El lobo es uno de los pocos animales, o quizás el único, que no deja indiferente a nadie. Se le admira y se le odia a partes iguales, quizás porque es demasiado parecido a nosotros. Ha estado presente en nuestras vidas desde que siendo niños nos contaban cuentos sobre él. Curiosamente esos cuentos nos hablaban de un animal solitario, vengativo y que era la encarnación del mal; capaz de tragarse de un bocado a unos cerditos que no sabían hacer la O con un canuto, a siete cabritillos que abrían la puerta a desconocidos e incluso a una abuelita desvalida con la intención de comerse a su nieta en los postres.
Y esa leyenda negra, grabada a fuego desde nuestra infancia, ha permanecido hasta nuestros días, e incluso se ha agrandado, alimentada por las declaraciones de políticos sin escrúpulos y gestores incompetentes que han visto en el lobo la oportunidad perfecta para arañar unos cuantos votos, contando para ello con la ayuda de una prensa capaz de mentir y ni siquiera pedir disculpas con tal de vender más periódicos.
En septiembre del año pasado, Victor J. Hernández se puso en contacto conmigo para comentarme una idea que le rondaba por la cabeza. Quería editar un libro sobre lobos, pero no sería un libro sobre biología, tampoco un libro revanchista que tratara de echar por tierra los argumentos de los odiadores del lobo. La idea era que varias personas contáramos alguna de nuestras experiencias con este animal y lo que había significado para nosotros. La idea me pareció estupenda y acepté de inmediato. Solo faltaba encontrar una historia, alguna que me hubiera marcado especialmente.
Recuerdo perfectamente la primera vez que vi un lobo en el campo, fue hace unos 30 años, en el puerto de Pajares, cuando un día de invierno, con una nevada brutal volvíamos cuatro amigos en coche de un viaje a Villafáfila. Era de noche y nos había pillado la nevada en medio del puerto. Circulábamos muy despacio, preocupados de que el coche no se saliera de la carretera y temiendo que de un momento a otro nos quedáramos allí tirados y nos encontraran congelados como a Jack Nicholson en el laberinto del hotel Overlook. De repente, cuando disimulábamos el acojonamiento contando chorradas y echándonos la culpa unos a otros por ser tan mendrugos de no haber mirado antes la previsión del tiempo, apareció un bicharraco enorme (o eso nos pareció entonces) y se quedó parado a menos de 3 metros delante del coche. Bajaba por la ladera y se quedó ahí quieto, en medio de la carretera y volvió la cabeza hacia nosotros, seguramente deslumbrado por las luces. Después de un par de segundos, se tiró ladera abajo y desapareció tan rápido como había aparecido.
¡¡¡ Hostias, un lobo!!¡¡No jodas, sería un perro!!¿Qué coño va a hacer un perro aquí en medio, si no hay una puta casa?¡¡Jooooooooooooooder, que fuerte!!
Salimos los cuatro del coche y miramos por la ladera. Evidentemente ya no vimos nada. Seguía nevando fuerte y era completamente de noche. Vimos sus huellas y las marcas del resbalón en la ladera y sin decir nada empezamos a pegar saltos y abrazarnos como idiotas. Poco importó que veinte minutos después el coche se saliera de la carretera y quedara tirado en la cuneta y la verdad es que no me acuerdo cómo lo sacamos de allí, ¡¡pero, que coño, habíamos visto un lobo!!
Después de ese día tardé mucho tiempo en volver a ver lobos en el monte y no fueron muchas más veces. Quizás seis o siete veces mas, la mayoría de ellas se trató de encuentros fugaces y lejanos. Fueron muchas más veces las que vi sus rastros, sus huellas o sus excrementos. Incluso una vez vimos el rastro reciente en la nieve de una pareja que había sembrado de gotitas de sangre una pista en el puerto Ventana, señal inequívoca de la hembra estaba en celo. Otras veces las huellas aparecían al desandar el camino, lo que indicaba que los lobos habían pasado detrás de nosotros poco después. No hay duda de que los lobos me vieron más veces a mí que yo a ellos.
Pero en el capítulo que he escrito para el libro de "Encuentros con lobos" no he contado ninguno de esos encuentros fugaces, he preferido contar la historia de mi primer encuentro con unos cachorros en compañía de mi amigo Xurde y como me sentí aquellos dos días en los que los vi jugar y los escuché aullar con su voz infantil cuando cayó la noche. También tuve que hablar de cómo se acabaron esos días felices para ellos, desgraciadamente como terminan casi todas las historias de lobos en España.
He esperado a terminar de leer el libro para escribir esta entrada (lo cierto es que me lo leí del tirón en un día pero hasta hoy no tuve tiempo de ponerme a ello) y sólo os puedo decir que no me ha defraudado nada y que incluso me ha gustado mucho más de lo que esperaba. Ha sido un placer compartir esta experiencia con los otros 37 autores del resto de capítulos, muchos de ellos amigos míos, y comprobar que prácticamente todos coincidimos en lo mismo. La emoción que se siente al ver un lobo salvaje es algo que difícilmente se puede expresar con palabras, algo que como comenta Alberto Fernández, con el que pude compartir alguno de esos encuentros, "te lleva a un estado febril crónico desde entonces".
Si queréis comprar el libro podéis hacerlo directamente en la página de Tundra Ediciones.