No tomamos libros de autores a consignación, sólo trabajamos con editoriales, me dice el dueño o encargado de la librería. Yo me sorprendo ante una respuesta tan rápida, apenas si había llegado a pronunciar dos o tres palabras, casi que ni había terminado de presentarme.
Entro poco a librerías, la verdad, me gusta más hablar directamente con los posibles lectores. En este caso lo dudé. Se ve que algo intuía. No sé, demasiado paqueta, elegante, como que te mira por arriba de los hombros sin conocerte. Peor para ella, pobre, se queda solita en su pedestal.
No llegó a enterarse el encargado o el dueño, en la prontitud de sus palabras, que yo tampoco doy libros a consignación, hace mucho tiempo decidí no hacerlo más, sólo vendo en firme.
Estoy convencido de que la consignación es el mal del sistema. Pierden con ella las editoriales, en especial las pequeñas, que tienen su capital desparramado por todas partes y deben después andar mendigando para cobrar lo que se vendió. Pierden los lectores, que pagan un libro el doble de lo que podría salir si no se consignara, si el punto de despacho lo comprara en firme. Pierden las librerías, otra vez las pequeñas, que se ven obligadas a recibir por las grandes editoriales todas las novedades que publican, les interesen a ellas o no, y les colman su espacio de trabajo de cajas, cuyo contenido prefieren devolver antes que mostrar.
Pero nada de esto dije. No vale la pena enroscarse ante lo que uno no puede cambiar. Me repiti para mí que si vendiera cucharitas sería más fácil, o tornillos o broches de plástico para colgar la ropa.
¿Quién me mandó a querer escribir, publicar, vender libros, a sostenerlo durante casi veinticinco años?
Te la tenés que aguantar, flaco, me recordé, y tenés que mantener el buen humor, que la próxima persona con la que hables se va a emocionar inesperadamente durante la charla, por ver a un autor desvalido luchando con su mochila y sus libritos bajo el brazo.