El viejo recorrió la plaza.
Caminó por todo el malecón.
Saludó.
Esperó el atardecer.
A punto de volver, ya resignado,
en los ojos de otra anciana,
que lo llamó por su nombre,
reconoció la infancia.
El mar, de pronto, se arremolinó.
Volvió a sentir, con algo de nostalgia,
el lomo de gato de la espuma entre sus piernas
y perdido en la retrospectiva de sus recuerdos
jugó una vez más, quizá la última, con las olas.
Argos se llamaba.
Ulises el Océano.
La anciana desapareció en la tela.