Revista Cultura y Ocio
En la trasnochadaMaría Jesús Mayoral Roche
Villamayor de Gállego, 16 de octubre de 2015
El Síndrome de Stendhal
Bendigo al cielo por no ser un sabio: esos montículos de rocas apiladas me han provocado esta mañana una emoción bastante intensa (es una forma de belleza), mientras que mi compañero, sabio geólogo, no ve en aquello que me impresiona, más que argumentos que apoyan la opinión de su compatriota, el señor Scipion Breislak, nacido en Roma, afirma que es el fuego el que ha formado todo lo que vemos en la superficie del globo, ya sean montañas o valles. Si tuviera la más mínima noción de meteorología, no me produciría tanto placer ver desfilar las nubes y disfrutar de los magníficos palacios o los inmensos monstruos que intuye mi imaginación. Vi una vez a un pastor suizo contemplar las cimas cubiertas de nieve del Jungfrau durante tres horas, con los brazos cruzados. Para él, aquello era música. A menudo mi ignorancia me acerca al estado de ese pastor.Stendhal
Los sicilianos son muy curiosos, muy preguntones. El pasado septiembre, en Palermo, en una de las tiendas del Corso Vittorio Emanuele –soy ya una clienta conocida-, un comerciante me preguntó si me gustaba viajar sola, si prefería hacer mi semana siciliana sola. Le contesté que me daba igual, que todos mis círculos saben que en septiembre regreso a Palermo y algunos se han apuntado a acompañarme en alguna ocasión, no sólo españoles sino también amigos italianos. El comerciarte me sonreía con picardía como queriendo saber algo más. Para satisfacer su curiosidad le aclaré, que de no viajar con gente muy afín a mis gustos prefiero viajar sola, que ciertas compañías pueden arruinar momentos, instantes y para eso basta un comentario: ese comentario estúpido en mitad del éxtasis que te hace sentir una obra de arte. No todos vemos lo mismo, ni contemplamos lo mismo, ni sentimos lo mismo.
Y es que esa misma mañana -como todos los años- me fui a disfrutar del Duomo de Monreale. Había muchos grupos de turistas. Yo me senté y me emborraché una vez más de aquella belleza, me quedé mirando a ese Pantocrátor que acoge entre sus brazos un ábside de vértigo, repasé las imágenes del Nuevo y Viejo Testamento y me volví para contemplar a la Virgen que está frente a su Hijo. Y mientras me sumergía en la magia de aquella nave cubierta de mosaicos y oro, los turistas se volvían locos haciendo fotos y siguiendo las explicaciones apresuradas de los guías. A la salida, tres españolas hacían la siguiente apreciación: Sí, es arte, pero vamos… Parecían decepcionadas, tanto, que restaban valor a cuanto habían visto. Un comentario de esta categoría en plena contemplación, que es a lo que voy, puede arruinar el más sublime de los momentos. Volviendo a la tienda, le conté este detalle al comerciante y me dijo: Eso es ignorancia. No, no es ignorancia –le contesté-, es falta de sensibilidad. Al oír mi respuesta sonrió abiertamente y esperó una explicación. En mi opinión no es cuestión de saber, de ser un entendido a la hora de contemplar una obra de arte. El año anterior, hice mi visita a Monreale en compañía de dos alemanas: una madre y su hija, una joven de veintitantos años. La hija me preguntó en italiano cuál era línea de autobús para ir a Monreale, le contesté que yo también iba allí y que el autobús no iba a tardar en llegar. Hablando, hablando, me dijeron que eran de Múnich y yo les dije que era española. La joven dejó de hablar italiano y comenzó a hablarme en español, lo había estudiado en Ecuador. Continuamos hablando en español, mi interlocutora dijo sentirse más cómoda hablando en español. La madre no comprendía nada y la hija de vez en cuando le hacía algún comentario. Me dejaron claro que eran católicas y que estaban muy interesadas en visitar el Duomo de Monreale. Al llegar a Monreale me pidieron que las acompañara. Fue increíble el impacto que les causó contemplar aquella nave cubierta de mosaicos; pero cuando