Revista Opinión

En qué se parecen un moralista, un científico y un poeta

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
EN QUÉ SE PARECEN UN MORALISTA, UN CIENTÍFICO Y UN POETA

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     ¿Quién soy yo? ¿En qué consisto? Soy el que, arrojado al caos de lo disperso y cambiante, persigue el rastro de la unidad y de lo que permanece. Así consigo generar ideales, conceptos y metáforas, agrupando percepciones, imágenes o experiencias particulares bajo la égida de una regularidad: agrupo la multiplicidad de los días en verano o invierno, la diversidad de los animales en especies diferenciadas, la pluralidad de plantas en sus respectivas clases, la disparidad de mis recuerdos en un relato integrador…

     Gracias a ese afán unificador nacen, para empezar, los ideales, cuyo fundamento común constituye la ética. De esta forma, las unidades que hemos formado prolongan los casos particulares en dirección hacia un virtual punto de confluencia que trasciende lo que ha alcanzado a ser cada uno de ellos: en eso consiste el ideal. Un pequeño o cotidiano acto benéfico nos lleva a extrapolar la idea de bondad. Un atisbo de hermosura nos lleva a inferir el ideal de belleza.

     Nace también de esa nuestra propensión hacia la unidad la ciencia: el científico consigue encontrar los vínculos entre dos clases de fenómenos hasta entonces ajenos e incomunicados entre sí: Newton ve caer la manzana y encuentra por vez primera que eso obedece a la misma ley, la gravedad, que mantiene en movimiento a los astros.

     Y rastreando la unidad nace asimismo la poesía. Dice el poeta (según un ejemplo que aporta Ortega): “El ciprés es como el espectro de una llama muerta”. “Ciprés”, “llama”, “espectro” y “muerte”, ajenos el uno al otro hasta entonces, son unificados en la metáfora que ha conseguido imaginar el poeta.

     En nuestro propio afán unificador, hemos encontrado que el moralista, el científico y el poeta pertenecen, pues, a un mismo linaje. Pero hemos de prever que bajando un primer escalón desde ese piramidal vértice unitario han de aparecer las notas que permitan diferenciar también a uno de otro.

   Y así, observamos que el moralista genera ideales abstrayéndose de la realidad y yéndolos a buscar en ese plano etéreo en el que un platónico cancerbero no deja entrar a ninguna cosa concreta, pues todas ellas quedan reducidas a ser mero recuerdo, apariencia o atisbo del modelo que allí se guarda. “Es condición de todo ideal ―dice Ortegano ser posible realizarlo. Su papel consiste más bien en erguirse más allá de la realidad, influyendo simbólicamente sobre ésta, a la manera que la estrella influye simbólicamente sobre la nave. Norte y Sur no son puertos donde quepa arribar: son gestos remotos y ultrarreales que definen rutas y crean direcciones”[1].

     El científico, por su parte, envía su inteligencia a explorar por los recovecos de, esta vez sí, la realidad. Y, tras estratégicamente convertir las cosas en conceptos, en símbolos, observa cómo por debajo de dos fenómenos que discurrían a su arbitrio particular aparece una ley que los unifica. Una ley que no se desenvuelve, como ocurre en el caso del moralista, en el etéreo mundo de lo inmaterial, sino en este otro, más a mano, de lo constatable, de lo experimentable, de lo repetible, el ámbito aquel que Newton descubre que comparten manzanas y astros.

    Mientras tanto, ¿de dónde extrae el poeta su potencia unificadora para crear un ámbito en el que puedan conjuntarse el ciprés, la llama, el espectro y la muerte? No es en el punto de confluencia de los mejores destinos de cada una de estas cosas, que es en donde lo que buscaría el moralista, ni es en la realidad que atiende el científico donde se conjuntan tales elementos. Es en el íntimo área sentimental del poeta donde se encuentra lo que los unifica. Es allí donde ciprés, llama, espectro y muerte encuentran la argamasa de una emoción compartida que se encargará de unificarlos. Esa argamasa es la metáfora. “La metáfora, pues, consiste en la transposición de una cosa desde su lugar real a su lugar sentimental” (Ortega y Gasset[2]):

     La moral, por tanto, unifica elevando las cosas hacia un modelo ultrarreal. La ciencia lo hace observando modos equivalentes de comportarse las cosas. Y el poeta emite radiaciones sentimentales que crean un manto unitario que envuelve cosas incompatibles.



[1] Ortega y Gasset: “El Espectador”, Vol. V, O. C., Tº 2, p. 434.

[2]Ortega y Gasset: “Ensayo de estética a manera de prólogo”, O. C. Tº 6, p. 261, nota.


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