañas renace la lava de un volcán que no hay frío que apague y entonces me importa muy poco cómo interpreten mis palabras ni tampoco lo que siento, dejan de importarme las consecuencias y tampoco me preocupan los remordimientos.
Por eso, aún me atrevo a dar puñetazos verbales sobre la mesa, a decir que algo me parece pésimo o dar mi opinión ante alguien que considera sus ideas y actos como perfectos. En esos momentos, grito “Te echo de menos” que chocan contra paredes, “Te quiero” que no esperan una respuesta porque ya no quiero escucharla o un “Me tienes harta” que a veces es un “Vete a la mierda” y otras no es más que una oportunidad para remendar una actitud, mutua, que necesita ser cambiada.
Libramos más batallas contra nosotros mismos de las que deberíamos y, por ello, hay veces que pagaríamos por bailar con un silencio y, sin embargo, en otras ocasiones morimos por romperlo, por lo que para mí es inevitable pensar que nuestras palabras van cosidas a nuestros sentimientos.
Nunca sé qué decir ni qué callar y esa es mi derrota, o tal vez mi victoria. Pero no me pertenece totalmente, es compartida por todas y cada una de las personas que me han enseñado que, a veces, callar es la única respuesta y que hay quien no merece escuchar un idioma, el del corazón, que no entiende.
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