Anna Seguí, ocd
Definición de la oración
Puesta a hablar de la oración teresiana, quiero enmarcarla dentro de la genial e histórica definición que escribió Teresa; sus palabras brotan de la experiencia personal y relacional mutua con Jesús, y dice ella: “Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8,5). La genialidad de esta frase surge de la grandeza de alma de Teresa, quien hará de la oración su modo de vida, y así, para Teresa y sus monjas, orar será amar y decirlo con la vida. “Comenzóme mucho mayor amor y confianza de este Señor en viéndole, como con quien tenía conversación tan continua. Veía que, aunque era Dios, que era hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura, sujeta a muchas caídas por el primer pecado que Él había venido a reparar” (V37,5).
De este modo, su oración será volcar ante Él todo lo que le pesa en el corazón, sus gozos y sus esperanzas, con la confianza de ser escuchada y atendida, hasta descansar en Jesús.
Devenir orantes
Devenir orante es un trabajo que requiere “determinada determinación” a acoplar nuestra voluntad a la de Dios y querer lo que Dios quiere, en esto, el modelo de perfección lo tenemos en María, cuando dice: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Orar es: Darnos “a su Majestad con la determinación que Él se da a nosotros” (C 16,5), darle a Dios tiempo y vida. Cuando Teresa nos habla a sus monjas de lo que es realmente ser orantes, ella nos dirá sin remilgos: “Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se os olvide esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; y -como diré después- estad muy cierta que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual: quien más perfectamente tuviere esto, más recibirá del Señor y más adelante está en este camino” (2M 8).
Mujer profundamente sensible, colmará y calmará sus ansias afectivas a fuerza de relación amorosa con quien sabe la ama: Jesús. Su apasionamiento afectivo es algo temperamental y esa realidad no la cambiará nunca, pero la conversión la lleva a pasar de los amores al Amor polarizador y seductor de Dios, y esto la estabiliza. De Él dirá: “En veros cabe mí, he visto todos los bienes” (V 22,6). “Toda me querría, cuando esto veo, deshacer en amaros! ¡Cuán cierto es sufrir Vos a quien os sufre que estéis con él! ¡Oh, qué buen amigo hacéis, Señor mío! ¡Cómo le vais regalando y sufriendo, y esperáis a que se haga a vuestra condición y tan de mientras le sufrís Vos la suya!” (V 8,6).
Presencia y encuentro
Teresa de Jesús ora porque se sabe convocada por una Persona, un Nombre y una Presencia: Jesucristo. Presencia y encuentro se realizan dentro, en el interior del ser, y Teresa afirma que, “La puerta para entrar en este castillo (en esta relación interior) es la oración” (2M 11). Orar será hacerse iguales en el amor, tomar semejanza de este Dios que nos vive dentro, y así exclama: “¡Oh precioso amor, que va imitando al capitán del amor, Jesús, nuestro bien!” (C 6,9). “Determinadamente se abrace el alma con el buen Jesús, Señor nuestro, que como allí lo halla todo, lo olvida todo” (C 9,5). “Hallarlo todo”, será para ella andar con seguridad cabe este buen Maestro: “Ir asida a nada más de a contentar al Señor” (V 39,20), sin desparramar la vida, ni perderse en las sensiblerías que la ataron durante años y no la dejaban andar en libertad. La oración de relación la ha serenado, centrado y configurado con el Amado que le vive dentro: “Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo/ que ninguna vez que me recogiese un poco o no estuviese muy divertida (distraída) podía ignorar que estaba cabe mí” (V 27,2). Teresa ha puesto los ojos en Cristo y no tiene más objetivo que seguirle: Juntos andemos, Señor; por donde fuereis, tengo de ir; por donde pasareis, tengo de pasar” (V 26,6). Y esta es la llamada y el apremio que hace a sus hijas: “Por eso digo, hijas, que pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí deprenderemos la verdadera humildad” (1M 2,11).
