Revista Cultura y Ocio

En nombre de algún dios – @tearsinrain_

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Este relato describe una situación real.

El otro día, por razones laborales, estuve en un  Centro de Justicia Juvenil, para mantener una entrevista con una chica, o niña, de quince años. Pasé por arcos detectores de metales, tuve que dejarlo todo en una taquilla y el DNI a la mujer de seguridad, encerrada en un cubículo de cristal. Vi que las puertas solo puede abrirlas la guarda, a distancia. Cada vez que alguien del personal quiere cruzar una puerta, toca un timbre al lado de esta. Entonces la guarda comprueba las diferentes cámaras que tiene en su pequeño espacio de vidrio y aprieta uno de los muchos botones de un panel, abriéndose.

El Centro es completamente blanco: mesas, sillas, paredes, puertas… Hay cámaras en cada esquina. El equipo educativo del centro, educadoras y psicólogos, llevan todos un walkie–talkie con un botón de emergencia y se comunican con otras zonas del complejo con este artefacto. Se presenta una educadora y me dice que ella me acompañará a la presentación con Anabel, luego se irá pero antes que yo acabe, me pide, les gustaría charlar un rato conmigo. Claro, respondo. De camino me cuenta que el centro tiene espacio para 24 plazas, pero que ahora solo hay diecisiete chicas. El pabellón de los chicos, al otro lado del patio que no puedo ver, está siempre al máximo de su capacidad. Cruzamos dos puertas hasta llegar a un pasillo largo y estrecho a ambos lados del cual se distribuyen una serie de habitaciones pequeñas. Las de un lado son como las de las películas carcelarias, dos sillas y una mesa partida por una pared de cristal. Las del otro lado están cerradas con puertas metálicas, a la altura de los ojos hay una pequeña ventana para ver el interior, si estás fuera, y el exterior, si estás dentro. Entramos en la que tiene el número dos. Se trata de una estancia con cuatro sofás feos y una mesa de café en un rincón.

Anabel ya está allí. Me cuenta la educadora que Anabel tendría que llevar una pierna vendada, pues se cayó haciendo educación física, pero ella misma se lo quitó y no quiere que se lo repongan. Después de presentarnos, la educadora se marcha y me explica que, el botón que está al lado mismo de la puerta, es para avisar que quiero salir. Anabel me mira curiosa. Es una chica de pelo negro largo, piel algo morena, mirada segura de ojos oscuros. Me siento frente a ella después de apañármelas como puedo para mover el sofá que resulta pesar mucho más de lo que aparenta. Le cuento porqué estoy allí, pero ya lo sabe. Le cuento de qué va todo esto, ya lo sabe. A medida que le pido su relato para poder hacer un croquis de las razones por las qué ha acabado aquí, me doy cuenta que con 15 ha vivido mucho y muy deprisa. Dice que comenzó a fumar tabaco a los 10, a los once fumaba porros y bebía cerveza. A los doce, entrando en el instituto, se fue iniciando en el sexo y tuvo su primera relación completa a los 13. Siempre, asegura, he ido con gente mayor que yo, supongo que me veían allí, sola, y les hice gracia. Mentalmente repaso su expediente, que leí hace unos días y releí esta mañana, en el tren.

He dicho que había llegado a entrar en el instituto al acabar la primaria, pero allí solo estuvo de paso, duró bien poco hasta que empezó a faltar. A los 14 se fugó por primera vez de casa, poco tiempo, cuarenta-y-ocho horas, se pegó una buena fiesta. Luego las escapadas se fueron sucediendo, cada vez más lejos, cada vez más largas, cada vez con más riesgo para ella misma: llegaron las drogas, las borracheras, el sexo para conseguir drogas, las drogas para poder tener sexo. Evidentemente eso, añade Anabel, tenía sus consecuencias en casa. Cada vez más peleas con su padre, cada vez más gritos con su madre, llegaron a insultarse y a pegarse e intervino la Policía. Una, dos, tres, cuatro veces… La última la encontraron en la capital después de una desaparición denunciada de más de 72 horas. Primero fue a parar a un centro de salud. Cuando la cogieron tuvo un ataque de ansiedad y por eso acabó allí, drogada involuntariamente hasta las cejas. Salió en un mes y volvió a casa. Pero aguantó poco, unos días. Y después de una bronca fuerte con su madre, con su hermana pequeña delante, la policía la puso en manos de Fiscalía de Menores, juicio rápido con medida preventiva de ingreso en centro de justicia. Recuerdo la entrevista que tuve con los padres, los abuelos y una tía, y algunas piezas encajan, luego tendré que acabar de recomponerlas…

