Estaba sentado en un banco leyendo la prensa, mientras, de vez en cuando, observaba a los niños jugar en el parque que se encontraba a pocos metros. Recordó mentalmente cuando él era ese niño despreocupado, ese niño que, en muchas ocasiones, echaba tanto de menos. Le gustaba la soledad, disfrutar de la tranquilidad, no echaba de menos a nadie. Compartía sus penas, que eran muchas, y sus alegrías, aunque fueran pocas, consigo mismo. Y es que, como él decía: “la mejor amistad que podemos tener somos nosotros, si nos sabemos apreciar”; aunque, en estos momentos, él no lo tuviera claro.
Vio llegar a lo lejos a dos hombres, más o menos de la misma edad, uno de ellos de posibles, pensó, a tenor de la vestimenta que llevaba. Pero, claro, a veces los seres humanos tendemos a engañar a la gente, o que la gente se tome un concepto de nosotros equivocado. Quién sabe, igual el que le acompañaba, ataviado con unos pantalones agujereados y una camisa que no se sabía de qué color era igual era un millonetis o un marqués o…lo dicho, a saber.
Sorprendentemente, vio como se acercaban hacia donde él se encontraba. “Vaya hombre” —pensó—, espero pasen de largo. “Que no quieran pararse por favor”. —Se dijo—. No se le ocurrió otra cosa que soltar el diario y ponerlo encima del banco, a fin de hacer creer que estaba ocupado. Pero, se haga lo que se haga, nuestro querido “Murphy” siempre nos hace una visita cuando menos lo esperamos. Y así fue lo que a Santi, que así se llamaba nuestro hombre, le pasó, lo del periódico no tuvo éxito alguno.
Los dos hombres se acercaron al banco, Santi se hallaba con la mirada al frente. A decir verdad no se sabía muy bien qué miraba: los niños, los árboles, las flores, todo en general, nada en particular…
—Buenas tardes caballero. —Dijo uno de ellos—, ¿le importa que nos sentemos?
Sí, claro que le importaba, ¿pero qué podía hacer?, al fin y al cabo estaban en un lugar público. Se lo tomó como una pregunta retórica, retiró la prensa y con un gesto les invitó a tomar asiento mientras él buscaba la página de deportes otra vez.
—Y bien, ¿cómo te ha ido la entrevista?—Oyó que le decía uno de los hombres al otro.
—Pues, a rasgos generales, Javier, creo que bien, pero no albergo ninguna esperanza.
—Vamos, Adrián, cambia esa actitud, con ella no conseguirás nada. Tienes para ese puesto la mejor de las titulaciones y el mejor historial laboral que nadie pueda tener. Además, muchos años de experiencia te avalan, recuérdalo.
—Sí, años, tú lo has dicho, casi veinte para ser más exactos. No creo que estén muy interesados en ese perfil por mucha experiencia como tú dices que tengo. A decir verdad, tampoco sé a ciencia cierta lo que buscan. Después de que a mí me hayan entrevistado a entrado un muchacho que bien podría ser mi hijo, ¿dará el perfil para ellos un recién salido del horno?
—Con ese aire de pesimismo no llegarás a ningún lado. Espero no hayas tenido esa postura hace una hora, sino, apaga y vámonos. Y la edad no habrá tenido la culpa.
—No, tranquilo, que he seguido todos los cánones que dicta el mundo empresarial: seguridad, mirar a los ojos a tu adversario, no cruzar piernas ni brazos…Dios, pero donde me veo. Quién me ha visto y quién me ve. Afortunado tú que lo tienes todo.
—¿A qué le llamas “todo”, si puede saberse? Sí, Adrián sí, tengo trabajo y en estos tiempos que corren eso es una auténtica lotería. Pero, hay tantas cosas que…tú sin embargo tienes una mujer maravillosa y dos niños estupendos mientras que yo sufrí la desgracia de perder a mi novia en ese maldito accidente.
—Lo siento, Javier, no pretendía… —De repente, no pudo por menos que sentirse el ser más despreciable del mundo—. Sí, igual me estoy quejando por tonterías.
