Gracias a nuestros enemigos olvidamos nuestras diferencias. Nos convertimos en iguales y nos sentamos a conversar en torno a lo que queríamos ser. Descubrimos qué vida queríamos para nosotros y para nuestros hijos. Encontramos muchas cosas que teníamos en común y aprendimos que merecía la pena abandonar todas las emociones que en su día sembraron entre nosotros la semilla de la separación y el enfrentamiento.
Gracias a nuestros enemigos nos unimos en torno a una causa común. Descubrimos que juntos éramos invencibles y que, cuando queremos lograr nuestros objetivos, la cooperación funciona mejor que la competición. Encontramos en nuestra causa todas las cosas que compartíamos y que nos hacían diferentes a los demás. Cuanto más nos veíamos reflejados más necesitábamos trabajar codo con codo para ayudar a cualquiera de los nuestros que se encontrase desprotegido.
Gracias a nuestros enemigos creamos un proyecto común. Compartimos una visión en torno al mundo en el que queremos vivir. El sueño que creamos despertó en nosotros una energía tan poderosa que nada nos pudo detener a la hora de convertirlo en una realidad y de defenderlo de cualquier amenaza que nos impidiera convertirlo en una realidad.
Debemos mucho a nuestros enemigos. Son útiles porque sacan lo mejor de nosotros mismos. Si no existiesen tendríamos que crearlos. Tal hayan sido creados por nosotros y todo obedezca a una construcción. Un artificio que, en ocasiones, también saca lo peor que llevamos dentro. Y a qué precio.