Pero hay un agujero, le comento directamente a Anabel. Por alguna razón, en algún momento, todo se aceleró, hubo un detonante que disparó su consumo de tóxicos, sus huidas, las disputas en casa, el absentismo escolar…  Le digo que sé lo de las discusiones de sus padres, donde se rompía todo, físico y psíquico, las escapadas del padre durante días después de los gritos, el hecho de que no la valoraban. Ella se encoje de hombros y se limita a responder: fui creciendo, supongo. Ya ha sido suficiente, pienso. Ha hablado mucho comparado con otras en su situación: la mayoría llevan un rebote encima que hace que sea casi imposible hablar con ellos, o simplemente se callan o te mienten. Algunos chicos y chicas, como Anabel, te cuentan lo que pueden como quieren. Le informo que dentro de 15 días es el juicio, que si la dejan en libertad vigilada, como es de prever, tendrá que volver a casa con sus padres. La chica sonríe y dice: “No quiero ver a mis padres. Lo que sea, menos ver a mis padres. Nunca.” Y ahí está el hueco que no consigo tapar. Le explico, por último, que sus abuelos se han ofrecido a llevársela con ellos al pueblo perdido en Castilla y León de donde es la abuela, un pueblo de menos de 100 habitantes en invierno. Piensa un rato y pregunta: “¿Y mi hermana? Alguien tiene que proteger a mi hermana.” Respondo que eso no le corresponde, que nosotros estaremos atentos. Vuelve a sonreír de esa forma en la que no sé si tiene 15 años o 30 y entonces dice que sí, que sabe que sus abuelos harían lo que fuera por ella, que allí lejos sería empezar de nuevo, aislada, sin tentaciones, y que con sus abuelos sí. Firma un papel en el que dice estar de acuerdo con esto y remarca que NO quiere visitas con sus padres. Ninguna. Pide ver a su hermana. Nos despedimos.

Después de ver a la chica, me reúno con el psicólogo que la lleva y con la educadora referente. Nos sentamos alrededor de una mesa de metal frío sobre la que descansa un teléfono de cable, blanco. Ni él ni ella sueltan el walkie en ningún momento, parece una extensión de sus manos, quizá teman que yo les salte encima y les clave la varilla de mis gafas. Me cuentan un poco como ven a Anabel. Empezó fatal pero ha hecho una buena progresión, aseguran, en estos momentos están contentos con ella, rinde en las clases, se relaciona más o menos con todo el mundo. Tampoco entienden que pasó con sus padres. Yo veo al hombre, al que conocí antes que a la chica, estricto, que no aceptaba a una niña con problemas para seguir el ritmo en clase y le exigía demasiado, tanto, que la presión pudo con ella. Veo a la madre, depresiva casi desde siempre, llorosa, explicando su historia y sobretodo, recuerdo la conversación con ellos en los que dejaban claro que la culpa de todo, de todo, era de Anabel. Ellos, aseguraban, habían sido buenos padres, “¿en nombre de qué Dios pedimos una niña así?”.

Y mientras me alejo del centro de justicia, pienso, un día más, como casi cada día, que el sistema es una mierda cuando tenemos que actuar protegiendo a unos padres de los hijos a los que ellos no supieron proteger.

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