Revista Cultura y Ocio
Tras el brutal atraco a la finca de la sierra donde los Salazar pasaban el verano, Edma, la hija pequeña, permaneció escondida largo tiempo detrás de las cortinas del salón. Ella tenía mucho miedo. Se negaba a enfrentarse con la muerte que la aguardaba al otro lado. Allí continuó minutos que parecían horas, días que parecían meses, mientras que su atormentada familia se inventaba todo tipo de triquiñuelas para hacerla salir. No hizo caso de las teatrales súplicas de su madre, ni de los incesantes correteos de sus hermanos invitándola a jugar, ni tampoco del tono grave y severo con que la llamaba su apocado padre. Solo la criada —que acababa de regresar de un par de días de asueto— pareció percatarse de su situación. “No tema m’hija, no tema”, repitió Jacinta con el rostro desencajado, al tiempo que apretaba en sus manos la cruz que colgaba de su cuello y salía presurosa a buscar ayuda. Poco después llegó el santero recitando a viva voz sus rezos. Cuando hubo terminado aquellos complejos rituales, Edma Salazar al fin sintió que la paz invadía la estancia y aceptó abrazar su destino, saliendo a la luz. Sus trenzas negras flotaban en el aire mientras corría, sollozando, hacia los policías que levantaban los cadáveres. “¡Se han ido!”, exclamó con un gritillo entre aliviado y doliente. “¡Se han ido!”.Texto e ilustración: Sara Lew