No es culpa de nadie. Nada lo es.
La culpa no existe, nos la inventamos para fastidiarnos, porque nos encanta boicotear nuestras vidas e impedirnos ser felices... Porque cuánto más asustados estamos más solidas son las barreras mentales que construimos.
La culpa es sólo un fardo inútil que decidimos cargar en un mal momento. A veces, la cargamos por iniciativa propia, otras porque algunos estaban cansados de llevarla en su equipaje y necesitaban repartir ese peso atroz o eliminarlo y deciden pasárnosla. Aunque la decisión de asumirla o no es siempre cosa nuestra, nadie nos obliga a nada o no debemos pensar que lo es. Muchas veces, nos la pegamos a la espalda y la arrastramos incluso cuando el alma nos pide tregua, a sabiendas de que nos amedranta el ánimo y nos carcome las ilusiones. Aún cuando duele tanto su peso que nos amarga esos momentos hermosos que nos salpican los días...
La culpa es avariciosa, se instala en tu pecho y se va haciendo gorda, rotunda, gigantesca. Se alimenta como el odio de emociones negativas acumuladas, esas que esperan que les demos un vistazo pero que no queremos recordar, que no queremos mirar a la cara ni estudiar porque duelen. Devora todo aquello que nos asusta y decidimos no sentir ni racionalizar, lo que no aceptamos ni maduramos, lo que no queremos afrontar... Se cuelga en nuestros ojos y hace que los párpados queden eternamente caídos. Anida en nuestras manos y las deja muertas... Se nos columpia en los brazos y ya no ajustan cuando abrazan. Nos redibuja los labios y los pone mirando al suelo y hace que el asco viva en nuestros pensamientos... Lo impregna todo, lo censura todo, lo invade todo de ideas lúgubres y pasos perdidos.
La culpa es una correa, una losa atada a una cuerda, un corsé que te oprime el pecho. Es una bocanada de aire sin oxígeno, un habitación oscura de la que nunca crees poder salir... Un universo perfecto en el que jamás puedes equivocarte ni ensuciar nada... Un suelo repleto de raíces que te engullen tus pies...
Y nos culpamos por todo. Por no ser cómo creemos que deberíamos ser. Por no ser cómo otros creen que deberíamos... Por no llegar, por no querer, por querer demasiado... Nos culpamos por decir que no y por decir que sí. Por decidir y por postergar. Nos culpamos por no destacar y por destacar demasiado. Nos culpamos por atacar, por huir y por quedarnos paralizados. Cuando en realidad, lo que nos falta es comprendernos, aceptarnos, conocernos.
Sin embargo, en el fondo, no hay culpa. Es algo inútil. No tiene sentido, ni sirve para nada más que para causar angustia y dolor. Nadie la tiene y nadie la lleva. Cuando decides preguntar por ella y hacer el ejercicio de sentirla para analizarla, se desvanece, se esfuma, se licua y cae sin ver a dónde va. La culpa no es más que una mala versión de nosotros mismos esperando una colleja, una revisión, una reparación. Basta un simple ejercicio para dejarla sin vida, para fulminar su voraz hambruna por controlar nuestros pensamientos. Basta con nombrarla en voz alta, airearla y ponerle un nombre para que desaparezca.
Cuando llevas el timón de lo que sientes y de lo que te duele, cuando haces revisión y preguntas qué falló y lo aceptas, te aceptas a ti mismo y decides mirar al futuro y notar el presente en lugar de regodearte en el pasado y quedarte encogido por el miedo... La culpa vuela.
No hay culpables, hay personas que se responsabilizan de lo que sienten y de lo que hacen y personas que no saben cómo o deciden esconderse.
No sirve nada cargar culpas ni cargárselas a otros. No sirve de nada acrecentar nuestra rabia por lo que otros han hecho y cargarles el peso de nuestro dolor. A veces, las personas hacen cosas que nos perjudican porque no saben más, no pueden o creen que no pueden, porque no están preparados para hacerlo mejor... Algunos atacan porque tienen miedo otros porque no conocen las palabras suficientes para dialogar...
Mejor soltar esa carga, aligerar el paso, pensar cómo resolverlo, cómo arreglarlo, cómo vivir con lo que hemos aprendido y respirar. Dejar de castigarse, ser responsables de nuestras vidas... Los culpables arrastran su culpa. Los responsables escogen el camino. Deciden cómo reponer su falta, cómo superar el bache y asumir lo que conlleva... Cómo responder y dar la cara, saltar el obstáculo y crecer con él.
Cuando culpas a otras persona de lo que te pasa le das riendas de tu vida, le concedes poder sobre tus emociones y sentimientos... Le permites decidir qué te molesta y qué no, qué te duele y qué te hace feliz. Cuando te culpas a ti, permites que tu pasado aniquile tu futuro y corrompa tu presente. Te privas de escoger, de sentir, se vivir, te condicionas, te atas.
Afloja las correas que tú mismo te ciñes a la conciencia. Disculpa tus errores y construye con ellos una balsa que te permita salir de este pantano cenagoso.
No hay culpas, hay posibilidades, hay oportunidades, hay responsabilidades. No hay culpables, hay quién mira adelante y quién se obsesiona con mirar atrás. Hay quién vive atado y quién vive libre...
Hay quién decide arrastrarse para siempre y llevar un estigma y quién sabe perdonarse y perdonar.
Fuente: Merce Roura.
C. Marco