Revista Cine

¿En serio, Jack?

Publicado el 17 noviembre 2019 por Josep2010

Cualquier persona aficionada al cine que se haya preocupado por sí misma de visionar películas del siglo pasado - digamos del período de cuatro décadas comprendido entre 1940 y 1980 - se habrá dotado de una cultura visual que le permitirá apreciar el arte cinematográfico como tal y sabrá discernir perfectamente que en una época se estrenaban cintas que al mismo tiempo entretenían al espectador mientras le ofrecían estímulos intelectuales para opinar sobre lo divino y lo humano, para debatir, conversar; y que desde unas pocas décadas atrás, los estrenos se vienen conformando en su mayoría por cintas que dan espectáculo, con imágenes sorprendentes en lo visual y sonoro pero huecas de contenido intelectual, vacías por completo, productos de usar y tirar.
Desde los inicios del cine han existido y siempre habrán películas de mero consumo, productos para pasar el rato con la mente en blanco sin mayor interés y sería necio negar la posibilidad del respetable de acudir a ver lo que podríamos definir eufemísticamente como fuegos artificiales con belleza instantánea y nula trascendencia, entre otras razones porque nadie tiene derecho a exigir que una película alcance unos requisitos mínimos para ser considerada arte cinematográfico ya que el arte es etéreo y catalogarlo y constreñirlo a nuestro gusto probablemente dejaría fuera los gustos de otros con el mismo derecho a paladearlo de la forma más subjetiva posible: esa libertad es la que nos impele a debatir y en el intercambio de pareceres usualmente el cinéfilo halla casi tanto placer como en el visionado de la película. Cinéfilos de lustre como Peter Bogdanovich, Woody Allen y Martin Scorsesse son buena muestra de la pasión arrebatadora que el buen cine les provoca y viéndoles disertar sobre su arte y más del de sus colegas, uno percibe de inmediato la grandeza del arte cinematográfico y queda aterrado cuando de sus labios se escuchan lamentaciones del derrotero actual del cine en general, porque el porcentaje de películas espectáculo con mucho ruido y pocas nueces se ha incrementado notablemente hasta un nivel nunca antes visto.
El cine como medio de comunicación a las masas desde el primer momento de éxito recibió la interesada atención de los estamentos gubernamentales: desde Leni Riefenstahl hasta exiliados como Billy Wilder o William Wyler dedicaron porciones de su arte para defender ideas políticas y todos sabemos que en la posguerra mundial se incrementó de forma notable el uso del cine como forma de implementar en todo el mundo las teorías que se cocían en hollywood, mezclando rápidamente intereses políticos y económicos y persistiendo en una constancia digna de encomio en la invasión cultural de cualquier pedazo de mundo en el que hubiera posibilidad de exhibir una película. No hay más dar un vistazo alrededor, se halle uno donde se halle, para comprobar que el trabajo que han realizado ha sido exitoso, porque la comida basura, el café infecto y las gaseosas repletas de azúcares dañinos están en el lugar más remoto y da un poco de risa que el antaño omnipresente tabaco rubio haya pasado a la categoría de perseguido con la misma fuerza con que ahora se alzan voces difamantes buscando una venganza tardía o una fama instantánea, siguiendo unas modas que perpetúan la injustificable influencia del hollywood cada vez más rancio en la forma de vivir del resto de los mortales.
Así las cosas, hete aquí que ahora ya no hace falta salir de casa para ver películas; de hecho, ya hace muchos años y gracias a la televisión, los cinéfilos podíamos disfrutar de películas que habían salido de las salas de estrenos y gracias al televisor cada uno en su casa, solo o en compañía, saboreaba cine del bueno. El punto es que ahora se estrenan directamente en la pantalla doméstica películas con grandes presupuestos, porque hay compañías que han visto en el servicio a domicilio una forma de conseguir pingües beneficios, lo que particularmente, me parece muy bien. Además, así hay unos buenos miles de cinéfilos que podrán disfrutar cine de actualidad al mismo tiempo que otros que viven en las grandes ciudades: el televisor democratiza la capacidad de estar al día de los eventos culturales: igual que ocurre con el cine, en otro arte total como la ópera, por ejemplo, aficionados al bel canto pueden disfrutar estrenos en su salón que de otro modo les resulta imposible. Eso está bien, sin duda.
Como todo en la vida, las virtudes de la comunicación digitalizada pueden ocultar, disimular o disfrazar vicios deleznables, intereses mezquinos y voluntades faltas de ética que persiguen satisfacción a largo plazo sirviéndose de insidias disimuladas casi como mensajes subliminales para torcer ideas previamente admitidas como ciertas y razonables.
