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Como hombre de una cierta edad y madurez, reconozco que no fuimos educados para amar, quizás por eso nos cuesta tanto expresar nuestros sentimientos y compartirlos con nuestras compañeras de fatigas, las mujeres. Al hombre no se le educa para ser sensible y manifestar lo que siente, sino para ser firme, fuerte y autosuficiente. En fin, que durante demasiados años hicieron de nosotros unos castrados emocionales, con perdón. Y para superar esa obvia limitación, no queda más remedio que esforzarse en romper este karma perverso masculino, aprendiendo a confiar en las mujeres y pidiéndoles que nos enseñen aquello que mejor hacen ellas, que es manifestar sus sentimientos y compartirlos…
Pero estamos en un mundo dual, que vive de confrontar a los opuestos, nunca de armonizarlos y/o complementarlos. Guerra-paz, blanco-negro, rico-pobre, bueno-malo, mujer-hombre… qué más da la confrontación que sea. Así, nuestra vida amorosa se reduce a mantener ese complejo equilibrio entre el “tú” y el “yo”, o lo que es lo mismo, “tu ó yo”, como si de una pugna se tratase. Y, cuando no hay amor, así es, lamentablemente. Porque precisamente el amor verdadero propicia el “tú y yo“, en el que los opuestos egos desaparecen -o se diluyen- para formar algo mágico que suma más que dos personas singulares y diferentes, solo confrontadas permanentemente.
Una pareja sin amor es algo difícil o imposible de soportar, a no ser que esten enamorados… osea, que no sean capaces de ver que falta amor en sus vidas. Demasiadas veces confundimos el amor con la entrega desmedida, incondicional y presuntamente eterna, pero ciego, ingénuo e inconsciente. Y el amor de verdad es justamente lo contrario, algo que se comparte desde la plena consciencia y a corazón abierto, de ambos. Si hay ceguera o inconsciencia, temor o incomunicación, no hay amor, sino necesidad del otro o de no estar solos, adicción al amor o solo conveniencia mutua consensuada…