Santi les escuchaba (era inevitable, se encontraba sentado justo al lado de ellos) y se decía: “pobrecitos: bienvenidos al mundo”. Los hombres seguían hablando, el que parece ser se llamaba Javier estaba ahora dando lecciones de moral. Que ganas de levantarse y darle un buen guantazo, pensó. Miró a los niños que se hallaban jugando y, luego, de refilón, miró al “filósofo”, como le bautizó. No supo quién era más crío, si ese niño con el polo naranja, que ahora iba a buscar su balón, o ese hombre con buenas pintas. ¿Y si se decidía? ¿Y si se levantaba y soltaba cuatro frescas? Se preguntó de quién era la culpa de que existieran personas así: ¿de la sociedad?, ¿de la clase política? Quién sabe, igual quienes debían estar sentenciados eran la mezcla de unos y otros, unos y otros que habían abocado a que este mundo se hundiera…Los dos hombres seguían con su perorata; ahora, quién hablaba era el tal Javier, quién recordaba ese trágico suceso. La noche, la oscuridad que todo lo envuelve, los efectos del alcohol mezclados con el verbo conducir…y el otro consolándole. Tenía gracia la cosa, pensó, no hacía ni diez minutos era el otro el que ponía su hombro, el que intentaba animar al que habiendo adoptado una postura “pobrecito de mi, nadie me comprende” se aquejaba de no tener empleo y de que nadie se fijara en él.
Un balón fue a parar a los pies del banco y un niño se aproximó para cogerlo. Santi se agachó, cogió el esférico, y se lo entregó al muchacho el cual se limitó a mirarle a los ojos y esbozar una sonrisa como única respuesta. Los dos hombres continuaban con su conversación:
—Sí, tienes razón, debo ser más positivo, o por lo menos intentarlo. Pero no es fácil, y aún suerte que por lo menos Malena tiene trabajo estable. Aunque lo suyo le costó, ya sabes que aprobó las oposiciones la cuarta vez que se presentó.
—Bueno, no es tarea fácil, ni la ponen fácil. Mucha gente que se presenta, mucho temario…pero bien le ha merecido la pena la lucha. Oye, y… ¿por qué no opositas tú?
—No, no, ni hablar, no estoy hecho para eso. Y que conste que no tengo nada en contra de los funcionarios, es que no se…Oye, que no me va, y punto.
—Vale, vale, lo que tú digas, solo era por proponerte salidas. Disculpe —dijo dirigiéndose a Santi—, supongo que le es inevitable escuchar la conversación, siento si le estamos aburriendo.
—No, no, para nada… (¡Y un cuerno!) —Respondió Santi, dirigiéndose a los contertulios—, no se preocupen por mí. La verdad, estoy tan absorto, que ni me entero, ustedes tranquilos.
—¿Algo interesante? —preguntó Adrián, señalando el periódico que sujetaba con manos firmes.
—¿Qué quiere?, lo mismo de siempre. A decir verdad, no sé para qué me molesto en comprarlo. Si pusiera en una hucha todos los días el euro que me cuesta, con el paso del tiempo saldría ganando. Me ha parecido oír que busca empleo —dijo dirigiéndose a Adrián—, ¿puedo saber de qué exactamente? Si no le importa el contármelo, claro. Pensó que ya que había tenido que soportar “la tragedia” de que invadieran su espacio mejor unirse a ellos. Como se suele decir: “si no puedes con tu enemigo, únete a él”.
—Pues busco trabajo de lo mío: concretamente soy escritor y también editor. Ahora mismo vengo de una entrevista para una famosa editorial.
—Ah, y, según lo que he podido escuchar, ¿se puede ser eso con veinte años? Lo digo por el jovencito que ha mencionado usted.
—Bueno, igual tenía unos cuantos años más, pero, desde luego, parecía un mozalbete.
—Así que, quiere encontrar empleo, y, para más inri, de lo suyo en los tiempos que corren. Veo que usted es de los que cree en eso de “por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas”.
—Puede. Y usted, ¿a qué se dedica? —le preguntó Adrián con aire de interesado.
—Miro, analizo, compruebo actitudes, aptitudes, dotes…Sin ir más lejos, ahora mismo estoy trabajando.
— ¡Ostras! —Intervino Javier—, un trabajo sentado en el banco de un parque, yo también quiero.
—No se confunda, que nada es lo que parece— y buscando en el bolsillo de su chaqueta les enseñó una tarjeta de identificación.
—No entiendo nada —dijo Adrián, mirando lo que ponía—, ¿a qué se dedica usted exactamente?
—Soy ojeador— respondió señalando a los niños del parque, enfrascados en la disputa del balón—. Les miro, les observo, analizo y, si veo alguno con posibles, ataco.
—Anda, eso resulta muy interesante —dijo Javier—. ¿Y de qué equipo, si se puede decir?
—Oh no, de ninguno. Yo no me vendo a nadie, y me vendo a todos. Ofrezco mi producto, en este caso mis descubrimientos a todos los equipos y, luego, a los que les pueda interesar, opto por el mejor postor. No tengo manías entre camisetas, colores, escudos, sentimientos…El mundo del deporte es un negocio más, se lo digo yo. Aunque muchos se empeñen en insistir en lo contrario, totalmente respetable, claro está.
