Pasé mis primeros años con la abuela, entre jaras y tomillo, brezo y aulagas; y dos montañas: el Jálama y el teso Porra, que enmarcaban mi pequeñez y me descubrieron la sensación del infinito. Era un tiempo en el que mis ojos buscaban en los suyos, cada noche, un nuevo amanecer y su nombre, Natividad, tenía la magia del viento fresco de la tarde. Nada más necesité para robarle al día una sonrisa, a las flores su dulzura, a los pájaros su dulce melodía. Viví con ella cuando mis padres emigraron en busca de pan y nos dejaron su corazón envuelto en lágrimas y la esperanza puesta en un regreso imposible por varios años.

Recuerdo la ternura de sus manos al acariciar mi rostro y su aroma de leche tibia y pan caliente. Tuvo por corazón un mar en cuya calma descansó mi afán de niña asomada a la profundidad de lo desconocido, y su cariño, fue lluvia de primavera que me hizo crecer junto a las mínimas flores silvestres cuyo nombre aprendí de su boca.
Pero luego, las circunstancias, favorables para el desahogo económico, me alejaron de su voz, de su mensaje de dulce esperanza. Y ya no volvimos a oír silbar el viento juntas, ni las ranas de los charcos arrullaron mis sueños, ni entonaron los pájaros su dulce canción para nosotras porque la noche del tiempo niño perdió su vestidura inocente e hizo imposible mi regreso a sus brazos, molinos de amor, fuertes como ramas de olmo, incólumes al paso del tiempo. Tenía poco más de cinco años y me llevaron lejos, a otra tierra. Y me sentí como un polluelo al que arrancan del nido. Fue generosa sin límite y, muchas veces, se quitó el pan de la boca para que a mí no me faltase.
Me enseñó a respetar y me legó su convencimiento personal de que por encima de todos, hay un Ser que cuida de nosotros.

Nací en un lugar de la Sierra de Gata. Puedo evocar un valle, avariento de sol y de verdores y recostado en una ladera mi pueblo, Acebo. Parecen sus casas las de un pequeño nacimiento navideño. En mi tierra no suele nevar mucho, pero en la primavera el campo se cuaja de hermosas flores de azahar que lucen su blanco intenso en naranjos, limoneros y camelios. El sol juega al escondite entre el verde intenso de las hojas y la madurez de los frutos jugosos, mientras su perfume acompaña la entrada en el pueblo, igual que un anuncio de amable bienvenida.

Me enseñó sus nombres, la cera del reloj, el paseo de la reina, las margaritas… Mis padres vendían por pueblos y ciudades encajes de Acebo y mantelerías de Lagartera que, las novias, llevarían en su ajuar. En aquellos tiempos los matrimonios jóvenes buscaban el sustento lejos de la tierra en que nacieran. Yo tenía apenas dos años cuando mis padres se fueron a Castilla y me quedé con los abuelos en la casa que tenían en el campo, junto al Puerto de Perales, cercana a la finca de olivos y naranjos llamada “Los Hornillos”. Allí permanecí hasta que, antes de cumplir los seis años, mis padres me llevaron a Valladolid y comencé a ir a la escuela.
NOTA: Todo lo anterior es un extracto de la narración "Al aire del recuerdo", premiada por la Junta de Extremadura, en Mérida.

SENTIR DE LA PALABRA para "Curiosón" de Carmen Arroyo.