Misericordia transformadora del ser
Es de Jesús de quien le viene la seguridad en su decir y escribir: “Que muchas cosas de las que aquí escribo, no son de mi cabeza, sino que me las decía este mi Maestro celestial” (V 39,8). “Su Majestad fue siempre mi maestro” (V 12,8). Cuando Teresa escribe, lo hace ya como mujer experimentada, como maestra de oración, que lleva impresas dentro de sí las gracias que le han sido regaladas y que le han transformado el ser. Todo lo atribuye a la misericordia de Dios hacia ella, que le ha cambiado la vida: “Mas veo tales mis obras después, que no sé qué intención tenía, para que más se vea quién Vos sois, Esposo mío, y quién soy yo. Que es verdad, cierto, que muchas veces me templa el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias” (V 4,3). Y Teresa se satisface en remarcar quién es ella y lo que el Señor ha hecho en ella, gracias a su misericordia salvadora: “Miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle, que su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir” (V 19,15). Lo que Dios hizo con ella es lo que quiere hacer con nosotros, ¡si le dejamos! Es menester que dejemos a Dios hacer como Dios en nuestra historia personal y comunitaria, porque Él busca llevarnos a plenitud, a vivir felices en Dios, darle y darnos el gusto de vernos hermoseados por Él.
A Teresa lo que le pone seguridad es la atención al interlocutor interior: “Tenía este modo de oración: que, como no podía discurrir con el entendimiento, procuraba representar a Cristo dentro de mí” (V 9,4). Orar no será discurrir o hablar mucho, sino estarse con Él, y lo dice Teresa preciosamente: “Se esté allí con Él, acallado el entendimiento. Si pudiere, ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con Él” (V 13,22). Y regalarse con Él no es una cuestión de sentimiento sensible, sino que implica asumir la fe oscura, orar la noche de la fe también. Porque la verdad del orante es mucho más desabridamente árida que gustosa. Y cuanto más oscura y árida, tanto más se pone a prueba la fidelidad y el talante magnánimo y generoso del orante: “Abrazaos con la cruz que vuestro Esposo llevó sobre sí y entended que esta ha de ser vuestra empresa; la que más pudiere padecer, que padezca más por Él, y será la mejor librada” (2M 7).
Perseverancia orante
Perseverar orantes en la noche de la fe es de almas grandes, de quienes saben poner la confianza y esperanza en solo Dios: “Suplicaba al Señor me ayudase; mas debía faltar -a lo que ahora me parece- de no poner en todo la confianza en su Majestad y perderla de todo punto de mí. Buscaba remedio; hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios. Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a Sí y yo dejádole” (V 8,12). Ser orantes es ser peregrinos de la noche oscura de la fe, recorrer los desiertos interiores con toda la crudeza de la prueba, desalientos, cansancios, dudas y esperanzas, sin dejar apagar la llama tantas veces vacilante de la confianza: “porque es muy necesario para este nuestro flaco natural tener gran confianza y no desmayar, ni pensar que, si nos esforzamos, dejaremos de salir con victoria” (V 31,18).
Ser orante es también enfrentarse con toda la verdad que llevamos dentro, con toda la problemática de nuestra realidad de criaturas que, aun siendo hijos de Dios, estamos dañados, divididos y nos vivimos en conflicto. Por eso advertirá Teresa “que se determine que va a pelear con todos los demonios y que no hay mejores armas que las de la cruz/ no se acuerde que hay regalos en esto que comienza, porque es muy baja manera de comenzar a labrar un tan precioso y grande edificio” (2M 7). Orar es atrevernos a mirarnos de frente, cara a cara con nosotros mismos, y dejar que Dios nos vaya transfigurando a fuerza de limpieza interior: “Que se descubra la ponzoña, que no os escondan la luz y la verdad” (C 38,2).
Cristo, centro de nuestra oración
La oración teresiana la podemos definir también como oración puramente cristiana, eclesial, relacional, vivencial, amorosa. Jesús, el Cristo, ha de ser todo el centro de nuestra oración. Seguidores de Jesús, Él es quien nos polariza y dinamiza nuestra existencia: “Estando encerradas, peleamos por Él” (C 3,5); “Quiere su Majestad y es amigo de ánimas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí” (V 13,2). Vivimos en tanto que nos sentimos vividos por Él. Ser cristianos es estar impregnados de su personalidad y mentalidad, configurados con Cristo, como dice Pablo: “Cambiad vuestra manera de pensar, para que así cambie vuestra manera de vivir y lleguéis a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Ro 12,2); dice más: “Vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Y en palabras de Teresa, segura de esa presencia interior dirá: “Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo, nuestro bien y Señor, dentro de mí presente, y esta era mi manera de oración” (V 4,7). La oración será tomar semejanza: “Imitar en algo a su Majestad” (C 2,7). “Parezcámonos en algo a nuestro Rey” (C 2,9). Es trabajo y reto de nuestro ser cristianos, un talante orante y currante para las cosas del Reino de Dios, almas bienaventuradas: “¡Qué gloria accidental será y qué contento de los bienaventurados que ya gozan de esto, cuando vieren que, aunque tarde, no les quedó cosa por hacer por Dios de las que le fue posible, ni dejaron cosa por darle de todas las maneras que pudieron, conforme a sus fuerzas y estado, y el que más, más! ¡Qué rico se hallará el que todas las riquezas dejó por Cristo! ¡Qué honrado el que no quiso honra por Él, sino que gustaba de verse muy abatido! ¡Qué sabio el que se holgó de que le tuviesen por loco, pues lo llamaron a la misma Sabiduría! ¡Qué pocos hay ahora, por nuestros pecados! Ya, ya parece se acabaron los que las gentes tenían por locos, de verlos hacer obras heroicas de verdaderos amadores de Cristo. ¡Oh mundo, mundo, cómo vas ganando honra en haber pocos que te conozcan!” (V 27,14).
