El hombre del ataúd se levantó de improviso y reclamó un trago del mejor mezcal. Aunque sorprendidos, los familiares accedieron raudos a su deseo. La viuda, de riguroso luto, no dejaba entre tanto de gimotear, rodeada por las plañideras. Tras apurar la copa, el difunto suspiró, aguardó unos segundos y se soltó la lengua, así que comenzó a hablar con acreditada sapiencia: — ¡Ay, mi México lindo! Cómo adoro saborear cada una de estas gotas de mezcal, cual si fueran el alivio del sediento. En verdad, me embriago con cada una de sus perlas, que se asemejan a lágrimas de Batavia. ¡Cómo renunciar, no más, a tan deliciosa ambrosía que me concede la vida! Sabed que este brebaje de mis pecados me transporta a un mundo celestial, placentero, eterno… Dicho lo cual, se reclinó de nuevo en el féretro, cerró los ojos y se le dio por muerto.