Revista Cultura y Ocio
ENAMORADO DE UN RECUERDO
BERLÍN
Desde Valencia, Andrés tomó un tren que no dormía y puso rumbo a Madrid. Amelia ya no vivía en la calle Marcelo Usera, le confirmó cariacontecida la nueva propietaria del número 103.
Se había marchado a Berlín hacía poco menos de tres años. La dicharachera Clotilde Estebaranz, se presentó diligente, era una mujer alta, esbelta, nariz aguileña y ojos verdes.
Jugueteaba con su pelo cobrizo mientras le hablaba de un fornido novio alemán llamado Stefan que trabajaba como transportista de una empresa de mudanzas.
Se habían ido juntos a la casa unifamiliar que él tenía allí, aunque pertenecía a su hermana. Stefan, prosiguió la pertinaz “reportera local”, tenía tres niños adorables y rubísimos, fruto de un matrimonio anterior con una verdulera de Frankfurt.
Una semana después, Andrés ponía rumbo a Berlín con el macuto cargado de sueños rotos y recuerdos nebulosos de una época pasada, tan lejana ya como la infancia escamoteada.
En el asiento de al lado, se sentaba un hombre de mediana edad de inequívocos rasgos indonesios que se hallaba concentradísimo en la resolución de un sudoku.
Dejó volar la imaginación y ésta, en compensación por todo el tiempo perdido, le trajo de vuelta a Amelia; aquella chiquilla de sonrisa magistral y optimismo incombustible que soñaba con convertirse en locutora de radio, coleccionaba material de Madonna y escribía cartas de puño y letra tan largas como para empapelar toda su alcoba, plagada de posters de la diva de Michigan que popularizara aquello del “Like a virgin” y “Dress you up”.
Después de dos años manteniendo correspondencia epistolar, habían iniciado una breve pero tórrida relación sentimental que concluyó abrupta e inclemente, como si fuera un espejismo, una mera ilusión imaginada que jamás fuera veraz.
Amelia se mudó a Santander con sus padres y su hermana menor, Inés. Desde entonces, el idilio derivó hacia una vereda baldía, donde los pasos se perdían en la lejanía y la huella de la voz sonaba distorsionada, apenas audible. Se prorrogaban los “te quiero”, “te echo de menos”; menguaba la complicidad y la necesidad ardorosa de verse, sentirse la piel palpitante, la una contra la otra, sudorosa y febril.A su regreso a Madrid, Amelia no tenía tiempo ni para respirar… su vida era una locomotora de proyectos concatenados habitados por nombres de nuevos amigos, ignotos, relevantes en su vida remozada.
Amelia hacía prácticas en una emisora de radio nacional, estudiaba periodismo y trabajaba todos los fines de semana en El Corte Inglés.
Andrés seguía naufragando en las simas de un futuro pesimista con sus inacabados y átonos estudios de automoción.
Berlín acogió al iluso Andrés con “cajas destempladas”. Stefan y Amelia habían dirimido su relación hacía más de tres meses, le explicó balbuciente una mujer de unos 40 años, hermana de Stefan.
El amor de su infancia había regresado a España. Le habían ofrecido a Amelia una oferta de trabajo fabulosa en una emisora de radio de Pontevedra.
Andrés, cabizbajo, taciturno, seguía el rastro de un fantasma que ya no existía. En su memoria retrospectiva aún podía escuchar el sonido contagios de su risa, y la entrega generosa de su pasión, siempre pendiente de inflamar la suya. En aquel páramo remoto, Amelia seguía viva, pero el tiempo se había encargado de erosionar su imagen.
Quiso Andrés creer que eso no le habría ocurrido a Amelia, que seguiría siendo aquella chica, que no se habría desmoronado ni un ápice el contorno de la muchachita que adoraba sus cartas procaces y atesoraba recortes de Madonna.
Iba el incauto Andrés a la deriva, en pos de un sueño inasible, en pos de la chiquilla que sentía una atracción insoslayable por las casas abandonadas, las estaciones de tren en ruinas y los vampiros.
Se preguntaba Andrés si aún merodeaba por las discotecas buscando a su príncipe azul, mientras a él le humillaba adrede con el único propósito de ponerle celoso.