Oración eclesial
La oración teresiana es eclesial, porque su identidad es ser hija de la Iglesia. Cuando Teresa está acabando su vida, y en el mismo momento de su muerte, sus últimas palabras serán: “Al fin, muero hija de la Iglesia”. Ella asumió con responsabilidad esta tarea orante por la Iglesia y toda la humanidad: “Comencé a suplicar a su Majestad por la Iglesia. Dióseme a entender el gran provecho que había de hacer una Orden en los tiempos postreros, y con la fortaleza que los de ella han de sustentar la fe” (V 40,12); “Pedir a su Majestad mercedes y rogarle por la Iglesia y por los que se nos han encomendado” (V 15,7); “Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí/ y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo/ y podría yo contentar en algo al Señor, y que todas ocupadas en oración/ ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen” (C 1,5).
Para Teresa de Jesús, ser orante fue la manera de vivir la historia de salvación, historia que se prolonga en nuestros días en nosotras, sus hijas. En nuestros monasterios sigue resonando la voz y el clamor de Teresa: “¡Oh hermanas mías en Cristo!, ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; este es vuestro llamamiento; estos han de ser vuestros negocios; estos han de ser vuestros deseos; aquí vuestras lágrimas; estas vuestras peticiones/ Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo/ No es, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia” (C 1,5). Hoy también nos hemos de preguntar ¿cuáles son los negocios de importancia? Lo hallamos bien expresado en el Evangelio de Juan: “Te pido que todos ellos estén unidos; que como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste” (Jn 17,21). El orante va descubriendo que el negocio de importancia es vivir una vida para el Evangelio, poner vida de Dios en medio de la humanidad, ser levadura en la masa para que todo fermente. “Procuremos ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar” (C 3,2).
Orantes de la Palabra
Teresa ha experimentado a Cristo como “Libro vivo”, de Él lo ha aprendido todo: “Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades ¡Bendito sea tal libro, que deja imprimido lo que se ha de leer y hacer, de manera que no se puede olvidar!” (V 26,5). Ella quiere que la oración vaya cimentada sobre la base firme de la Palabra, que los cimientos sean bíblicos, para que la oración lleve la salud de la Palabra de Dios: “Siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los Evangelios que libros muy concertados”. Teresa pondrá de relieve la importancia del Padrenuestro como oración central y fundamental del cristiano, porque nos une a Jesús y al Padre. Esta oración es gracia del Espíritu Santo que actúa en nosotros, para que se cumpla la voluntad de Dios y no la nuestra, tengamos en cuenta que fue la oración preferida de Jesús. Dice Teresa: “vaya bien rezado el Paternóster y no acabemos en otra cosa impertinente/ procurar tener el pensamiento en quien enderezo las palabras” (C 24,6). “Hacéis mucho más con una palabra de cuando en cuando del Paternóster, que con decirle muchas veces aprisa y no os entendiendo. Está muy cerca a quien pedís, no os puede dejar de oír; y creed que aquí es el verdadero alabar de su nombre y el santificarle” (C 31,13). Teresa sabe que, rezando el Padrenuestro, podemos llegar a la contemplación más profunda de encuentro con Dios, por lo cual nos dice: “Esto quiero yo entendáis vosotras os conviene para rezar bien el Paternóster: no apartarse de cabe el Maestro que os le mostró”. Estarnos junto a Jesús como si nos lo estuviera enseñando, como lo hizo con sus discípulos. Orar es muy sencillo, es querer escuchar a Jesús, descubrir cómo “pasó haciendo el bien”; por eso los Evangelios son ilustradores en el camino de la oración, porque son Palabra de Dios. Hay que desear vivir aplicados a este deseo de que Dios se salga con la suya, no se lo pongamos difícil con nuestras trabas. “Procurad, hijas mías, ser tales que merezcáis regalaros con Él y echaros en sus brazos. Ya sabéis que no os echará de sí si sois buenas hijas; pues ¿quién no procurará no perder tal Padre?” (C 26,6).