la madre se sentó frente al Pantocrátor se arrancó a llorar de una forma incontenible, al verla, la hija se adoleció de aquel llanto. Yo supuse, por aquella emoción irreprimible, que acababa de perder a un ser querido. Al cabo de unos minutos se serenó y se dio un paseo por la nave central y las laterales; pero en cuanto terminó su paseo, se sentó de nuevo frente al Pantocrátor y volvió a llorar. He contado dos reacciones diferentes en un mismo lugar. El párrafo de Stendhal -que preside esta Trasnochada- dice bastante a este respecto. Yo, por fortuna, sufro el mal del escritor francés. Siempre pensé que este síndrome lo padecían los espíritus románticos, enfermizos y diletantes en extremo; creía que este síndrome era como esas dolencias que sólo padecen los de sangre azul. Reconozco que frente a un cuadro se me han saltado las lágrimas, otras veces me he quedado paralizada y también he sentido escalofríos. Fue en mi primer viaje a Palermo, después de una semana sorprendente, de un descubrimiento tras otro y de quedarme absorta ante obras de arte que no me esperaba… Al entrar por primera vez en la iglesia de Il Gesù (Casa Professa), sentí que las fuerzas me abandonaban en mitad de la belleza impactante que me rodeaba, tanto, que me vi obligada a sentarme en el primer banco que encontré, respiré hondo y cerré los ojos. ¡Qué emoción más indescriptible! Era como desfallecer ante la presencia de algo sobrenatural que intentaba apoderarse de mí sin ofrecerle resistencia. ¡No, no me resistía a tanta belleza!Este episodio, esa emoción fuera de control ante la belleza me dio que pensar, más que nada porque no me parecía racional y me hacía vulnerable. En mi viaje a Yemen me pasó algo parecido, quizá más intenso; pero lo achaqué a que era un país muy sensorial. Fue durante la puesta de sol, tras un gran ventanal contemplaba por última vez la ciudad de Saná. ¡Cómo no desfallecer ante lo que estaba viendo y sintiendo! Una ciudad de barro cubierta de pronto en oro al ser abatida por los últimos rayos de sol y en ese preciso momento, desde los alminares de las mezquitas, los muecines convocando a la oración de la tarde; parecía más un canto de guerra que la plañidera llamada a la que acostumbran en otros países musulmanes. No me vi obligada a sentarme porque estaba tomando el té en el suelo y ya sólo faltó el aroma a cardamomo para sumergirme en una magia sublime. ¡Dios, qué es esto… que me está pasando! Pensé en ese instante.Al regreso de mi primer viaje a Palermo, llamé a una amiga, otro espíritu diletante y fue ella la que me sacó de la duda echándose a reír: ¡Padeces el mal de Stendhal! Entonces existe… pensé. ¡Qué suerte la mía! No me privo de nada.Hablé con ese monje, en quien hallé la amabilidad más perfecta. Le alegró ver a un francés. Le rogué que me abriera la capilla, en el ángulo noreste, donde se encuentran los frescos de Volterrano. Me condujo hasta allí y me dejó solo. Ahí, sentado en un reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el respaldo para poder mirar el techo, las Sibilas del Volterrano me otorgaron quizá el placer más intenso que me haya dado nunca la pintura. Estaba ya en una suerte de éxtasis ante la idea de estar en Florencia y por la cercanía de los grandes hombres cuyas tumbas acababa de ver. Absorto en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba, por así decir. Había alcanzado ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía con fuerza el corazón; sentía aquello que en Berlín denominan nervios; la vida se había agotado en mí y caminaba temeroso de caerme.Me senté en uno de los bancos de la plaza de Santa Croce, releí con delicia los versos de Foscolo que llevaba en mi cartera…Dos días después, el recuerdo de lo que había sentido me dio una idea impertinente: es mejor para la felicidad, me dije, tener el corazón de esta forma que no la Legión de Honor.
Stendhal
Nota.- Los párrafos pertenecen al Diario de Florencia de Stendhal.