(JCR)
A aquel hombre se le acabó la paciencia. Harto de ver cómo cada día los rebeldes de la coalición Seleka entraban en su casa sin miramientos y arramblaban con lo que les venía en gana, molestando de paso a su mujer y sus dos hijas, se enfrentó a uno de ellos con un cuchillo y le hirió. La represalia de los hombres armados –más bandidos que guerrilleros con una causa- fue contundente. Tras matarlo a golpes, incendiaron su casa y de paso otras 200 viviendas de su barrio. Ocurrió hace pocas semanas en Dekoa, una localidad 200 kilómetros al norte de Bangui, la capital de la República Centroafricana, país que desde diciembre del año pasado sufre una guerra de agresión que ha atraído poco la atención de la comunidad internacional, cuya atención sobre África durante las últimas semanas se ha centrado casi exclusivamente en Malí.
Después de aquel incendio, algo más de 500 aterrorizados residentes de Dekoa se refugiaron en la parroquia, en la que había dos misioneros combonianos: uno de ellos italiano y el otro centroafricano. Tras dos semanas allí se acabaron los víveres y la situación se volvió crítica. Hace pocos días, el provincial de la orden en Bangui consiguió organizar un convoy de ayuda humanitaria que, escoltado por soldados de la fuerza multinacional de países de África Central (conocida como la FOMAC) consiguió llegar a la parroquia de Dekoa. Con ellos viajó el padre Everaldo, un cura brasileño que acababa de regresar de vacaciones y que durante varias semanas aguardó en la capital la ocasión propicia para llegar a su parroquia.
Incidentes como este de Dekoa se han repetido a diario en todos los centros controlados por los hombres de la Seleka. A donde llegan imponen su ley de terror matando, violando y saqueando a placer. Varias organizaciones humanitarias y religiosas cristianas han sufrido el robo de sus vehículos, además de amenazas y agresiones a su personal. En muchos casos han destruido oficinas de la administración local e incluso infraestructuras como la fábrica de azúcar Sucaf, a pocos kilómetros de Bambari, cuyos empleados intentaron el pasado mes de diciembre defenderla con los pocos medios a su alcance. En casi todos los casos, el ejército centroafricano (conocido como FACA) huyó sin disparar un solo tiro.
El nombre Seleka significa, en lengua Sango, “alianza”. Se formó el año pasado al unirse cuatro grupos rebeldes que en años anteriores habían firmado acuerdos de paz con el gobierno de François Bozizé y que se quejaban de su incumplimiento. El 10 de diciembre ocuparon las ciudades de Ndele, Sam Ouandja y Ouadda, en el norte, y en pocos días avanzaron por el centro del país conquistando otros lugares sin encontrar resistencia: Bria, Bambari, Grimari, Kabo, Kaga-Bandoro, Dekoa, Sibut… Cuando llegaron a las puertas de Damara, a apenas 75 kilómetros de Bangui, en la ciudad cundió el pánico. Sólo el envío a última hora de soldados chadianos y de otros países de la CEEAC (Comunidad Económica de Estados de África Central) más un contingente de 500 tropas sudafricanas consiguió detener su avance. Bajo fuerte presión internacional, el pasado 11 de enero rebeldes, oposición y gobierno firmaron un acuerdo de paz en Libreville (Gabón) redactado a toda prisa y sin dar tiempo a que las partes en conflicto negociaran. A los países de la zona les preocupaba que si la Seleka llegaba a hacerse con el poder lo más probable es que comenzarían a combatir entre ellos y el caos podría extenderse a otros países vecinos.