—Y, alguno de los jugadores que hoy en día despuntan, ¿no lo habrá descubierto usted por casualidad?
—No me gusta alardear de esas cosas, no me gusta ser protagonista, prefiero estar en las sombras. Pero bueno, ya que le pica la curiosidad le diré un nombre: Zacarí.
—¡Madre mía, Zacarí, eso es fantástico! Ese jugador es un verdadero portento. Así que lo descubrió usted. Y, ¿se gana mucho con esto?
—Hay épocas, conseguir alguien como Zacarí es muy difícil. No crea usted que todos los críos pueden llegar y, los que llegan, al cabo del tiempo, se les ve que no eran tanto como en un principio. No sé si me explico. Y al revés también sucede, ¿saben? ¿Ven aquel niño de allí de la camiseta naranja y bermudas verdes?
—Ese que no da pie con bola se refiere —le dijo Javier.
—En efecto, ese. Pues, quién sabe, igual el día de mañana él es el futuro Zacarí. Mi trabajo da para subsistir, nada más. ¿Saben con qué gano más? Por ejemplo, con la posible publicidad que les puedan ofrecer; no deja que, pese a ahora tener su propio representante, a Zacarí lo descubrí yo, y eso me da derecho a ciertas cosas. Como una comisión (sustanciosa por cierto, el caché es el caché) en caso de fichajes, publicidad, entrevistas, etcétera. Este mundo lo comparo yo siempre con los anuncios de dentífricos: nueve de cada diez niños se quedan en el camino y, de ese porcentaje, el número diez posiblemente no llegue ni a la mitad. Un mundo en el cual yo estoy en las sombras. Pero bueno, eso pasa también en la realidad, la vida es un sendero de luces y sombras, ¿no creen? Sin ir más lejos, usted, Adrián vive una luz maravillosa con esa mujer y esos hijos que me ha parecido oír que tiene, aunque por otro lado le azote esa sombra del desempleo. Por otro lado, usted, Javier, tiene esa luz del trabajo y esa sombra que se le puso en su camino truncándole su vida sentimental. En mi caso, mi existencia se basa en luces y sombras dependiendo de a donde me lleve la corriente, —dijo señalando al parque—. Como del mismo modo en mi vida privada, aprovecho todos los momentos, todas las luces que se me ofrecen, intento que todas las velas que se me encienden a mi alrededor no se apaguen, que las bombillas que iluminan mi trayecto no se fundan y cuando vienen las sombras, cuando se va la corriente, cuando la cera de las velas se extingue, respiro hondo, cuento hasta cinco, hasta diez, hasta donde sea necesario y doy gracias. No por un motivo en concreto, o a lo mejor muchos en particular. Entonces todo vuelve a iluminarse.
—Anda—Habló Adrián—, veo que es de los que ve el vaso medio lleno. Seguro que si no fuera ojeador sería un buen psicólogo. En mi tendría a uno de sus mejores clientes, se lo aseguro.
—Todos llevamos algo de psicólogos en nuestro interior, incluso usted. Hay que saber leer algo de la mente humana, ¿no creen? Aunque lo más complicado sea saber leer nuestra.
—Sí, estoy de acuerdo con usted —Refirió Javier—. Debo decir, no obstante, que en mi caso jamás me he planteado el auto leerme la mente ni leerla a los demás.
—Pues debería, por lo menos la suya. Bueno, los dos deberían. Cerrar los ojos, concentrarse y buscar ese interruptor. Encender esa luz que les ayudará, de una vez por todas, a no vivir en las sombras. Porque ahí es donde viven ustedes ahora, a pesar de que tienen un montón de luces que brillan, pero ustedes no las ven. Miren en su interior, y, les aseguro, aparecerán. No es fácil, no se crean, pero se consigue.
Tanto Javier como Adrián escuchaban, anonadados. Cuanta sabiduría tenía o aparentaba tener ese hombre. Javier miró la hora en su reloj y le hizo señas a Adrián, se había hecho tarde.
—Disculpe, pero nos tenemos que marchar. Por cierto, ¿su nombre era? No recuerdo haberlo escuchado.
—Santi, mi nombre es Santi.
—Pues un verdadero placer haberle conocido. Intentaremos que la luz de sus palabras no se funda jamás.
Y, con esas, se levantaron, Santi les dedicó una sonrisa transformada en un “yo también estoy encantado de haberles conocido” y les vio partir. Luego, dejó el periódico en el banco, se puso en pie y se dirigió al parque. Tenía que hablar con la madre del niño de la camiseta naranja.
FIN