Si Cervantes no hubiera sido manco, ni hubiera perdido tantas cosas, incluido el honor mal llevado por sus parientes femeninos, probablemente jamás se habría metido en la piel de Don Quijote, ni habría arrastrado a Sancho al mal camino de la utopía. Sólo a un derrotado se le ocurre convertir la derrota en victoria moral y traspasar esa voluntad de moralidad al ser más desvalidamente cínico de este mundo, el pobre Sancho, el hombre del pueblo que siempre escarmienta en cabeza propia. De todo lo dicho por cervantistas, cervantinos, cervantólogos y demás ralea de la cervantiasis, hay que quedarse con esa inversión de papeles final, en la que Don Quijote pide tregua y árnica y en cambio Sancho pide guerra contra los molinos, curado de su escepticismo, no se sabe bien si por el entusiasmo moral o por la compasión que siente ante la bondad perdedora de Don Quijote. Pero ahí queda esta historia, aunque el quijotismo cree hábito y podamos imaginar un mundo-supermercado en el que Cervantes es un triunfador anuncio de autopista, sobre un horizonte en el que siguen cabalgando Don Quijote y Sancho en busca de los molinos de viento. Que esta fábula tuviera sentido en el siglo XVII y lo siga teniendo ahora induce a pensar que ha tenido sentido siempre. Es falso que cada época cree su criterio de la justicia y de la libertad. Cada época crea diferentes instrumentos para impedirlas y conseguirlas, pero la aspiración humana de justicia y libertad nace con la existencia misma del despotismo del fuerte y la dependencia del débil. Saber quien exactamente fue Cervantes y por qué lo fue, interesa poco. Cuando se escribe una obra como el Quijote uno mismo deja de tener cualquier sentido que no sea esa misma creación. Sin duda es una de las piezas literarias que más identificaciones suscita, habida cuenta de que en todo lector, de cualquier tiempo, han coexistido Don Quijote y Sancho, de la misma manera que en los horóscopos de las revistas ilustradas los diagnósticos Géminis son intercambiables con los Escorpio o los Libra con los Leo. Don Quijote y Sancho encarnan la tensión dialéctica entre la realidad y el deseo, el miedo y la esperanza, contrarios que se necesitan mutuamente, que se dan sentido el uno al otro y producen la tela de araña de las coartadas vitales. Cuando Sancho propone a Don Quijote continuar la aventura es porque teme y sabe que si Don Quijote no existiera también él dejaría de existir.
Manuel Vázquez Montalbán
Notas sobre literatos obvios
Foto: Manuel Vázquez Montalbán
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