Hace unas semanas, ya de madrugada, pudimos sentarnos en el sofá para hacer el esfuerzo de ver un par de capítulos de alguna serie en vez de caer rendidos en la cama y desmayarnos hasta el día siguiente. A mitad de un capítulo, después de haberme levantado no menos de tres veces porque el radar del nene le decía que yo no estaba en la cama y eso no podía ser, reflexioné en voz alta:
¿Qué hacíamos antes de ser padres? ¿En qué gastábamos todas las horas que teníamos disponibles? ¿No nos aburríamos?
No fuimos capaces de responder a la pregunta. Ni me acuerdo. Supongo que no hacíamos nada, que era una de nuestras especialidades. Ahora tengo la percepción de haber malgastado muchísimas horas de un tiempo que nunca volverá, que me hubieran dado para escribir cinco libros, hacer un curso de repostería, operarme ese tabique nasal para el que nunca he encontrado el momento oportuno, haber lavado los cristales de casa hasta tenerlos relucientes, aprendido a coser a máquina…
Ahora pienso en cómo me cunden los escasos ratos libres, en todo lo que soy capaz de hacer en lo que dura un capítulo de Dora la Exploradora y pienso… uff, qué mal, pero qué rematadamente mal empleaba yo el tiempo antes, cuántas horas vegetando delante del televisor sin hacer nada productivo.
Y entonces me acuerdo que mi madre siempre decía que a ella le gustaría volver para atrás en el tiempo, pero sabiendo lo que sabe en el presente. Así cualquiera. Claro, a mi también me gustaría volver para rectificar todos esos momentos vacíos y llenarlos del millón de cosas que tengo ahora en mente. Me encantaría explicarle a mi yo del pasado que los días como mamá son eternos y dan para tantas y tantas cosas que cuesta creerlo. Pero claro, es lo que tiene la experiencia, que cuando lo sabes, ya no puedes volver atrás.