En 1990 se estrenó La caza del Octubre Rojo presentando al analista de la CIA Jack Ryan -personaje debido a la pluma de Tom Clancy en su primera novela de 1984- y también a un militar desertor de la U.R.S.S., dándose la coincidencia que esa unión estaba prácticamente disolviéndose con gran regocijo de los U.S.A. por lo cambios que iba a suponer en los rifirrafes de la llamada guerra fría. En la película se refuerza la bonhomía del desertor soviético que, como no, se acoge raudo a la protección estadounidense: mensaje claro y alto en una ficción basada en hechos reales más o menos similares.
El personaje de Jack Ryan aparecerá luego en hasta cuatro películas más y curiosamente su interés corre parejo a la calidad de sus intérpretes descendiendo paulatinamente hasta que el año pasado la empresa Amazon decidió que ya era hora de sacarle provecho en forma de serie para sus clientes abonados y en este año 2019 acaba de presentar la segunda temporada.
¿En serio, Jack?Las series estadounidenses actuales gozan de presupuestos inimaginables para la cinematografía de algunos países e incluso de la propia industria cinematográfica propia como hace muy poco ha manifestado Scorsesse agradecido porque ha hallado en esos novísimos reductos cinematográficos de salón el sustento para su última película.
Aún así las dos temporadas de Jack Ryan adolecen del mal actual: un guión sin alcanzar el nivel presupuestario, lleno de tópicos (un compañero de raza negra y además musulmán es un efectivo reclamo de espectadores) sobados e interpretaciones vulgares con una circunstancia, en la segunda temporada, que es la que me ha provocado ganas de ponerme a escribir: la manipulación más burda, evidente y asquerosa que recuerde haber visto en pantalla, aunque sea chica.
En esta segunda temporada el analista Jack Ryan acabará por desplazarse a Venezuela con la excusa que un día los satélites vieron partir de una isla remota un misil y que luego un barco parte de esa misma dirección hacia Venezuela, descubriéndose lo que un miembro de la inteligencia asegura es una repetición del caso Bahía Cochinos, cagadito de miedo porque desde el lugar hasta tierras "americanas" (ya hemos dicho mil veces que América es mucho más grande que los U.S.A.) apenas hay treinta minutejos de nada a toda castaña, velocidad usual de los misiles. Así que raudos, para salvar el mundo (el suyo, claro) montan una operación para invadir de forma subrepticia Venezuela entrando por un río y hasta llegar a donde está el campamento donde piensan que hay algo que va a perjudicarles, resultando que se trata de una explotación minera de un material estratégico que vale, claro, una millonada y en manos de los chinos, por ejemplo, desestabilizaría el mercado global.
¿Lo han entendido? Pues eso: que peligra la pasta.
No contentos con este guión nefando y pueril los mamporreros que pasan por guionistas deciden que el ficticio Presidente de Venezuela se llamará Nicolás Reyes (con los rasgos de Jordi Mollá) y justamente, mira por donde, se halla en trance de unas elecciones en las que su única oponente es la esposa de un político de la oposición desaparecido (que luego sabremos está en un presidio en la jungla, fíjate tú, justo al lado del pozo minero de antes) y claro, tiene que hacer lo imposible para ganar las elecciones, a base de asesinatos, bombas, engañando a todos, al punto que incluso mata por su propia mano a su amigo y lugarteniente.
La vomitiva manipulación es inexcusable: situar la acción en Venezuela con un presidente homófono del real y atribuirle crímenes repugnantes debería producir en el espectador un rechazo total y así lo espero. Vaya por delante que no tengo ninguna simpatía por el Presidente Nicolás Maduro, pero puestos a usar el enorme campo de comunicación que Jeff Bezos tiene con Amazon para darle un coscorrón a Maduro, bien podría haber encargado un documental fidedigno y exhaustivo sobre el político (iba a escribir dignatario, pero me pareció inadecuado) antes que encargar una ficción tan rastrera y abyecta que no merece en absoluto perder ni media hora en verla y lo sé porque la he visto entera y además de exhibir la trama una catadura moral inmunda es una castaña aburrida e infantiloide.
Ese y no otro es el mayor problema que intuyo relativo a la progresiva eliminación de las salas de cine sustituidas por la pantalla casera: en el cine, al menos, cuando sales puedes comentar lo que has visto, relacionarlo, incluso oír de pasada comentarios de otros espectadores y todo ello ayuda a relativizar y a poner en su sitio cada concepto. En la privacidad del hogar el espectador de buena fe puede quedar sugestionado por un relato fraudulento y adoptar ideas interesadas que a la larga beneficiarán a tipos multimillonarios como el tal Bezos:¿quién te dice que no hay por ahí realmente un yacimiento en Venezuela y que ya le han echado el ojo Jeff y amigotes? Por no hablar, una vez más, de la conversión en costumbre propia de elementos foráneos que nada tienen a ver con la cultura de cada espectador: la globalización está bien según para qué, pero no a todos tiene que gustar el mismo café nefando.
Avisados quedan: tomen distancia.

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