Revista Cine

En Viaje a Italia

Publicado el 11 julio 2010 por Diezmartinez
En Viaje a Italia
En el momento del estreno, En Viaje a Italia (Viaggio in Italia, Italia-Francia, 1953), décimocuarto largometraje de Roberto Rossellini (1906-1977), no complació a casi nadie. La crítica italiana e internacional crucificó el filme, el público le dio la espalda y ni siquiera sus actores protagónicos, Georges Sanders e Ingrid Bergman -esposa de Rossellini en ese momento-, estaban convencidos de la calidad de la película.
Pero también hubo sus excepciones. Y qué excepciones. Prácticamente toda la Cahiers du Cinéma en pleno defendió a capa y espada la cinta, Jacques Rivette llegó a escribir que después de En Viaje a Italia "todo el cine había envejecido repentinamente diez años" y en una encuesta que la propia revista francesa organizó en 1958 para elegir el top-ten de la historia del cine, En Viaje... quedó en tercer lugar, sólo atrás de Sunrise de Murnau y Las Reglas del Juego de Renoir. Más aún: pocos años después, un personaje de Antes de la Revolución (Bertolucci, 1964) presume haber visto 15 veces En Viaje a Italia para después afirmar, exaltado: "No se puede vivir sin Rossellini".
Más de medio siglo después de este debate, no queda más remedio que constatar, otra vez, que si bien los cahieristas pudieron haber perdido la batalla crítica en esos años, con el paso del tiempo es obvio que terminaron ganando la guerra del canon fílmico. Aunque es cierto que ahora resultan francamente desproporcionados los elogios a este discutido filme de Rossellini, no se puede negar tampoco la influencia que esta cinta tuvo en la obra "modernista" de los años siguientes, especialmente en las películas de Antonioni y Godard.
Tercero de los cinco largometrajes que haría Rossellini con su esposa/musa/actriz-favorita Ingrid Bergman (después de Stromboli/1949 y Europa 51/1952 y antes de Giovanna d'Arco al Rogo/1954 y La Paura/1954), En Viaje a Italia nos propone elementos narrativos neorrealistas muy manidos (el uso de locaciones auténticas, la presencia de actores no profesionales), pero ahora usados en un escenario dramático muy diferente al del cine italiano de la época. Para entonces, habrá que aclarar, Rossellini empezaba a ser considerado un has-been: aunque su elogiada trilogía neorrealista (Roma, Ciudad Abierta/1945, Paisa/1946 y Alemania, Año Cero/1947) habían hecho olvidar su colaboración con el régimen fascista, para inicios de la década de los 50 Rossellini se había apartado del neorrealismo -y, por lo tanto, había perdido el favor de la crítica izquierdista- y se había ganado, al mismo tiempo, la animadversión de la Iglesia católica, de Hollywood y de los sectores más conservadores de la prensa, en parte por su escandaloso matrimonio con Ingrid Bergman, en parte por algunas películas que el Vaticano consideraba blasfemas -en especial, el episodio El Milagro contenido en la cinta L'Amore (1948). En resumidas cuentas, cuando Rossellini dirigió En Viaje a Italia, su situación era, por decir lo menos, muy precaria. Sólo su antigua fama, el nombre de su señora esposa y la presencia del sólido actor de carácter George Sanders hizo posible que se realizara una película en la que nadie tenía mucha esperanza -a no ser, por supuesto, el propio Rossellini.
Estamos a las afueras de Nápoles, a inicios de los 50. El estirado matrimonio británico formado por Alex y Catherine Joyce (Sanders y Bergman) vienen a Nápoles a vender una propiedad que ella acaba de heredar de su reciente tío fallecido Homer. Se trata de una amplia casa solariega -y blasonada, diría el poeta- que está cerca de Nápoles: desde su balcón se ve la ciudad, la bahía napolitana y el Vesubio. A tiro de piedra se encuentran las excavaciones de Pompeya y a unos minutos, en ferry, está la isla de Capri. Cualquiera con dos dedos de frente dejaría toda su vida atrás para quedarse a disfrutar del dolce far niente en ese sitio, pero los Joyce son gente seria, práctica, así que ellos vienen con la intención de vender la propiedad y pasar a otra cosa. Pero, ¿a qué cosa?
Los Joyce tienen ocho años de casados, no tienen hijos y, de improviso, se dan cuenta que desde hace tiempo no han tenido un solo momento juntos. ¿Tienen algo en común? ¿Todavía se aman? ¿Se amaron alguna vez? La relajada Nápoles les ofrece la oportunidad, por vez primera en mucho tiempo, de hacerse y hacerle esas preguntas a su pareja. Cada uno por su lado -ella visitando un museo, las faldas sulforosas del Vesubio y la cueva de la Sibila en Cuma; él, visitando Capri con una amiga y levantando una melancólica prostituta en las calles napolitanas- buscará sus propias respuestas, hasta llegar a la memorable escena de Pompeya, en las que son testigos horrorizados del descubrimiento de los restos calcinados/solidificados de una pareja que dos mil años atrás fue sorprendida por la muerte, juntos esa vez, juntos para siempre.
Los muertos son una presencia constante en la película: el recuerdo del respetado tío Homer -que los Joyce no llegaron a conocer bien- aparece en pláticas, fiestas, comentarios; cierto poeta fallecido que estaba enamorado de Catherine se entromete en el ya de por sí distante matrimonio en una plática clave que no es más que una adaptación inconfesada del inmortal relato Los Muertos, contenido en Dublineses (de ahí, por supuesto, el apellido Joyce); las miradas de los poderosos césares romanos siguen a Catherine en el museo, así como ella ve, fascinada/horrorizada, los restos conservados en las catacumbas. Finalmente, el descubrimiento -real, por cierto- de esa pareja pompeyana unida en la muerte y en el amor -escena citada, por cierto, en Los Abrazos Rotos (2009), de Almodóvar- terminará por sacudir la conciencia de Alex y Catherine, provocando que se pregunten si vale la pena seguir juntos.
¿Es realmente En Viaje a Italia la primera película moderna, como dijeron en su momento los cahieristas? Digamos que, por lo menos, la influencia estética/visual/temática del filme se extendería en los años siguientes en el cine de Antonioni y sus innumerables copistas -el paisaje entendido como una extensión del estado anímico de los personajes-, en la obra clave de Godard El Desprecio (1963) -que le debe buena parte de su estética visual a la de este filme de Rossellini-, en mucho del cine nuevaolero francés o free-cinema inglés de la década por venir -por sus numerosas digresiones narrativas que desesperaban tanto a los distribuidores pero fascinaron a los jóvenes cineastas de la época-, y hasta en algo del discutido slow-cinema contemporáneo, pues Rossellini no tiene prisa en contar una historia, sino en viajar por el interior del alma de sus alienados personajes. Un neorrealismo de la introspección psicológica, diría Peter Bondanella (The Films of Roberto Rossellini, Cambridge University Press, 1993).
El final de En Viaje a Italia es desconcertante, abrupto. ¿Qué acabamos de ver? ¿Un auténtico milagro de amor? ¿Una simple tregua en una interminable guerra de egoísmos? ¿Una concesión de Rossellini a sus distribuidores para que no se quejaran de un final ambiguo como el de Stromboli? Con todo, la imagen final de ese discutible desenlace no es la de la pareja abrazada, aparentemente reconciliada, sino la de gente del pueblo, en su procesión religiosa. La vida está allá afuera.

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