Iba Andrés en dirección a Pontevedra, en busca de la chiquilla alocada que llevaba siempre medias negras rotas, con carreras que eran como manantiales que surcaran sus muslos esbeltos y largos.
Amelia, la descarada y lenguaraz aspirante a hechicera de las ondas, se había convertido en una mujer lozana y madura de 42 años, casada recientemente con un guionista de televisión.
Ni siquiera le reconoció inicialmente. El encuentro, sin clamor de cornetas de bienvenida y aleluyas, fue dramático y acerbo, aséptico e impersonal. El corazón de Andrés dejó de latir por unos segundos, como si fuera un monolito de piedra. Amelia iba acompañada por un nutrido grupito de petulantes que la circuían como si fuera una emperatriz.
A regañadientes le concedió la gracia dadivosa de un receso para hablar.
En sus preciosos ojos verdes cristalinos descubrió el desahuciado Andrés ansiedad y enojo. Las manos esmeriladas y blancas de Amelia se movían con agitación y prisa. La boca estrecha y de brillantes labios rosas que no volvería a besar jamás había suplido la ternura por un cargamento hostil de premura.
Se derrumbó su montaña de fantasías y remembranzas.
-¿Qué haces tú por aquí? –Le acusaba, mientras sus pies delicados y pequeños apuntaban como saetas hacia el grupito de compañeros de ondas.
-Éramos sólo unos críos… ahora estoy casada –Se defendía avergonzada cuando él se zambullía en sus torpes conatos de acercamiento e intimidad.
-¿Y cómo es que te has acordado de mí después de tantos años?
Cada uno de sus timoratos pasos hacia la frontera de Amelia era como una puerta cerrada y amurallada con alambre de espino.
-¿Qué has preguntado por mí en Berlín y en Madrid? –Inquiría Amelia, aterrada mucho más que admirada o halagada. Andrés buscaba a su Amelia, pero ante sí sólo veía a una mujer desconocida que no le añoraba ni le reconocía, que se sentía vulnerada y acosada.
Llevaba el cabello negro ondulado, recogido en un moño, como entonces. Las medias eran negras, como siempre, impecables ahora, sin carreras ni rejilla indecorosa. Pero Amelia ya no sonreía ni vibraba de placer con cada una de sus palabras.
A regañadientes le concedía el beneplácito del fulgor extinguido del pasado, pero mentarlo ahora le sonaba a jerga arrabalera y oprobiosa.
Podía percibir Andrés su reticencia y verecundia. Ahí estaban sus pies, enfundados en elegantes zapatos negros de tacón, apuntando hacia el grupito de gente de su nuevo mundo, de su nueva vida remozada sin él abordo. Andrés era un polizón, un inmigrante sin papeles.
Andrés, el musculoso mecánico de coches de aspecto afroamericano que se convirtió en hombre cuando fenecían los últimos destellos de la música disco de Bangles y Modern Talking, buscaba a la chiquilla de las medias de rejilla rotas que revoloteaba entre una nube de adolescentes con el único propósito de provocarle.
Pero la mujer lozana y atractiva que tenía delante era una completa desconocida que no le añoraba ni le recordaba. El tiempo había desdorado su sonrisa y se había llevado a la niña que soñaba con convertirse en locutora para seducir a las masas desde un púlpito invisible.
Amelia tenía prisa por desvincularse del pasado, desherbar la raigambre que aún subsistía en los cuartos trasteros del ayer y retornar a su cápsula del tiempo, donde no había ni rastro de aquel chico enamorado que alardeaba de sus conocimientos sobre motores, cilindrada, bujías y correas de distribución.
Andrés la vio partir, alejándose de su lado como un fantasma inalcanzable, y mientras lo hacía, creyó Andrés atisbar cómo suspiraba aliviada y feliz de deshacerse de un lastre demasiado oneroso.
Le deseó una vida feliz y se alejó a toda prisa, sin mirar atrás.
Andrés se quedó solo y paseando, llegó hasta las ruinas del convento de Santo Domingo. Soltó una risita sardónica pensando en la ironía de la analogía: así era su vida, así había sido su vida desde que Amelia saliera de ella; un recoleto convento silente en estado calamitoso de ruinas que conoció tiempos mejores y que ahora sólo albergaba epitáficos recuerdos de una vida acaso soñada…