Con los partidos políticos sucede lo que con otras instituciones sociales con una ideología formal, construida a partir de una tradición: la pluralidad de su militancia no revela con transparencia el catecismo institucional, pero éste parece hablar en boca de todos y cada uno de los fieles. Una falacia que casi nunca es fiel a la realidad. Ni siquiera el silencio o el voto son sinónimos de adhesión a los mandamientos de palacio. El voto -más que nunca en estos tiempos- obedece a imponderables, más cercanos a la fe que consecuencia de una deliberación ponderada.
En los partidos existen diferentes capas de discurso, desde aquel que alimentan los desayunos populares a aquel que esgrime con seguridad calculada el Secretario General. Unos y otros no son el mismo discurso, ni se le parecen; se mueven dentro del terreno pantanoso de la opinión, no exenta de ínfulas de universalidad cuando está en juego la presidencia. No solo existe una fractura entre la narrativa de la ciudadanía y la del núcleo de los partidos. También dentro de palacio se cuecen grupos de presión en pugna, animados por la dispersión que genera la incertidumbre en las encuestas de previsión de voto. Así, Rubalcaba, de igual forma que interpreta el papel de fiel relevo de la vieja guardia, debe hacer brindis al pueblo soberano a fin de calmar su indignación y aparentar que sus catecismo es fiel reflejo de las demandas ciudadanas. No es extraño que Rubalcaba ofrezca en ocasiones la imagen voluble de deshojador de margaritas. Y ya se sabe, a base de querer contentar a todos, uno acaba no convenciendo a nadie. Por un lado, el Secretario General del PSOE es deudor de un legado de partido, ligado a una tradición palaciega que vigila temerosa que
el núcleo discursivo se mantenga dentro de los renglones establecidos. Pero también debe responder a las exigencias del presente, calcular los riesgos de un viraje sostenible. En esta báscula inestable, la ecuación no es extraño que acabe dando como resultado una irresoluble inconsistencia que, bajo las reglas pragmáticas del cálculo de riesgos, se revelen al final fruto de un oportunismo impostado más que una firme voluntad de representar a una amplia mayoría de potenciales electores. Cabe preguntarse si esta inconsistencia no se debe a que el reformismo posee para el núcleo del partido tan solo un valor publicitario, nunca una oportunidad de cambio honesto. Que tradición y reforma no parten de iguales oportunidades en la mesa de debate.Si este panorama se traslada al escenario de la militancia local la fractura se acrecienta de tal forma que se hace casi irreconocible a los ojos del socialista de calle. El discurso oficial (si es que existe algo así) no llega claro y distinto, y si llegara es tal la retórica y distorsión que arrastra consigo que acaba confundiéndose con la mentira, pese a su voluntad de transparencia. No es extraña esta respuesta natural del militante o simpatizante; el PSOE ha sido en las dos ultimas décadas un partido instalado en la seguridad institucional, despreocupado de la creciente erosión social entre su devenir y el electorado al que se debe. Su experiencia le tranquiliza; no cree necesario fidelizar votos más de lo necesario, convencido de que el electorado acabará volviendo al redil ideológico del que proviene. De ahí que no exista dentro del núcleo del partido, menos aún en sus miembros de la vieja guardia felipista, indicios que auguren un cambio de rumbo. La sociología habla alto y claro; buena parte de la ciudadanía nació después de 1982, y quienes nacieron antes realizan una lectura crítica de las últimas décadas de socialismo y sus intereses y demandas se mueven fuera del campo de visión reducida de los políticos. Sin embargo, las reglas no escritas de la mecánica interna del PSOE apenas han cambiado; se mantiene la misma base estatutaria, los mismos ritos, estructura de cargos y formas de participación. De ahí que uno de los pecados capitales más reconocidos por el simpatizante socialista sea el divorcio insondable entre su ideología originaria y los hechos. La lectura interna de esta fractura sigue siendo autocomplaciente y autista con la voz de la calle. Se realizan lecturas que tienen como horizonte la gobernabilidad, el cálculo electoral, no la fidelización de discurso, la sinergia social que caracterizara el socialismo ochentero. Este fenómeno se manifiesta con mayor crudeza en el electorado de izquierdas, quienes tradicionalmente necesitaban la fe ideológica como sustento de su confianza; el electorado de derechas (no todo, los hay que ligan aún PP con valores tradicionales como patria, religión,...) es esencialmente práctico, vincula su voto a la protección de derechos de clase; un mecanismo que ha afectado de manera radical también a numerosos votantes de izquierda, quienes supeditan su voto no a valores universales de justicia, sino a la obtención de bienes individuales (una lectura pervertida del legado socialdemócrata). La transmutación de los valores sociales debilita el discurso tradicional socialista, quien en tiempos de carestía debe mantenerse firme en la convicción de una necesaria equidad. Todo esto y más obliga al núcleo de Ferraz a bailar sobre un fino cable. Hasta la fecha se han mantenido fieles al adagio jesuítico de no hacer mudanza en tiempos de desolación; ser junco que agita el viento, pero no se rompe. La profilaxis autoimpuesta hasta la fecha opera poco más que como mero placebo; el corazón del aparato permanece inalterable, ligando su éxito futuro a circunstancias exógenas.