Reflexiones
¿En qué coño piensa la gente?
Nunca te has preguntado ¿en qué coño piensa la gente? Yo sí, muchas veces. En algunas ocasiones, incluso me he cuestionado si sencillamente piensa. Hasta me sorprende que la raza humana haya llegado tan lejos. O que todavía no se haya extinguido. Creo que si Darwin levantara la cabeza, rebautizaría su Teoría con el nombre de: Teoría de la involución. No es para menos. Te encuentras con cada ejemplar… Hay homo sapiens que parecen sacados de la máquina del tiempo, más o menos de la época de los cromañones. No por el aspecto, que también, sino por su nivel intelectual. Vamos, que les pones unas pieles por encima y puedes dejarles tranquilamente en el Museo de Historia Natural, al lado de los dinosaurios.
¿Qué coño piensa la gente que hay detrás de la puerta de los servicios?
Os voy a contar mi última anécdota con un involucionado. Bueno, en realidad eran involucionadas, y francesas, para más señas; aunque lo de la nacionalidad no es importante, hay involucionados en todas partes.
Semana Santa. Decidimos viajar desde Brighton hasta Barcelona en coche. Evidentemente, para llegar a destino, tenemos que atravesar Francia y, por cuestiones fisiológicas, parar en áreas de servicio. En una de estas paradas tengo que cambiar el agua al canario, así que me dirijo hasta la puerta de los aseos. Al llegar, me encuentro a unas señoras con pinta de autóctonas, esperando delante de la puerta, mirándola como si fuera la entrada a la dimensión desconocida.
¡Coño! Pienso yo. ¿Qué pasa? Si estas mujeres están esperando, igual es que no se puede entrar. Como acabo de llegar, y puede que me haya perdido algo, echo un vistazo rápido a mi alrededor. No hay ningún cartel que indique que no se puede usar el lavabo. Es más, al lado está el servicio de caballeros de donde van entrando y saliendo hombres. El de señoras no está transitado (hay que tener en cuenta que los servicios para mujeres son como agujeros negros: nos absorben y de ahí no sale ni Dios), pero no parece haber ningún problema.
Al ver que las tipas no hacen gesto para entrar, y siguen esperando, se me ocurre que el motivo puede ser que haya un «cagadero mosquetero» (uno para todas y todas para uno). No, imposible. El área de servicio es muy grande y no tendría ningún sentido que hubiera una única taza de váter para mujeres y varias para los hombres. Así que me acerco a la puerta con decisión para ir a mear, ignorando a las pavas; ni idea de porqué están ahí. Yo a la mía.
Joeeer… Si las tiparracas hubieran sido metal, y al abrir la puerta yo hubiera activado un súper imán, os juro que ni así, hubieran salido disparadas a más velocidad de lo que lo hicieron. Era como si yo les acabara de abrir la puerta a un Paraíso con aforo limitado. De repente, una estampida de francesas con la vejiga a rebosar estaba a punto de pasarme por encima. No iban a permitir que yo acaparara una de las preciadas tazas de váter antes que ellas. ¡La madre que las parió! ¡¿Se puede ser más tonta?!
Ya no me acuerdo si fueron ellas las que lograron ganar la carrera, o fui yo. Lo que sí que recuerdo es que interiormente exclamé: ¡¿En qué coño piensa la gente?!
¿Para qué coño piensa la gente que sirven las entradas numeradas?
Este tema ya lo toqué en el post «Toca Pelotas, esos grandes desconocidos», pero es que me enciende. No puedo soportar que alguien compre entradas numeradas y se siente donde le salga de los huevos. No por nada, sino porque está ocupando el espacio por el que otra persona ha pagado para sentarse. Eso es lo que me pasó a mí en el cine, donde viví una situación surrealista que ahora paso a contarte.
Mi pareja y yo fuimos a ver «Bajo el sol de la Toscana». Una mierda de película que, si llego a saber lo que me va a pasar, no voy a verla ni borracha. Al llegar a la fila que nos indicaban nuestras entradas NUMERADAS, encontramos un chico con su pareja, ocupando uno de nuestros asientos.
Nosotros: Perdona, creo que estás ocupando nuestro sitio.
Él: Sí, pero es que cuando he llegado, el mío estaba ocupado por esta señora.