A los pocos días de firmar el acuerdo un destacado líder opositor, Nicolas Tiangaye, fue nombrado primer ministro y a finales de enero se anunció el nuevo gobierno de unidad nacional, en el que hay tres destacados líderes de la Seleka. Pero el último mes ha mostrado abiertamente lo que todos temían: que hay una fuerte división entre las filas rebeldes y que cada comandante hace lo que quiere en la zona que ocupa. El que es supuestamente el jefe supremo de la Seleka, Michel Djotodia, nombrado nada menos que ministro de la Defensa en Centroáfrica, habla a menudo de “incidentes aislados causados por elementos incontrolados”, pero detrás de este lenguaje eufemístico se esconde una realidad muy preocupante: nadie de la Seleka parece escucharle ni obedecerle. El pasado 24 de febrero tenía que haber comenzado la retirada de los rebeldes hacia tres puntos de reagrupación (Ndele, Bria y Bambari) donde debería comenzar su proceso de desarme y desmovilización bajo la autoridad de la FOMAC, pero hasta la fecha se han negado a moverse de los lugares que controlan e incluso han amenazado con retomar su ofensiva sobre Bangui.
Varias cosas atemorizan a los centroafricanos sobre la Seleka, además de su agresividad y su falta de una autoridad central. La primera de ella es el origen de sus combatientes, muchos de los cuales son sudaneses o chadianos. Gobernado por dirigentes débiles que sólo buscan su interés, y falto de unas fuerzas armadas competentes, desde que se independizó hace 50 años de Francia la República Centroafricana ha sufrido el acoso interminable de grupos armados extranjeros que acuden interesados por sus diamantes, oro o marfil. Esto parece repetirse con este grupo insurgente que demuestra no tener ninguna agenda política más allá del enriquecimiento personal inmediato a cualquier precio.
Otro elemento muy preocupante es el hecho de que bastantes de sus líderes son musulmanes jihadistas. En todos los lugares que han ocupado, los hombres de la Seleka saquean las viviendas y comercios de los cristianos y en muchos casos venden los artículos robados a los comerciantes musulmanes. También han atacado y pillado numerosas iglesias y amenazado a los sacerdotes. Al obispo de Bambari, monseñor Edouard Mathos, le abrieron una brecha en la cabeza al golpearle en sus oficinas del obispado. Todo esto ha provocado un aumento de la tensión y desconfianza entre personas de distintas comunidades religiosas, en un país donde normalmente la gente de distintas religiones ha convivido siempre sin mayores problemas. En algunos barrios de Bangui muchos musulmanes se quejan de que sufren acoso por parte de sus vecinos, que les consideran como la quinta columna de la Seleka en la capital.
Además de todo esto, como han alertado desde diciembre las organizaciones humanitarias, miles de personas han escapado al bosque huyendo de la Seleka. Nadie sabe cuántas personas, sobre todo niños, pueden haber muerto de enfermedades o simplemente de hambre en los bosques donde muchos han permanecido durante semanas sin apenas provisiones. La apertura de corredores de ayuda humanitaria, acordada en Libreville, no ha sido respetada casi nunca por la Seleka y todos los días mueren personas en las zonas controladas por ellos por falta de asistencia médica.
Uno de los hechos más sorprendentes de esta crisis ha sido el muy cuestionable papel desempeñado por Francia. Cuando el presidente Bozizé se vio contra las cuerdas, pidió ayuda a la antigua colonia, pero el presidente François Hollande se negó a enviar tropas –aparte de las que existen para proteger a los residentes franceses y sus intereses en el país- alegando que los tiempos de la colonización habían pasado y que no estaban para apoyar a ningún gobierno ni para interferir en asuntos internos. No deja de ser curioso que en el caso de Malí Francia no ha tenido ningún inconveniente en intervenir militarmente dando como razón la necesidad de proteger a la población civil que se encontraba en peligro bajo la dominación de los islamistas. En Centroáfrica la población que vive en las zonas dominadas por Seleka sufre una opresión que no es menor que la que ha soportado los malienses del norte. Según muchos analistas, incluyendo prominentes hombres de Iglesia, Francia se tomaría así la revancha por la decisión de Bozizé de haber otorgado concesiones de explotación del petróleo descubierto en el Noreste del país a compañías chinas, en detrimento de las francesas. Una vez más, estamos ante intereses económicos que son determinantes para que una crisis se resuelva o no. En el interior del país se sigue muriendo en silencio lejos de los focos de los medios de comunicación y el futuro es de una incertidumbre total.