Sir John Lavery, Miss Auras, The Red Book
(1907)
Revista Cultura y Ocio
Hay libros que nos entretienen; nos gustan y volvemos las páginas con agrado, pero si surge otro pasatiempo más interesante, no dudamos en dejarlo de lado para dedicarnos a otros asuntos. Otros son muy emocionantes, llenos de tensión y suspense: los leemos a toda velocidad, pendientes casi únicamente de ver cómo acaba la cosa, esperando llegar a los casi seguros fuegos artificiales o el inesperado giro final. Sin embargo a veces, pocas veces (casi tan pocas como en la vida real), resulta que nos enamoramos de un libro. ¿Que cómo lo sabemos? Muy sencillo: experimentamos todos los síntomas característicos del enamoramiento. -No hay suficientes horas al día para estar con él: si es un día laborable, por supuesto estás deseando llegar a casa para darte a la lectura; quizás hasta inventas alguna excusa para salir antes. Cada minuto que pasas sin estar sumergida en su historia te parece un minuto perdido. Si es día de fiesta, te encierras con él a cal y canto, con cartel de "no molestar" incluido. Ni las fiestas más apetecibles ni las obligaciones familiares resultan suficientemente poderosos para sustraerse a su influjo. -Placer y dolor. Al mismo tiempo, como ocurre con esos amores que tienen fecha de caducidad (quizás él -o ella- está a punto de mudarse a otro país) y por eso mismo son más urgentes e intensos, sabes que no puede durar: cada página que lees es una fuente de felicidad, pero también un paso más hacia el final, hacia ese fatídico instante en que ya no habrá más amor, porque habrás acabado el libro. -No hay otro igual. Aunque sabes que no eres el primero, alimentas la ilusión de ser el auténtico lector: el único que realmente ha sabido extraer de sus páginas todo cuanto hay en él de interesante y bello. Quieres creer que la historia se abre para ti como nunca antes lo ha hecho para nadie.