Efectivamente, hay una señora mayor sentada en una butaca junto al él. Ah, muy bien, pensamos. Pues que la señora vaya a su sitio, tú te pones en el tuyo, y listos, ¿no? Pues no.
Nos disponemos a explicar a la señora mayor que esa no es su butaca pero…¡ que si quieres arroz Catalina! La toca pelotas dice que de ahí no se mueve. Está pegada al asiento como una lapa y parece que como no vayan los antidisturbios a darle cuatro porrazos (y aún así) no abandonará posiciones.
El chico (gilipollas) que ocupa nuestro lugar tampoco tiene intención de hacer cambios. Para arreglarlo, el muy imbécil propone que seamos nosotros los que ocupemos otra butaca. Como la sala ya está bastante llena, casi completa, decimos que no hacerle caso, porque si viene alguien, y nos encuentra sentados donde no nos corresponde, habremos creado un nuevo problema (efecto dominó). Lógico, ¿no? Pues nada. La vieja de las narices no quiere dar su brazo a torcer y el jeta que está en nuestro asiento no quiere discutir con ella.
A ver, que yo he venido a ver la película, no a conquistar butacas. Que si me avisan, me traigo la bandera y me lío a hostias. Pero no es el caso, por eso decido avisar a un empleado del cine, para que solucione el percal. Mala suerte. El chico que encuentro, lo que se dice poder de convicción, no es tiene. Pero al menos consigue que la vieja le enseñe su entrada. ¡Por fin vamos a resolver el misterio! ¿Le habrán dado asiento en primera fila y no quiere quedarse con la cervicales hechas polvo? ¡No! ¡Mucho peor! ¡Esa no es su sala! Como se quede, la muy zopenca vaa ver otra peli. Pero ella erre que erre: que de ahí no se mueve, que ha venido con su hija y que, hasta que no vaya a buscarla, no piensa despegar el culo del asiento. Y nosotros en la escalera, de pie, esperando, y alucinando pepinillos. ¿Quién cojones va al cine y pierde a una madre? Claro que tampoco podíamos pedir peras al olmo. De tal palo, tal astilla. ¿Os imagináis lo que hubiera sido juntar a esas dos, madre e hija, con las franchutes que esperaban delante de la puerta de los aseos? ¡Madre mía del amor hermoso! Fijo que hubieran salido en los periódicos.
Total, que mientras el empleado se larga a buscar a la hija de la señora, se apagan las luces de la sala y una chica, igual de inteligente que los que no querían moverse de sus asientos, nos dice que en la fila donde ella está hay dos butacas libres, que podemos sentarnos allí. Claro, claro… Dos butacas NU-ME-RA-DAS ¡¿En qué coño piensa la gente?!
Para abreviar, porque tampoco hace falta enrollarse para contar que todos ellos podrían haber estado en el museo de Historia Natural:
1. La chica que nos ofrece los asientos se molesta con nosotros por rechazarlos.
2. El jeta que ocupa nuestro asiento, se cabrea con nosotros (insultos incluidos) por decidir, él mismo, que va a ocupar los asientos que nos habían ofrecido a nosotros ¡Un genio de la estrategia! Pasa de ocupar un asiento que no le corresponde, a ocupar dos. ¡Toma ya!
3. Y por fin, cuando mi pareja y yo podemos sentarnos en nuestros asientos NUMERADOS… Llega la hija de la vieja que, después de una breve discusión con ella (por lo visto la señora no se fia ni de su propia hija ¡Manda huevos!) consigue desalojarla de la sala.
Nota: desde aquí recomendaría a la hija que, la próxima vez lleve a su Santa madre a alguna protesta en la que se tenga que ocupar edificios. En temas de ocupación y resistencia pasiva ¡la señora lo borda!
Como habrás podido comprobar, lo de ser gilipollas es como la varicela: si no lo pasas de pequeño, de mayor es mucho peor.
To be continued…
No olvides dejar tus comentarios más abajo. Seguro que más de una vez has pensado ¿En qué coño piensa la gente? 😉
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Olga
Adicta al chocolate y soñadora. Me dedico a escribir por placer.
Carta a los Reyes Magos o a Papá Noel (solo apta para mayores de edad):
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En Sapos Azules hay un montón de situaciones cómicas que seguro te llevarán hasta la pregunta de «¿En qué coño piensa la gente?».
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