Orantes hoy
Ser orante hoy implica la misma convicción interior que tuvo Teresa, de que la vida vale la pena gastarla por amor a Jesús, el Cristo, amor a todos los hermanos. Sigue siendo el encuentro personal y amoroso con Jesucristo lo que determinará que seamos presencias fuertes dentro de la Iglesia y en medio del mundo. Es el encuentro y enamoramiento con la persona de Jesús lo que nos dispondrá a dar la vida por Él a favor de la humanidad, como lo hizo Él: “Torno a decir que está el todo o gran parte en perder cuidado de nosotros mismos y nuestro regalo; que quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida; pues le ha dado su voluntad, ¿qué teme? Claro está que si es verdadero religioso o verdadero orador, y pretende gozar regalos de Dios, que no ha de volver las espaldas a desear morir por Él y pasar martirio” (C 12,2).
Dios es amor, el orante lo sabe y vive en clave de enamoramiento: “Yo la llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,14). El orante hace florecer los desiertos del corazón, porque la presencia de Cristo Jesús crece dentro de nosotros como fuente de vida. La humanidad puede mirar con esperanza la vida y el porvenir, por más oscura que sea la realidad. Y es que Dios tiene un plan de amor y salvación para este mundo, para toda la creación, principalmente para sus hijos e hijas amados y no se frustrará. Orar es amar, vivir enamorado es la historia del orante-amante: “No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced” (4M 1,7). Ante Dios, andar en amor y en amores: “Que mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado”. Y Teresa hará que resulte fácil ser orante, que sepa a amor, a campo y flores, a vida sencilla y humilde, a andar en verdad: “Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían” (V 9,5); “No está la perfección en los gustos, sino en quien ama más, y el premio lo mismo, y en quien mejor obrare con justicia y verdad” (3M 2,10). Dios quiere que sigamos viviendo en el jardín de la felicidad, la redención de Cristo nos ha situado en el jardín del amor, y lo hemos de trabajar cada día, hacerlo florecer con las obras bondadosas que el Espíritu inspira en nosotros, estas son las flores que han de hermosear el jardín de la redención del mundo.
Ser orantes nos imprime una sensibilidad de amor y respeto ante todo ser humano como lo más sagrado. Cristo nos vive dentro, y por ello, lo más sagrado que hay en el mundo es el ser humano. Ante cualquier persona, ni descalzos ni de puntillas, ¡de ninguna manera pisar el terreno del otro!, no violar jamás la privacidad e intimidad de la persona, somos criaturas de Dios, intocables, no rozarnos para hacernos daños. ¡Abracémonos porque somos hijos de Dios y hermanos!, que nuestras relaciones estén hechas de armonía dichosa, y que orar sea crear una cultura de la ternura, desterrando de nosotros la violencia que mata los brotes verdes de la esperanza y la fraternidad, de la libertad y la paz.
Orar es vocación cristiana
Ser orantes es vocación cristiana, porque este Dios nuestro “no está deseando otra cosa sino tener a quien dar” (6M 4,12), orar es disponernos a recibirle y tener “afición de estar más tiempo con El” (V 9,9). Y hoy, más que nunca, estamos llamados a ser orantes con todas las religiones de la humanidad. La esperanza de nuestro mundo nos viene dada por la oración de todos los credos unidos, hombres y mujeres de buena voluntad que lo esperan todo y solo de Dios: “No habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; ni habrá paz entre las religiones sin diálogo entre las religiones; ni habrá diálogo entre estas sin el estudio de sus fundamentos.” (Hans Küng). Hay que ir más allá del ecumenismo cristiano, hay que englobar y abrazar a todos los creyentes de todas las religiones que oran el amor y la esperanza para un mundo en la paz, la justicia y la libertad. Y todo esto, sin perder nuestra identidad cristiana, sino con el señorío de estar con Dios: “No hayas miedo, que yo soy/ y quedaba muy esforzada y alegre con tan buena compañía” (6M 8,3).
Que la oración sea la manera de relacionarnos con Dios y con los hermanos en nuestro tiempo, ahora y siempre.
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