No parece sentarle bien a algunos que determinados próceres de nuestro país entierren el hacha de guerra y, lo que es más, fumen la pipa de la paz con el adversario. El componente cainita está tan a flor de piel aún, cuando han pasado tantos años desde que hermanos contra hermanos se descerrajaran en un carrusel infernal en pueblos y ciudades de la piel de toro. El incivismo de una contienda se propagó con el tiempo como un temible reguero de pólvora y, lo que es peor, algunos odios serían inoculados a las generaciones postreras que nada tuvieron que ver en toda aquella barbarie.
Un hombre de la izquierda española se ha atrevido a dirigir una carta a otro de la derecha nacional que, tras larga ejecutoria, anuncia su retirada definitiva rondando los 90 años de edad. Parecería merecida la lisonja en cualquier otro país del mundo civilizado, de no ser porque aquí cueste tanto reconocer méritos al semejante. Y más, al que no piensa como tú.
José Bono es un socialista atípico. Manuel Fraga Iribarne, un animal político. “Siempre te he visto como un gran español y un patriota de bien”, le escribe sin tapujos el primero al segundo. En la misiva, el todavía presidente del Congreso reconoce al viejo patrón de la derecha su colaboración para la llegada de la democracia a nuestro país así como para que “los extremismos se encauzaran en medida muy relevante”. Y éste último es uno de los mayores méritos del expresidente de la Xunta de Galicia. Que España no sea hoy pasto de los Anglada se debe en gran medida a la labor de quien edificó un partido abierto a cuantas sensibilidades cupieran, encauzadas siempre bajo la égida democrática.
Nadie dudará a estas alturas que el PP sea a día de hoy una formación perfectamente equiparable a sus homólogos europeos. De aquellos siete magníficos, con los que iniciara su particular travesía del desierto mediada la década de los setenta, apenas queda él, con su salud mermada mas con la mente aún despierta. Si a otros se les condonaron las deudas de sangre del 36 por su incuestionable contribución a que no fuéramos más una excepción en el viejo continente, justo será reconocer al político gallego al menos alguno de los méritos que ahora alguien se ha atrevido a poner por escrito, con el membrete de una de las más altas instituciones del Estado.